Opinión Internacional

La guerra contra las armas

(AIPE)- No debemos permitir que el alboroto formado por “la marcha del millón de madres” nos haga perder de vista la importancia de la Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos: la capacidad de protegernos de la tiranía gubernamental.

Prácticamente todos los argumentos utilizados en el debate sobre el control sobre las armas tienen que ver con la violencia armada en la sociedad norteamericana. Los que proponen el registro, las licencias, los períodos de espera, la recompra de armas por parte de las autoridades y hasta la confiscación tratan de acabar con las muertes relacionadas con el uso de armas. El problema es que lo que proponen no logrará los objetivos que persiguen. Aquellos que violan las leyes no se van a sentir que están sujetos a los controles propuestos. Y aquellos que sí obedecen las leyes no van a estar en posición de defenderse contra los delincuentes que no las obedecen.

Es más, no hay razón para creer que la guerra contra las armas va a eliminarlas, como tampoco la guerra contra las drogas ha acabado con el consumo de drogas en nuestra sociedad. Aquellos que quieran comprar armas ilegales lo lograrán hacer en los mercados negros tan fácilmente como hoy se compran todas las drogas prohibidas.

De tal manera que la consecuencia del control sobre las armas será una sociedad donde los antisociales violentos están armados, mientras que la gente pacífica y obediente de las leyes va a estar desarmada. Eso, claro está, es una receta para el desastre.

A pesar de la importancia que todo esto tiene -poder protegernos de los ladrones, asaltantes, violadores y asesinos- no es la razón por la cual nuestros antepasados se aseguraron de la promulgación de la Segunda Enmienda constitucional. El propósito de la Enmienda no era poder protegernos de los bandidos privados sino de aquellos en el gobierno.

Después de todo, no olvidemos que nuestros próceres declararon una guerra de independencia en contra de su gobierno. Antes de la Declaración de Independencia, gente como Washington, Jefferson, Franklin y Paine no eran americanos sino ciudadanos de Inglaterra y habían jurado lealtad a su gobierno. Tomaron las armas en contra de ese gobierno por los actos brutales que los representantes del gobierno cometieron contra ellos.

Nuestros antepasados estaban muy conscientes de algo que la gente hoy en día no entiende bien: la mayor amenaza a nuestra libertad y bienestar no está en ningún gobierno extranjero sino en el nuestro mismo. Y como Jefferson claramente lo dijo: “si cruzan la raya” actuando tiránicamente contra sus propios ciudadanos, es el derecho de la gente resistir la fuerza con la fuerza, hasta el punto de una revolución violenta.

“Pero es que nuestros líderes han sido democráticamente elegidos. Nosotros somos el gobierno. No hay nada que temer”.

Si usted piensa así va a tener dificultad convenciendo de ello a los sobrevivientes de Waco o a Randy Weaver o a los pobres negros con quienes se experimentó inyectándole sífilis o los japoneses-americanos que fueron puesto en campos de concentración sin beneficio de un juicio. La realidad es que, bajo ciertas circunstancias, un gobierno democráticamente elegido puede ser más tiránico que uno totalitario. Y no olvidemos que el propósito de la Declaración de Derechos –las primeras diez enmiendas constitucionales- fue protegernos del Congreso y de la mayoría.

Cuando los ciudadanos están bien armados, los funcionarios públicos lo piensan muy bien antes de ejercer una tiranía. Por ello, la Segunda Enmienda es la mejor póliza de seguro que los ciudadanos de Estados Unidos tenemos; una póliza que nos protege de la tiranía. Y nuestros próceres sabían que una bala en la recámara asegura nuestra libertad más que el voto, el micrófono o el jurado.

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