Opinión Internacional

La impotencia de la democracia plebiscitaria

Según una definición que ha hecho escuela, los regímenes democráticos modernos son una combinación de lo mejor que tenían o tienen los otros sistemas de gobierno inventados por el hombre. De la monarquía tomaron el Poder Ejecutivo; de la oligarquía, el Congreso y su capacidad de control sobre los gobernantes; de la democracia antigua, la elección y el control de los representantes; de la aristocracia, la existencia de una burocracia profesional dedicada a gestionar, por encima de las modas políticas, los servicios públicos. Hoy en Sudamérica, o, para ser más precisos, en Bolivia, Ecuador y Venezuela, ciertamente que no es así. En estos países la “democracia sintética” que preconiza la teoría política ha sido sustituida por una “democracia plebiscitaria”, en la cual la voluntad y hasta el capricho populares se imponen sobre los demás componentes de la maquinaria política. Entonces todo se justifica –incluso los despropósitos– por el haber obtenido una votación mayoritaria. Y está en vías de perderse el “elemento aristocrático” de la democracia, la expectativa de que las finanzas públicas las manejen los especialistas, los jueces sean ilustrados, los legisladores respeten la tradición legal universal, las leyes sean consistentes unas con otras y, en general, se tome decisiones conforme a la razón y a la ciencia. En lugar de eso, es decir, en lugar de todo eso, Bolivia, Ecuador y Venezuela votan. Aquí hemos entrado en la “era de los referendos”.

En 2005, más de dos millones de bolivianos tuvieron que decidir asuntos como “la propiedad del gas en boca de pozo” o la abrogación de una ley petrolera hipertécnica. En 2006, la población votó sobre el tipo de descentralización que debía tener el país. En el año que corre, se produjeron referendos en torno a unos documentos (los estatutos autonómicos) que tenían, algunos, cientos de páginas, y legislaban sobre todas las materias habidas y por haber, desde tierra hasta tecnología.

¿Es que ahora por fin decide el pueblo y no otros a su nombre, como ocurría antes? Pero no es así. En los casos citados fueron los políticos y los técnicos los que tuvieron la última palabra. Una encuesta reveló que ni siquiera el 30 por ciento de la gente sabía en qué consistían los estatutos autonómicos que las regiones disidentes de Bolivia aprobaron en los últimos meses. Ahora vamos a un referendo revocatorio, pero la mayoría de los electores no sabe lo que la palabra “revocatorio” significa. En suma, que al final se vota por consigna, para seguir a tal o cual líder, y no porque se haya meditado en las opciones disponibles, como ingenuamente sostiene los teóricos de la democracia “directa”. Para colmo, después de la votación se produce una guerra de interpretaciones que revalora y tergiversa los resultados, y en ella los grupos políticos recuperan la preeminencia. Al final no se logra, por tanto, lo que se buscaba; no se proporciona soluciones sino problemas.

¿Por qué se insiste, entonces, en esta constante ejercitación electoral? Por propósitos puramente simbólicos, formales. Se usa el voto para objetivos ajenos a su naturaleza. Para atacar al bando contrario, para cohesionar las filas propias, para hacer demostraciones de fuerza, para ganar o perder tiempo, etc.

El ejemplo más patente de este fenómeno lo proporciona el referendo revocatorio boliviano del 10 de agosto. Se trata de una emulación de la disposición constitucional de Venezuela, que establece una periódica evaluación popular de las autoridades. Se defiende como un caso de “democracia avanzada”. Sin embargo, en los hechos lo menos importante de él es el pueblo. Para comenzar, las preguntas las han hecho los políticos, están dirigidas por el oficialismo para que sea muy difícil revocar el mandato del Presidente y el Vicepresidente, y para que, simultáneamente, resulte fácil derrocar a los prefectos de los departamentos. Pero, además, estas preguntas han sido aprobadas por el principal partido opositor, Podemos, no porque este partido esté interesado en que la opinión pública se escuche, sino porque quería desplazar a sus competidores de los gobiernos departamentales. Es decir, que lo que dio origen a todo esto no fue más que la triquiñuela política: primitiva y excluyente.

La realización del referendo no será mejor. Todos los potenciales perdedores (esto es, prácticamente toda la oposición, que en estos días le ha dado las espaldas a Podemos) han mostrado anticipadamente su deseo de objetar los comicios, acusar a la Corte Electoral, denunciar fraude, etc. A ello contribuye el heterodoxo y peligroso programa de entrega de documentos de identidad a los campesinos que es ejecutado por el Gobierno con apoyo de Venezuela.

Finalmente, la batalla posterior a la consulta promete ser homérica. Los líderes de las regiones “antievistas”, donde probablemente el Presidente no será ratificado (aunque eso no llegue a cambiar el resultado nacional), han anunciado que en tal caso profundizarán su estrategia de actuar como si no existiera un gobierno central. El prefecto de Cochabamba ha dicho que no renunciará aunque pierda. El de Tarija, que sólo dejará el cargo “si el resultado es transparente”. Casi todos los prefectos opositores, en lugar de hacer campaña, se encuentran en una huelga de hambre en contra de la actual forma de repartición de los impuestos petroleros, una causa antigua que desempolvaron con el propósito real de restarle legitimidad al referendo. Existe al menos una decena de recursos jurídicos en contra de la consulta, a la cual se acusa de anticonstitucional, y en contra de la Corte Electoral. El Gobierno ha dicho, para curarse en salud, que la oposición aprovechará el referendo como un pretexto para iniciar una suerte de “golpe de Estado”. Y se teme que él mismo aproveche la reacción de la oposición como un pretexto para reprimir.

En suma, los resultados, sean éstos de la índole que fuere, al final no serán reconocidos.

¿Qué resolverá esta “apelación al soberano”, entonces? Absolutamente nada. Más bien todo lo contrario: complicará las cosas, quizá de forma irreversible, porque toda elección agudiza el enfrentamiento interno de una sociedad.

Por tanto, la enseñanza boliviana es clara. La democracia consiste en un binomio: voto más instituciones (las cuales a su vez se componen de reglas y burocracias profesionales). Cuando las instituciones no están presentes, como ocurre en Bolivia, el voto no puede, por sí mismo, restaurar el orden.

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