Opinión Internacional

La mejor defensa contra el terrorismo es la Justicia

Estados Unidos tiene el derecho, tal vez la obligación, de destruir a los gusanos de la gran manzana. Y las democracias más desarrolladas de Occidente los acompañarán en la misión. Pero ¿contra quién se librará la guerra? ¿Afganistán, los palestinos, Arabia Saudita, Irak, tal vez Libia? ¿Acaso recuperarán esa sensación de invulnerabilidad imaginaria que los acompañaba bombardeando a destajo los presuntos nidos de los terroristas?

Una imagen, tal vez apócrifa, que le atribuyen a Mao Tse-tung, afirmaba que el líder chino consideraba «demasiado prematuro» evaluar, casi dos siglos después, las consecuencias de la Revolución Francesa. A sólo horas de la trágica expedición terrorista, no quedó analista político que no concordara con la idea de que el día en que la potencia hegemónica del mundo sufrió el devastador ataque marca el comienzo o el final de una era. Pero esa coincidencia no tiene correlatos cuando se pretende aventurar, tan prematuramente, hacia dónde apunta el camino que sigue. Como los niños en la oscuridad, sólo estamos silbando para ahuyentar el miedo.

De todos modos, hay espacio para articular algunas apreciaciones, aunque resulte una obscenidad hacer pedagogía de tanta tragedia.

En primer lugar, es evidente que el mundo se ha vuelto inseguro. La vulnerabilidad del más fuerte muestra que además de las fisuras en los mecanismos de seguridad, las hipótesis en las que se basaron las políticas de defensa rebasaron: hoy no hace falta gran tecnología para provocar efectos devastadores. Alcanza con que existan los aviones, o los trenes, o las grandes ciudades. La carrera armamentista de la Guerra Fría, útil para disuadir a un Estado, no sólo no tiene utilidad para enfrentar el terrorismo sino que pone a su alcance mejores herramientas para próximas devastaciones. Si Irak, por citar un ejemplo, dispuso de armamento de destrucción masiva, lo fue también por los «beneficios» del llamado nuevo orden mundial. Fueron las democracias occidentales las que contribuyeron para que el régimen de Saddam Hussein se apoderara de esa tecnología. La diferencia es que Irak es un enemigo visible. (Aunque a veces no tanto, si se considera que diez años de represalias sólo lograron aumentar los padecimientos de la población civil y perpetuar en el poder al gobierno que se pretendía combatir).

Los Estados Unidos, responsables del nuevo orden mundial, quizá también deban aceptar su responsabilidad en el nuevo desorden. Los que sembraron la hecatombe en los Estados Unidos no representan una alternativa al sistema sino la expresión de los males que favorece. Y si el millonario saudita Osama ben-Laden fuera quien gerenció la matanza, su castigo no puede enterrar en el olvido el hecho de que el propio gobierno norteamericano lo hizo funcional a sus intereses cuando la disputa con la Unión Soviética se dirimía en Afganistán. Ben-Laden fue el contacto que utilizó la CIA para armar a los célebres mujahidines que derrotaron al gobierno títere de Moscú y que, años después, se reciclarían en los talibanes.

La violencia indiscriminada como la que han padecido los Estados Unidos suele generar una irresistible fuerza centrífuga hacia posiciones de derecha. Israel es un ejemplo. En un país con una fuerte presencia de la izquierda, cada masacre del terrorismo populariza más las represalias indiscriminadas propuestas por la derecha. Pero los llamamientos a la venganza son tan naturales como inútiles. El terrorismo no necesita excusas sino caldos de cultivo y, como sostiene el analista norteamericano William Pfaff, martirizar al enemigo sólo sirve para fomentar nuevos martirios.

En ese escenario, la instauración de sistemas de seguridad totalitarios, basados en la supresión de libertades civiles básicas, tales como el derecho al disenso que encarnan los movimientos nacionalistas y antiglobalización, las minorías o los inmigrantes, no puede prevalecer sobre la equidad.

La conclusión inmediata que gran parte de la opinión publica extrajo sobre el origen de los ataques es que éstos estaban contaminados por el conflicto entre israelíes y palestinos. Es razonable pensarlo, aunque no haya pruebas todavía que legitimen esa teoría. Pero sería temerario derramar la ira saltando las barreras de la justicia para ir a la caza del Islam, cuyos auténticos devotos, nada menos que 1300 millones de personas, son ajenos al terrorismo. Algunos cientos de fanáticos (que también los hay en las otras religiones monoteístas) no deben dar lugar a discriminaciones. En otras palabras: Estados Unidos no debe construir un enemigo para satisfacer el derecho de destruir al enemigo.

En 1986, un atentado en la discoteca La Belle, en Berlín, que frecuentaban soldados norteamericanos, generó el bombardeo de las ciudades libias de Trípoli y Bengazi, donde se produjeron 30 muertos, entre ellos una de las hijas de Khadafy. El entonces presidente Reagan justificó la represalia con un discurso que cimentó la leyenda de que la tragedia era obra del Estado libio. «Nuestras pruebas son precisas e irrefutables», dijo Reagan entonces. Sin embargo, casi 10 después los jueces alemanes que sustanciaron la causa llegaron a la conclusión de que Libia había sido ajena al complot.

Más recientemente, la réplica ordenada por Clinton por la voladura de las embajadas de los Estados Unidos en Kenya y Tanzania concluyó con el bombardeo, en Sudán, de una fábrica de aspirinas. Si el mundo se escandalizó por la demolición de los Budas tallados en las montañas de Afganistán o por la patética situación de las mujeres, confinadas a la más feroz discriminación, ¿podrá aceptar nuevas demoliciones o la muerte de esas mismas mujeres afganas como el precio necesario para terminar con Ben-Laden?

La matanza de inocentes es una agresión a toda la Humanidad. Tal vez el gobierno norteamericano deba descubrir que la extrema hegemonía que ejerce tiene costos, no sólo en quienes padecen esa hegemonía desde el lugar ignominioso de la exclusión, sino también, y ahora está a la vista, por el propio poder hegemónico. La política exterior de Bush acentuó la tentación al aislacionismo típica de los norteamericanos, para quienes el mundo exterior es un territorio difuso (sólo el 10 por ciento de los norteamericanos tiene pasaporte, sólo el 10 por ciento es capaz de localizar en un mapa dónde queda España). Estados Unidos soñaba con escapar al desorden mundial, abandonándolo a su suerte. Pero ese aislacionismo ha sido la primera víctima política de la ofensiva terrorista que demolió las Torres Gemelas.

En aras de sus intereses, Washington se negó a suscribir el Protocolo de Kyoto, un instrumento para la protección ambiental aprobado por todas las otras democracias occidentales. En aras de sus intereses rechazó la creación del Tribunal Penal Internacional, renunció a los organismos de lucha contra las drogas de la ONU al quedar despojado de su control, abandonó la conferencia contra el racismo de Durban porque no se atendían sus reclamaciones y, con su poder de veto, convirtió a las Naciones Unidas en un organismo sólo operativo cuando acompaña la política norteamericana.

Bush tendrá que mezclarse con el mundo, con sus injusticias y con sus horrores. Y no será útil que lo haga desde la prepotencia del más fuerte. Tendrá que generar políticas de consenso más amplias para quebrar el arma del terrorismo e implicarse a fondo y de manera imparcial en la desactivación de numerosos conflictos, empezando por el de Medio Oriente. La mejor defensa contra el terrorismo no es la guerra, sino la justicia.

La fuente: el autor es el director periodístico de (%=Link(«http://www.elcorresponsal.com/»,»El Corresponsal»)%); este artículo ha sido publicado previamente por el diario (%=Link(«http://www.lavozdelinterior.com/»,»La Voz del Interior»)%) (Córdoba, Argentina)
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