Opinión Internacional

La renguera del pato y las cacerolas de uniforme

Ese acontecimiento masivo corporizó un notorio y sostenido movimiento de rechazo de la opinión pública y, al mismo tiempo, introdujo un nuevo ritmo en los acontecimientos, que incrementaron su velocidad. La Casa Rosada contribuyó decisivamente a esa aceleración. Creció el aislamiento gubernamental: el poder se pelea con (casi) todos. A mayor aislamiento menor gobernabilidad.

 El cacerolazo nacional del último 13 de septiembre pareció abrir una fase nueva en los problemas que el gobierno central, si bien se mira, viene sufriendo desde el momento en que emergió triunfante de las urnas, un año atrás. Las crónicas y los estudios de opinión pública registran la pendiente por la que se ha venido deslizando casi ininterrumpidamente desde entonces y que determinó una pérdida de casi treinta puntos  en la imagen positiva de la Presidente, que ya dos meses atrás quedaba superada por la opinión negativa.

Irónicamente, uno de los mosqueteros intelectuales del oficialismo, José Pablo Feinmann, ratificaba esta semana esa creciente impugnación al conjeturar desdeñosamente distintos motivos por los cuales mujeres y hombres, a su juicio, “odian” a la Presidente.

El rechazo de la opinión pública

Las manifestaciones masivas del 13 de septiembre corporizaron ese notorio y sostenido movimiento de rechazo de la opinión pública y, al mismo tiempo, parecieron introducir un nuevo ritmo en los acontecimientos, que incrementaron su velocidad. El gobierno contribuyó decisivamente a esa aceleración.

Desde antes de los comicios de octubre de 2011 se observaba una tendencia de la Presidente al aislamiento: ordenó las listas electorales del oficialismo sin consultar a las organizaciones territoriales del peronismo, privilegió en las boletas y en los cargos mejor pagados de la burocracia estatal a los grupos juveniles de los que decidió rodearse apostando a su obediencia, proyectó (como decisión absolutamente personal) a Amado Boudou (un funcionario de escasos  antecedentes políticos)   a la vicepresidencia del país, rompió relaciones con las estructuras sindicales en las que había confiado su difunto esposo, alentó a sus seguidores a que acosaran a socios importantísimos de la coalición  oficialista como el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Pero después del 13 de septiembre fue por más: impulsó a sus funcionarios a desafiar y maltratar verbalmente a las clases medias que habían reclamado en calles y plazos, se enredó en una irritada riña verbal con jóvenes estudiantes de universidades estadounidenses que le preguntaron sobre asuntos que ella elude responder en Argentina, les contestó en muchos casos muy lejos de  la verdad que conocen tanto esos estudiantes como la ciudadanía argentina (defendió, por caso, la seriedad científica y la autenticidad de las  estadísticas del INDEC), quebró una línea en relación con la defensa de las actuaciones judiciales por el atentado contra la AMIA y le propuso al gobierno fundamentalista de Irán una negociación sobre el tema, con lo que puso en discusión la soberanía jurídica del país, se ubicó mundialmente junto a uno de los gobiernos más sospechados del planeta y deterioró gravemente sus relaciones con las instituciones de la comunidad judía.

Un cacerolazo uniformado

En fin, desde el martes  prolonga un conflicto delicadísimo en Prefectura y Gendarmería que se ha extendido inclusive más allá de esas fuerzas de seguridad, después de que un decreto firmado por la Presidente, el jefe de gabinete Juan Manuel Abal Medina y la ministra del ramo Nilda Garré  determinara  que prefectos y gendarmes vieran caóticamente recortados sus salarios.

Estos efectivos (como decenas de miles de empleados y funcionarios públicos civiles y militares) cobran una parte muchas veces muy significativa de sus sueldos  “en negro”, es decir, como “suplementos”  que no aportan a las cajas jubilatorias, lo que,  a la hora de la pasividad, recortará los beneficios que reciban. La poda de esos suplementos se sumó al  descontento generado entre los gendarmes por los permanentes traslados del personal de un sitio a otro, el obligado alejamiento de sus familias, las deficientes condiciones de alojamiento en los destinos momentáneos, etc, datos todos que revelan el extravío del cometido fundamental de  esa fuerza de seguridad, vinculado a la custodia de las fronteras.

El reclamo de gendarmes y prefectos (que contó con la simpatía y solidaridad de personal de otras fuerzas y hasta con el respaldo de la CGT que lidera Hugo Moyano) tuvo los rasgos generales  de una disputa por remuneraciones y condiciones de trabajo. El oficialismo decidió, en cambio,  tratarlo como una acción de carácter golpista. “Detrás de un reclamo gremial de orden salarial se esconde una maniobra decididamente destituyente que no podemos permitir” – afirmaron las fuerzas que constituyen  el cinturón  de apoyo incondicional al gobierno, Unidos y Organizados; como habitualmente, culparon del hecho a los medios y particularmente, aunque sin nombrarlo, a Clarín:-  Los grupos que no se subordinan a la legalidad y que buscan eludir el cumplimiento de la ley de medios están fogoneando un conflicto con el claro objeto de desafiar a la democracia. Las imágenes que todos vimos parecen sacadas de un pasado oscuro que nunca más vamos a permitir que se repita en la Argentina”. El jefe de gabinete, Abal Medina, remachó: «Los argentinos sabemos muy bien lo que fue el pasado, y vimos ayer imágenes que nunca más queremos que se repitan. No lo vamos a permitir y aplicaremos toda la fuerza de la ley para los autores materiales e intelectuales, que serán sancionados».

En verdad, cuando el jefe de gabinete aventuró esas palabras, no parecía en condiciones de sancionar a nadie más allá de las cúpulas de ambas fuerzas de Seguridad sobre quienes el oficialismo decidió descargar la culpa  de los recortes salariales. El gobierno, en rigor, pareció desmentir esas responsabilidades pues lo que la Casa Rosada  suspendió fue el decreto -que no había sido suscripto por la cúpula de las fuerzas, sino por la cúpula del poder político- y  al hacerlo, de paso, dio señales de repliegue frente aquellos a quienes definía como golpistas y destituyentes.   Por otra parte, aunque la ministra Garré aseguraba que el incidente quedaba concluido con aquellos relevos, la ebullición se mantendría y extendería en el  espacio y en el tiempo.

Los reclamos de las fuerzas de seguridad están lejos de constituir una amenaza golpista. Pero sin duda el mal manejo de toda esta situación – que se inicia mucho antes de las protestas- ha provocado una ruptura alarmante de la cadena de mandos y ha deteriorado aún más las condiciones de gobernabilidad.

El aislamiento en Palacio y el arrogante desafío a la realidad  suman a ese deterioro. A lo largo de esta última década se han debilitado operativamente las Fuerzas Armadas, minimizadas y siempre en capilla; las fuerzas policiales han sido puestas en la picota y desde el poder se ha exhortado a los  ciudadanos a desconfiar de ellas. Ahora se estigmatiza como golpistas en potencia a gendarmes y prefectos que reclaman porque les guillotinan el salario. No deja de ser irónico que quienes recitan el discurso ideológico del fortalecimiento del Estado, con uno u otro razonamiento lo estén dejando inerme frente a viejas y nuevas amenazas a la seguridad pública.

Las presiones del pato rengo

Sin haber digerido aún el cacerolazo de septiembre y sin haber superado esta suerte de “cacerolazo uniformado” que protagonizan gendarmes y prefectos, el poder central  afronta ahora una semana en que deberá escuchar cacerolas gremiales: la marcha a Plaza de Mayo convocada para el miércoles 10 por la Central de Trabajadores Argentinos que conduce Pablo Micelli  (con el apoyo de los camioneros de Hugo Moyano). ¿También interpretará esa movilización como una maniobra golpista? ¿También  culpará por ella al señor Héctor Magnetto, el  CEO de Clarín?

La obsesión oficialista  con el Grupo Clarín (y, por extensión, con todos los medios de comunicación que opinan con autonomía) responde a una mirada simplista: consideran que  la prensa independiente “le llena la cabeza” a una ciudadanía a la que, como surge de ese razonamiento, subestiman. Por ese motivo el gobierno ha convertido el  7 de diciembre en una fecha decisiva y se muestra dispuesto a  apelar a cualquier  instrumento para conseguir que a partir de ese día  se ponga en marcha el desmantelamiento del  sistema de medios que pertenece a ese Grupo.

Pero para eso necesita un fallo judicial. Por eso en la última semana intentó dar un golpe en el Consejo de la Magistratura para imponer a una funcionaria del Poder Ejecutivo como magistrada del juzgado que debe pronunciarse en la causa por inconstitucionalidad de la Ley de Medios que se inició por un recurso del Grupo Clarín. Como el oficialismo no cuenta en el Consejo de la Magistratura con la mayoría especial (dos tercios) que se requiere para  nombrar jueces,  inventó un  procedimiento ilegal para  eliminar de la votación al representante de los magistrados.  Simultáneamente, el ministro de Justicia advirtió que impugnará al juez  subrogante aprobado por una decisión de la Corte Suprema y lo presionó para que no se le ocurra fallar en el caso de la Ley de Medios.

Es probable que, si las cosas siguen como van, tanto empeño se  convierta en un  esfuerzo vano. El creciente aislamiento del gobierno induce a  fuerzas políticas, empresarios, jefaturas territoriales y corporaciones a mirar más allá de las autoridades actuales -tan tempranamente atacadas por el síndrome del pato rengo- y  a evaluar más bien el juicio de aquellos  que se insinúan como autoridades del futuro y el de las fuerzas permanentes.

Las presiones  de un poder que tiene fecha de vencimiento tienden a ser más ruido que nueces.

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