Opinión Internacional

La revolución libia y la farsa nacional

La caída de Muammar Ghadaffi no termina de consumarse, pero se viene conjugando capítulo a capítulo durante toda la semana precedente.

La irrupción de la crisis libia no conoce su génesis en la existencia de una «componenda imperial», como lo vienen señalando algunas mentes simples; bobalicones irremediables que componen la realidad dibujando servilletas en Telesur: aplicando el mismo parámetro argumental para la existencia de todos los marcos políticos disponibles.

Es una crisis que tiene un antecedente muy específico, que la opinión pública mundial ha tendido a olvidar conforme la guerra civil interna adquirió un cierto carácter crónico. Hablo del derrumbe de las dictaduras magrebíes vecinas de Túnez y Egipto, y en líneas generales, del ambiente insurreccional existente en varias sociedades musulmanas.

El descontento en Libia, como en Túnez, como en Egipto, como también en Siria, Yemen y Bahrein, se ha ido fermentando con el paso del tiempo. Las causas de las revoluciones internas en esas naciones podrán encontrar sus variantes, pero la lectura gruesa nos permite apreciar la existencia de un derrotero similar. Un desarrollo que parece haber tomado una dinámica propia, independientemente de los intereses de las potencias extranjeras y de países con gobiernos como el nuestro, que emiten opiniones superficiales proyectando sus propios fantasmas.

Hablamos de satrapías extendidas en el tiempo, que han construido un enorme poder personal lastimado con sus excesos la existencia de factores internos de la vida de esas sociedades clanes y tribus que involucran a millones de personas, agredidas y segregadas, largamente desplazadas de las riquezas y los centros de poder.

Sociedades muy antiguas que habitan, por contrapartida, naciones muy jóvenes, casi todas gestadas en pleno siglo XX, que así como le han brindado a la civilización moderna aportes concretos incontestables, como el álgebra, no han conocido la existencia de esa variable llamada la libertad. «El don más precioso que a los hombres dieron los cielos», como dijo el Quijote; esa gema que le regresa el contenido a la vida en la tierra y le otorga todo el sentido posible a la palabra política.

Hosni Mubarak, por ejemplo, tenía unos 30 años siendo el presidente de Egipto. Su caída se produjo en medio de una rebelión civil, presionado por los mandos militares de esa nación, y con la relativa anuencia de Barack Obama. Mubarak fue un incondicional aliado de los intereses estadounidenses en la zona, pero eso no fue obstáculo para que, como sucediera alguna vez con Anastasio Somoza, la Casa Blanca le alejara el hombro y le pidiera que escuchara el clamor de su pueblo cediendo a las demandas populares.

Luego de haber declarado que el problema en Egipto «lo deben resolver sus ciudadanos», siempre procurando declarar para curarse en salud, Hugo Chávez terminó saludando la revuelta egipcia, como la tunecina.

Pues bien: en Libia el problema en cuestión no lo pudieron resolver sus ciudadanos en paz porque el presidente que tienen no lo hizo posible. Al nomás comenzar las primeras protestas en Trípoli y Benghazi pero sobre todo en ésta, la segunda ciudad del país, con el clan más numeroso, enemigo del gobierno y cuna de la rebelión  la policía y los servicios secretos del dictador desplegaron la represión a gran escala: el uso de francotiradores sobre las plazas y el allanamiento masivo, el secuestro y la tortura de los líderes de las revueltas.

Con la espada de Bolívar obsequiada por la actual administración venezolana en el closet de alguna de sus mansiones, Ghadaffi no tenía, para comenzar, legitimidad de origen alguna. Era un dictador en toda la regla: un sujeto paranoico y narciso; extremadamente cruel y vengativo. Llegó al poder de esa nación mediante un golpe de Estado, consumado en 1969, y, a poco andar, se dedicó a edificar una «república de masas». Parapeto «participativo y protagónico» que, invocando la democracia directa, y despreciando, por artificial, cualquier experimento que tome en cuenta la opinión de los demás, extendió en la calle una suerte de cordón policial en el orden cotidiano, con el único objeto de perpetuar su dominación en la sociedad.

Por cierto, Ghadaffi, cuyas andanzas anti-occidentales lo hicieron célebre en el mundo en los años 80, hacía mucho tiempo que desarrollaba un arduo trabajo para hacerse perdonar en los círculos de negocios e inversionistas energéticos de Europa y los Estados Unidos. Sarkozy, Blair, Berlusconi y otros líderes europeos eran frecuentes visitantes de las carpas de beduino del dictador ahora caído en desgracia para cerrar en ellas ambiciosos negocios. Total, Eni y BP tenían todas las garantías para la inversión y la rentabilidad.

No necesitaba Occidente fraguar un conflicto tan peligroso en las propias narices del Mediterráneo, con los riesgos políticos y las presiones migratorias que conllevan, ya de suyo bastante graves, con el objeto de hacerse de un bien que, de todas formas, ya estaban disfrutando en holgadas condiciones. Este argumento chavista, tan socorrido, «el problema de fondo es el petróleo», que quiere hacerse pasar en esta hora por mundano y perspicaz, es, pues, como queda visto, extremadamente pobre e incompleto.

Tampoco hay punto posible de comparación entre la revuelta libia y la crisis iraquí. Irak fue invadido en una acción unilateral de fuerzas de los Estados Unidos e Inglaterra, desoyendo todos los llamados internacionales y las resoluciones de Naciones Unidas. Fue ésta una intervención fraguada bajo un argumento falaz, el de la existencia de armas de destrucción masiva, que vino a crear una crisis humanitaria espantosa y un foco de conflicto que agravó aún más las tensiones en Oriente Medio.

La intervención de la OTAN en Libia, que sólo tuvo una expresión aérea, fue solicitada de forma desesperada por los propios rebeldes, una vez que la humanidad entera presenciara la carnicería que comenzaba a consumar Ghadaffi en su país y el carácter masivo de la rebelión en contra de la dictadura.

Los miles de desafueros de la política exterior de los Estados Unidos en el siglo XX los tienen hoy parados en ese curioso rasero que señalara Jean Francois Revel en La obsesión antiamericana: se les acusa cuando intervienen y se les reclama airadamente cuando no lo hacen. Hoy el señor Ghadaffi tiene cuentas pendientes en el Tribunal Penal Internacional de La Haya.

Los miles de ciudadanos celebrando en las plazas libias la caída del dictador son el mejor mentís para los análisis y refritos lugarcomunistas del chavismo continental.

En Libia hubo una revolución popular.

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