Opinión Internacional

La roca de Flaubert

La historia me la contó Julián Lineros, reportero gráfico que ha cubierto muchos sucesos del conflicto armado en Colombia. A un pueblo del Putumayo llamado Piñuña Negra, reconocido fortín del grupo guerrillero las Farc, llegaron en cierta ocasión varios convoyes de soldados regulares con el propósito de erradicar a los insurgentes. Los soldados, según Lineros, se apostaron en varios puntos estratégicos para protegerse del fuego contrario. Los guerrilleros estaban escondidos y lo único de ellos que se percibía en el pueblo era el tableteo de sus ametralladoras. Los soldados demoraron cerca de dos horas disparando impetuosamente contra aquel enemigo invisible. Poco a poco empezaron a notar que las balas de la guerrilla se iban silenciando, hasta que se callaron del todo. “O los matamos”, concluyó el comandante, “o los hicimos huir”.

Después de tomar las precauciones del caso salieron de sus barricadas para otear el panorama. Lo que descubrieron entonces los dejó pasmados: los guerrilleros habían estado en el pueblo ese mismo día, pero se marcharon, al parecer, cuando sintieron llegar a los soldados regulares. Eso sí: antes de irse colocaron en varios radiolas del pueblo discos compactos que contenían disparos pregrabados. 

El Ejército, como es apenas obvio, mantuvo en secreto aquella heroica batalla suya contra un escuadrón de CD’s, lo que confirma la sentencia de Manuel Alcántara, el poeta andaluz: “lo curioso no es cómo se escribe la historia, sino cómo se borra”. Una función importante de la crónica es impedir, justamente, que la borren o que pretendan escribirla siempre en pergaminos atildados en los que no hay espacio ni para la derrota ni para el ridículo. 

Lo que me gusta de esta historia no es su rareza circense, sino la promesa que me regala: la realidad está llena de sucesos que merecen ser contados y, por tanto, voy a pasarla bien mientras siga siendo cronista. Porque como bien lo dice Leila Guerriero, mi admirada amiga y colega argentina, la realidad, vista por los ojos de los buenos cronistas, “es tan fantástica como la ficción”.

Mi Nirvana no empieza donde hay una noticia sino una historia que me conmueve o me asombra. Una historia que, por ejemplo, me permite narrar lo particular para interpretar lo universal. O que me sirve para mostrar los conflictos del ser humano. Sigo al pie de la letra un viejo consejo de Hemingway: “escribe sobre lo que conoces”. Eso quiere decir, sobre lo que me habita, sobre lo que me pertenece. Aunque el tema carezca de atractivo mediático, si creo en él lo asumo hasta sus últimas consecuencias. 

Me sentí especialmente orgulloso de mi oficio el día que leí esta declaración del escritor rumano Mircea Eliade: “en los campos de concentración rusos los prisioneros que tenían la suerte de contar con un narrador de historias en su barracón, han sobrevivido en mayor número. Escuchar historias les ayudó a atravesar el infierno”.

Los contadores de historia también buscamos, a nuestro modo, atravesar el infierno. Flaubert lo dijo hermosamente en una de sus cartas: un escritor se aferra a su obra como a una roca, para no desaparecer bajo las olas del mundo que lo rodea.

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