Opinión Internacional

La serenidad de España

Si bien los compromisos que me traen a España son literarios no dejo en casa al observador político. Me llama la atención el grado de crispación política, quiero medir hasta que punto el conflicto que se desarrolla en la vida española puede afectar inconvenientemente y el porqué de las causas reales de este tono de altos decibeles. Faltaba a España desde hace algunos años, de manera que el espectacular nuevo Terminal 4 de Barajas me da la primera respuesta: este país advierte al visitante que está en el siglo XXI, que es Europa, que el extranjero que ha faltado se ha perdido de una evolución sorprendente. Después de sortear escaleras, ascensores y el tren que atraviesa la estación, una visión de las tres autopistas que rodean Madrid advierte que se está llegando a una ciudad que ha sufrido una transformación impresionante. El inefable taxista, aquí y en cualquier parte el primer termómetro, habla con serenidad, explica el complejo sistema de vías rápidas y asume la visión política con una objetividad sorprendente; habla bien de las autoridades locales tanto socialistas como populares, describe con orgullo el nuevo túnel de siete kilómetros –el más largo de Europa- que se ha inaugurado hace pocas horas y que forma parte de un proyecto de meter las vías rápidas bajo tierra para ganar verdor y aire arriba–soterrado lo llama- y toma ya la ruta hacia la Gran Vía. Hay algo que advierte que este no es el mismo Madrid de mis andanzas juveniles y maduras. La ciudad trasmite un aire de novedad que impele a largarse a caminar. Hablaré con escritores e intelectuales, les preguntaré sobre lo que pasa, pero es la calle el medidor que quiero.

A medida que camino hacia la estupenda Casa de América voy acumulando diarios de todas las tendencias. El discurso del jefe máximo del Grupo “Prisa” (editor de “El País” y de un complejo de medios en Europa y América, de numerosas empresas como la Editorial Alfaguara) da la primera medida: acusa al Partido Popular de querer la guerra civil. Acusación exacerbada, me parece, mientras el PP responde ordenando un boicot contra el grupo “Prisa”, reacción insólita me parece. Si España está en este tono algo anda muy mal, es la conclusión primeriza. No he terminado de cruzar hacia el Paseo del Prado cuando ya tengo claro que no es la primera vez que se ordena un boicot contra unos medios y también que el empresario Jesús de Polanco soltó tal afirmación en una asamblea interna de accionistas. El PP pide una rectificación pública e inequívoca, “El País” acusa a los populares de chantaje e intimidación. Antes de llegar a los libreros de libros usados que están, como siempre, frente al Jardín Zoológico, leo el editorial de “El País”: aparentemente en tono duro, pero asegurando que el editor habló como ciudadano, a lo cual tiene derecho pese a presidir el principal grupo de comunicación iberoamericano. Después de esta frase, el resto de la reprimenda contra el PP ya suena a una baja considerable de tensión. “El País” reclama su derecho a informar, algo que nadie ha puesto en duda. Comienzo de nuevo a familiarizarme con la retórica española. Vamos hombre, me digo, que este año hay tres elecciones, de manera que me dedico a enterarme de la situación de Endesa, la empresa eléctrica española, bajo presión de la italiana Enel, una operación que llama a reflexiones sobre los problemas jurídicos que lo envuelven y que crispa la atención de la opinión pública; asuntos europeos, me digo, batallas financieras propias de esta Europa, mientras compruebo en la primera Casa de Cambio que me ha tocado una mala suerte insuperable: el euro está altísimo en relación al dólar. Hablo aquí y allá, observo a la gente caminar, estudio sus rostros -no sin que alguien mire con atención mi cajetilla de cigarrillos venezolanos- y comienzo a comprobar lo que da título a mi artículo, la serenidad de España. Hay una serenidad en la sociedad que se mide en la calle y en el metro, aunque siga la pelea por el caso de la absolución de Arnaldo Otegui, se convoquen manifestaciones y se peleen los fiscales y jueces de la Audiencia Nacional. Puro ejercicio democrático, me digo, conflictos absolutamente comprensibles por la persistencia terrorista de ETA y por las jugadas de Batasuna, su brazo político. Esto es una democracia en pleno funcionamiento, un Estado de Derecho que se vive y se palpa, de manera que la visión del Museo Thyssen-Bornemisza termina con mis especulaciones políticas.

Allí está una exposición de no perderse, “El espejo y la máscara. Retrato en el siglo de Picasso”. Se trata de la supervivencia y transformación del retrato en el arte de vanguardia entre 1890 y 1990, un periodo que protagonizó un cambio radical en la concepción del arte. La exposición pretende seguir la crisis de identidad del hombre moderno y la crisis de confianza del arte en la verdad de sus imágenes. Abrumadora la muestra. Allí están algunos cuadros conocidos, vistos por allí, en las andanzas museísticas, muchos otros que mis ojos apenas han entrevisto en libros de arte. Están van Gogh, Gauguin, Munich, mi amado Egon Schiele, Kokoschka, Maurice de Vlaminck, Cézanne, Henri Rousseau, Modigliani, Juan Gris, Picasso, Severino, Beckmann, Miró, Dalí, el archiconocido autorretrato de Frida Kahlo, Bacon, Lucian Freud –en quien me detengo con especial interés, no lo conocía, es un gran pintor, su autorretrato me golpea- , Antonio Saura, Auerbach, Kasooff, David Hockney, Andy Warhol y muchos más.

Los ojos no dan para más. Qué muestra, qué gran museo. Es hora de una cerveza y de unas tapas. El café está repleto, se habla de todo menos de política, la gente serenamente se cuenta sus cuitas. En la mesa de al lado un hombre joven y moreno me mira con insistencia, a su lado una rubia de gran belleza. El hombre moreno observa mis cigarrillos, noto que me oye disimuladamente. Explico a mi acompañante sobre los bonos de PDVSA y la eventual incidencia en el precio del dólar paralelo. El hombre moreno no aguanta más y se dirige a mí. “¿Tú eres venezolano?”, me pregunta. Se lo confirmo. Una sonrisa le ilumina el rostro. “Yo también”, explica. Me dice que es economista y empresario, hace un doctorado en Madrid. Se da cuenta que no puedo quitar los ojos de la bella rubia y me la presenta. Le pregunto a la belleza de dónde es. “Soy rusa”, me responde en perfecto español. “Se ve que no has perdido el tiempo”, le digo a mi nuevo amigo. Su carcajada venezolana retumba por todo el local. Los españoles se voltean y sonríen, quieren compartir la risa que seguramente es de buenos augurios. Comprendo, entonces, que he empleado poquísimo tiempo en hacerme parte de la serenidad de España.

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