Opinión Internacional

La violencia injustificable

Hasta hace algunos años ir a un partido de fútbol en Bolivia era algo similar a ir a una fiesta. El maní tostado en su concha, los porotos crujientes, las naranjas, los emparedados de carne de cerdo, los refrescos y las ganas de alentar al equipo favorito formaban parte del arsenal en que uno se armaba para llegar al estadio.

Alguien lo dijo antes, y lo repetía hasta el cansancio ese maestro de periodistas que fue don Julio Borelli: «el fútbol es la fiesta del pueblo». Lo viví. Disfruté, narré y escribí de esa fiesta en Bolivia y en muchas canchas del mundo durante más de 40 años.

Eso fue hasta principios de los 80 cuando los «hooligans» aterrorizaron las canchas europeas hasta culminar con el desastre en el estadio Heysel de Bruselas. Como una onda se extendió por otras regiones del mundo, llegó a Sudamérica y sentó sus reales en Argentina con el nombre de las «barras bravas».

Se acabó la «fiesta del pueblo». Un padre debía pensarlo dos veces antes de llevar a sus pequeños a un estadio. En el Monumental de Nuñez había una tribuna especial destinada a las mujeres. En las tribunas altas, en los días de verano, centenares de hombres miraban los partidos virtualmente desnudos y al medio tiempo el «espectáculo» adicional consistía en orinarse ahí mismo y reirse a mandibula batiende cuando las cataratas del líquido corporal caían sobre los poco avisados hinchas sentados en la tribuna inferior.

La violencia, que siempre hubo dentro y fuera de las canchas y que difícilmente iba más allá de unos cuantos puñetazos y puntapiés, se sistematizó. Las «barras bravas» empezaron a llevar al estadio macanas, palos, cuchillos, puñales y hasta revólveres. Un «gusto» especial ahora era romperle la crisma al rival. Cuando empezó a contarse a los muertos tuvo que intervenir la justicia para interrumpir varias veces todo un campeonato hasta que se garantizara el «normal» desarrollo de los espectáculos futbolísticos. De paso, la misma justicia envió a la cárcel a algunos líderes de las «barras bravas», el más notorio de ellos «El Abuelo», un fanático de Boca Juniors.

En medio de las averiguaciones judiciales se reveló que las «barras bravas» recibían subvención de futbolistas, entrenadores y dirigentes en forma de entradas gratuitas, viáticos, pasajes para seguir al equipo, etc, etc. O sea que la violencia mercenaria fue puesta al descubierto, pero ninguno de sus patrocinadores fue enviado a la cárcel.

La moda de las caras pintadas, las baterias viejas para usarlas como piedras, los gorros de arlequines, los bombos, los fuegos artificiales peligrosos, las banderas con sus astas como armas, etc. se extendió desde Argentina hasta México. Los coros fueron copiados. Los insultos multitudinarios y rítmicos tomaron carta de ciudadanía y hasta la artificial manera de mostrar euforia al bajar atropelladamente las graderías, más con intención de aplastar a los de adelante, de sentir la adrenalina en la punta de la boca, que de festejar el gol del equipo amado.

En mi último viaje a Bolivia acudí al estadio Félix Capriles a ver el encuentro entre Wilstermann y The Strongest. Me enteré que «los gurkas» son los «barras bravas» del equipo local. Situados en la tribuna sur, se comportaban de la misma manera que sus colegas argentinos en sus atuendos, sus cánticos (sólo le cambiaron la letra), sus saltos, sus gritos. El partido fue luchado, fue bueno. Lo único malo fue que ganó el equipo de La Paz. Eso enardeció a «los gurkas» No me di cuenta, sino cuando ya estaba fuera del estadio en busca de un taxi.

A lo largo del Prado la gente corría de un lado a otro y averigué que eran los vándalos que sin ton ni son apedreaban autobuses, rompían los parabrisas de los autos estacionados, lanzaban botellas y piedras contra algunos restaurantes que el domingo en la tarde estaban aún abiertos.

En la Plaza Colón, en medio de risotadas, vi como los facinerosos hundían en la fuente a dos hinchas stronguistas a quienes habían descubierto en un callejón tratando de hacer desaparecer sus camisetas atigradas. La turba siguió por la calle 25 de Mayo sin que apareciera nunca ningún policía. Era un espectáculo deprimente.

La semana pasada, según reseña del diario Los Tiempos, tras el empate 3-3 entre Wilstermann y Bolívar, ocurrió lo que yo había visto hace un par de años y la crónica subrayaba que eso «siempre ocurre» cada vez que el equipo local pierde o empata. Ese conformismo es inexplicable, lo mismo que las declaraciones de los propietarios de los autos, los hoteles, los comercios dañados quienes, dijeron, prefieren arreglar de una buena vez los destrozos que acudir a la policía «porque es en vano».

Este domingo la violencia se repitió en La Paz. El autobus donde viajaba Oriente Petrolero de Santa Cruz y el hotel donde se alojó sufrieron destrozos de los «barras bravas» bolivaristas. Los incidentes comenzaron dentro del estadio, con uno de los jugadores locales peleándose con un policía.

¿Cuál el justificativo para que ocurra todo esto en nuestro país?

No le hacemos ningún favor a nuestro fútbol copiando el «modelo argentino», pero nuestras autoridades nacionales y deportivas lo hacen peor al hacerse de la vista gorda en un problema que reclama a gritos la tarjeta roja.

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