Opinión Internacional

Lacrimosa…

Volteé hacia la izquierda y, cercano, alcancé a divisar un bólido que deslumbraba a ráfagas tan pronto como desaparecía. Se acercaba y era un ave negra y enigmática. Parecía un avión, pero nada podía sugerir que lo fuera. Se notaban sus afiladas alas como navajas rasgando un cielo de azul imposible. Luego ocurrió un estrépito repentino y el estruendo seco de la explosión me nubló el entendimiento.

Desde mis profundidades emergía un lamento ahogado. Tenía miedo. Las emociones en mi entorno eran otras, sólo se le observaba consternada a Eva. Si yo sentía miedo, en su cara se marcaba el rostro del pavor, su rictus era la estampa viva del pánico. Los otros compañeros de labor departían admiración ante la escena: Did you see that fucking crash? Obviamente, el rango de su conciencia no les permitía interpretar la magnitud de la catástrofe vecina. No puedo negarlo, me horrorizó la desenfadada delectación con que al principio fue asumido el embate mortal: ¿y las vidas, coño, y las vidas?…

Pensé en mis hijos. No sabrían con certeza cuál de las Torres habría sido la azotada. Urgía llamarlos (ahora me pregunto, ¿para qué?) pero estaba inmovilizado por la angustia. ¿Cuánto tiempo me quedaba? En el fondo de mi ser rugía una intuición fatal incontrolable. El tiempo acechaba. ¡Mis hijos, Dios, mis hijos! Llamé a mi bella Nicole. Expliqué ante un incrédulo auricular lo que acontecía: “Hija aquí estoy, lamentablemente ya casi soy una ausencia, una nostalgia.”
Eva, ahora despavorida, chilló señalando una segunda sombra celestial. Volví en mí. La mancha, que en instantes resplandecía, crecía progresivamente. Petrificaba su insólito curso. Quede mudo. Nicole, mi hija, pronunciaba un lejano e imperceptible “Padre” que aún retumba en la ceniza de mi memoria. No respondí, estaba estupefacto. El avión hacía un viraje y obviamente venía hacia nosotros. Sentí un dolor –llamémosle– mortal en el centro de mi alma. ¿Cómo expresarlo, cuál metáfora emplear para describir mi trance? Nuevamente pensé en mis hijos y me cargué de una rabia impotente. Mi cuerpo, aunque se sostenía de pie, había desmayado. Estaba muerto.

“¡Padre!” Invoqué a Dios, lo busqué en el fragor, en el polvo, en el tumulto, rasguñé el piso con mis uñas para desenterrarlo, pero no, su presencia unánime no era tal; ahora, en el momento último, Dios era una ausencia indescifrable, no existía.

Mudo, absolutamente descompuesto, sentí el embate fulminante. “Dios ha resbalado sobre nosotros” fue mi pensar furtivo. Adán agradeció que la colisión del avión haya sido varios pisos por debajo del noventa y ocho donde nos encontrábamos. Yo no era optimista, estaba deshecho. “¿Con que esto es morir?”. Mi hija permanecía en el teléfono. Mi garganta fue un nudo que gradualmente se fue calcinando. Creo que Adán fue al primero a quien vi saltar hacia la nada. La Nada. Mi hija lloraba y Eva volteó hacia mí antes de decidirse también por el vacío (¿o el aire?). Yo estaba inmóvil. A mi alrededor la gente vociferaba, arañaba al humo, corría en dirección de sí misma, perdía. No había escapatoria. Una sábana blanca ondulaba en la vitrina. El tiempo se detuvo, todo era lento, manso, se diluía en la oquedad. Mi hija, lacrimosa, clamaba por mi voz. Dejé caer la bocina…

Lloré un llanto seco y ronco. Sin lágrimas. Sordo.

Me desplomé…

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