Opinión Internacional

Las dos Cubas

La conciencia de un privilegio incómodo fue inevitable hace unos días, mientras compartíamos con un grupo de académicos europeos la excelente cerveza cruda, dispensada por un sofisticado y estilizado envase de vidrio, y disfrutábamos de la noche cálida del Caribe, en la Plaza Vieja, cuidadosamente restaurada, de La Habana colonial. El lugar recuerda a Sevilla, o a alguno de esos preservados espacios cuadrados de calles empedradas, rodeados de antiguos edificios, las plazas europeas, donde los turistas pasean, comen, beben, conversan y miran. De regreso por calles que bajo la luz mortecina tienen un misterioso atractivo, entramos al Floridita y salimos quejosos por el ambiente ajetreado y por el daiquiri con sabor a limonada y precio inflado para turistas.

Disfrutamos cada mañana el desayuno buffet cuya abundancia y calidad invita a los excesos, el hotel manejado por Sofitel de Francia, el Sevilla, en La Habana vieja, es de primera, encantador con sus cien años de existencia, renovado, con todos los servicios, incluso Internet carísimo a 6 pesos convertibles la hora. Vamos al Hotel Nacional, elegante y señorial, de sólida y ecléctica arquitectura, con una vista maravillosa al mar, jardines impecables, en las terrazas mesas y enormes sillones de mimbre con mullidos cojines, ocupados por turistas que consumen costosas bebidas. El servicio de su restaurante, el Aguiar, es de refinada elegancia: la mantelería impecable, la hilera de 3 copas para cada tipo de bebida al frente de cada plato y la fila de cubiertos a los lados, los mesoneros profesionales, correctos, atentos al protocolo, elegantes en black tie, las lámparas de cristal, los enormes espejos, y la pianista que toca en el piano de cola crean una atmósfera de lujo. La comida y la bebida inmejorables. Varios restaurantes en La Habana acogen con esa clásica elegancia burguesa a los turistas que recorren la ciudad. Una tarde de calor bochornoso asistimos a un agasajo oficial en la Marina Hemingway. Es un exclusivo complejo residencial de lujo, con canales y casas espectaculares que rentan los acaudalados turistas extranjeros dueños de los lujosos yates amarrados a su frente, como en cualquier canal de Miami Beach. El acceso rigurosamente controlado.

En estos lugares se consume lo mejor, se disfruta todo lo bueno que puede comprar el peso cubano convertible (1 cuc = 0.80 $) que manejan los turistas. Allí no hay cubanos, excepto los trabajadores y uno que otro invitado. Es la Cuba del turista y de unos pocos privilegiados donde todo funciona bien y muy bien, hay abundancia, hay riqueza, y se puede ser feliz en esa Cuba exclusiva, donde cada centavo de cuc que se gasta es para el Estado, el dueño de todo y de todos.

Pero la mayor parte de esta reciente visita la pasamos, con una amiga, gastando suela por las calles de La Habana, la de los cubanos de a pie, la de la gente que anda a la caza del “rebusque”, la de los/as jóvenes jineteros/as que no discriminan edad y apariencia ante la vista de extranjeras/os que puedan regalarles un momento de disfrute del lujo reservado a los turistas. Admiramos el malecón de los tiempos de la ocupación americana, la monumental arquitectura, la imponente ciudad colonial, el refinamiento de la sacarocracia cubana visible en los majestuosos palacios con poderosas columnas, grandes escalinatas, bronce, cristal, vitrales, hermosas rejas de elaborada factura, maderas preciosas ornamentadas, el mármol de carrara por todas partes, en edificios públicos, en mansiones privadas, en paseos públicos, en monumentos, en grandes plazas.

La gran burguesía, creadora de esas fastuosas construcciones que completan en El Vedado y Miramar el paisaje urbano prerrevolucionario, fue tan poderosa que su antiguo esplendor se advierte pese a la ruina deplorable de su grandiosa arquitectura. Es agobiante ver los edificios que resisten como restos de una guerra, sin ventanas, oscuros, con aguas de incierta procedencia corriendo libremente, con paredes descascaradas, escalinatas derruidas, muros agrietados, remendados, apuntalados. Estremece el ánimo ver la gente que habita en ellos, sentados en los umbrales, parados en las puertas, viendo el mundo pasar con mirada hostil o cansada, niños descalzos en la mugre. Pasamos días metiéndonos en donde la prudencia permitía y la curiosidad nos llamaba, sin impedimentos, viendo y hablando con gente sencilla, en encuentros casuales, haciendo preguntas simples que conducían muchas veces a largos, inesperados y dramáticos testimonios. Taxistas, caleseros, mesoneros, transeúntes, profesoras, vendedores, empleados, un jubilado, el cuidador de una escuela, un miembro seglar de la orden franciscana, una médico. Las quejas son unánimes y coincidentes y los juicios duros, desafiantes. Varios recuerdan que cuando la URSS los amparaba, comían completo y estaban mejor. Observamos desencanto, poca resignación, y rabia que alguno manifiesta con una palabrota.

La libreta de racionamiento determina los productos y cantidades que el Estado reparte al mes: 6 libras de arroz y de azúcar, 6 huevos, el equivalente de un vaso escaso de aceite, un trozo de carne o pescado, un jabón de aseo cada dos meses y uno para la ropa cada tres. Nada de granos, ni frutas, ni variedad de legumbres, leche sólo para niños menores de 7 años. Una abuela protesta porque no consigue manteca para untar el pan que le da a sus nietas, así “aguantan”. La escuela da “una comida fuerte a los estudiantes” para que “aguanten” las 8 horas, nos dice el cuidador de un plantel donde asisten niños de 7º a 9º grado, entre 12 y 14 años: un pan con queso, o con mortadela, una hamburguesa, arroz, o un huevo con pan; no se permite, en aras de la igualdad, que lleven comida de su casa. La escuela, a dos cuadras del Capitolio, exhibe un cartel: “Bienvenido Presidente Chávez”, Ah, ¿estuvo por aquí?, preguntamos. “Nooo”, responde sin malicia, a él lo llevan a las escuelas mejores. Allá también. Otro día, una profesora guarda la comida que nos sirven en un agasajo para su hijo de 11 años, en la escuela no come completo. Su esposo médico trabaja en Yaracuy y cuando puede envía algunos lujos como cereales, leche -hoy un lujo también aquí-, y otras cosas así.

Las cifras oficiales indican que en Cuba no hay desnutridos, o muy pocos. Entonces ¿cómo hacen? Porque la gente no miente sobre la escasez de alimentos. Se las rebuscan y cuando pueden van a los agros. ¿Qué es eso? Son los agromercados donde se consiguen a “precio de mercado”, un huevo a 2 cuc, productos que ofrecen cooperativas o pequeños productores particulares, el Estado retiene el equivalente del 90 % del beneficio. Los agro, los precarios abastos donde “funciona el mercado” también son del Estado. Pero, ¿acaso no hay una agricultura productiva en esos suelos que parecen tan fértiles? No, la producción agrícola es muy baja porque pocos están dispuestos a trabajar por nada. La caña de azúcar, es una sombra de lo que fue. Cuba es una sociedad que no produce. Los turistas son la gran fuente de ingresos.

Unos dicen que la atención a la salud está bien, otros la cuestionan, algunas medicinas deben conseguirlas por “la libre” (el mercado), las toallas y sábanas en los hospitales de tan usadas dan grima, hay muchos consultorios cerrados y la espera es larga porque los médicos los mandan a Venezuela y Bolivia. “Claro nos faltan muchas cosas” nos dice una médico dermatólogo, con más de veinte años de servicio, que gana 26 cuc. Lo más importante es que les falta una alimentación adecuada, el primer mandamiento de la salud. Las mejores clínicas, las de lujo, son para los extranjeros, o sus gobiernos, que pagan la atención en convertibles. Allí no van los cubanos.

Todos pueden tener una carrera universitaria si lo quieren, así hay mesoneros agrónomos, caleseros ingenieros, mucamas graduadas en biología. Otros rechazan la oportunidad ¿para qué estudiar? Una mansión prerrevolucionaria en El Vedado, en estado ruinoso, sin ventanas, con escalones rotos, es la sede de una Universidad para adultos, allí se estudian licenciaturas, nos dice un vecino. También hay clases por televisión para presos o amas de casas, es el programa “Universidad para todos”, un físico, un astrónomo, un internacionalista, un economista, una geógrafa, imparten clases, ninguno deja de mencionar a la revolución, citar al comandante y criticar al imperio; el economista critica la propiedad privada y la privatización del conocimiento en el sistema capitalista, y remata con mucha convicción: “esto explica que en el capitalismo la ciencia no avance”. Uno entiende que sólo un presionero mental aceptará esa mentira. Los cubanos sólo tienen dos periódicos: Granma y Juventud Rebelde, que en 4 páginas despachan lo que la población debe saber. Nadie se entera de nada que el Estado quiera silenciar. Tampoco tienen acceso a Internet, excepto en algunos centros autorizados o eludiendo controles, como lo hace Yoani la autora del blog más popular en estos días. Una minoría tiene correo electrónico. Las direcciones y contraseñas se venden en el mercado negro.

“Aquí el Estado es dueño de todo” repiten cuando uno pregunta “¿Y esto es suyo?”. Cada institución del Estado tiene compañías que administran determinados bienes. La “Oficina del Historiador” se encarga de las restauraciones, mueve las brigadas que pintan y reparan, administra los fondos, también las donaciones extranjeras, y controla mediante la compañía “Fénix”, los museos, los sitios históricos, los monumentos, los caballos y carruajes que pasean turistas. El historiador, Eusebio Leal, tiene fama de buen relacionista, obtiene fondos para las restauraciones, sabe halagar a los capitalistas extranjeros para conseguir donaciones. Y como todo lo histórico atrae al turista, que deja dinero, los empleados de turismo se consideran privilegiados, porque del turista reciben propinas y a veces pueden evadir los controles y guardarse algún dinerillo extra.

Observo mucho malestar, la gente se queja de todo y ya no se traga la excusa del embargo. Las cifras oficiales indican que el comercio con Estados Unidos ha crecido más de 100 veces durante el gobierno de Bush, 2001- 2006, es el de mayor crecimiento y el tercero del continente, después del comercio con Venezuela, el más importante del mundo, y con Canadá. Un seglar de la orden de San Francisco, con quien converso largamente, confirma mi impresión. “¿Hasta donde llegará esto? ” pregunto. Esto, dice, es una enorme falacia y la gente se da cuenta. Sin duda, cómo no darse cuenta. Hay dos Cubas, la falacia es que la Cuba revolucionaria cree que derrotó al mercado, pero vive de la otra Cuba, la de los turistas, donde funciona el mercado, controlado pero mercado. La revolucionaria es una especie de gran “Apartheid” para los nativos, excluidos de la Cuba que disfruta de todo lo que no pueden tener pero quieren. Se exige a los cubanos poner el hombro a la revolución, “priorizar los recursos del país para el turismo”, que trae el dinero de las economías de mercado y mantienen la segregación. No tienen otra opción, son los mismos cubanos que desfilan con banderitas en las convocatorias oficiales, “intenta no ir y verás”, nos dicen. Mayor falacia imposible.

Cuba, me dice el seglar, no tiene gobierno actualmente porque el que mandaba terminó su vida política y está a punto de concluir su vida biológica. En todo caso ya no manda, pero nadie lo desafiará mientras viva. El sucesor oficial, no es capaz y no lo respetan. Pero aunque se habla de transición, el gobierno teme ceder poder porque sabe que si cede un poco puede se forzado a conceder más. Y todos temen perder el poder. Sin embargo, “esto está llegando a su fin”. Mi impresión es que desaparecido el jefe máximo, las presiones por el cambio van a ser muy fuertes y si el gobierno niega los cambios las protestas van a ser difíciles de contener.

Dos cosas colmaron mi indignación. Una fue en nuestra visita al parque donde venden los helados Copelia. Pregunté a la joven que nos servía por qué en un local contiguo había una larga cola de gente y donde estábamos nosotros había muy pocos clientes. Allá venden helados para los cubanos, respondió. Pero, ¿son los mismos helados? No, fue la respuesta. ¿Por qué? Por la calidad ¿Cómo?: “Los de allá son artificiales, estos son naturales”. Efectivamente, los naturales son más caros, se pagan en cuc, los otros son hielo con sabor artificial, se pagan en pesos cubanos. Mantener la revolución exige sacrificar hasta el simple placer de tomarse un buen helado.

Otra experiencia la refirió una escandalizada profesora de la Universidad de la Laguna, de las Islas Canarias. En la ciudad de Trinidad, una madre se le acercó y le ofreció a su hijo de 12 o 13 años. “Mi bambino por un peso” fue la oferta por los servicios del precoz jinetero.

Mi indignación, sin embargo, no es con los cubanos. El drama que viven, el trato brutal que reciben, llena de tristeza. Mi indignación es con los turistas de la izquierda mundial, indiferentes, cegados por su espeso velo revolucionario, arrogantes en su profunda deshonestidad intelectual y cobardía moral, que en nombre de la solidaridad revolucionaria han perdido el sentido más elemental de la solidaridad humana. Visitan Cuba y salen elogiando la dignidad del pueblo cubano y los logros de la revolución, en educación y salud. O, cuando algo de honestidad les impide seguir con la impostura, sencillamente callan. Parece más importante el sueño de la utopía y la membresía del club de los políticamente correctos que el sufrimiento de un pueblo entero.

Afortunadamente los cubanos parecen estar cambiando y se dan el lujo de lanzar advertencias: “No dejen que les pase esto en Venezuela”, nos dijo un calesero que al saber de nuestra procedencia nos advirtió que nos daría un paseo equivalente a una lección. Por algo trabaja para la Oficina del Historiador.

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