Opinión Internacional

Las relaciones hispano-cubanas

La reciente estancia en Madrid del vicepresidente cubano del Consejo de Estado, Carlos Lage, en la que se ha reiterado el apoyo de España al ingreso de Cuba en el grupo de países del Tratado de Lomé, confirma la normalización de las relaciones hispano-cubanas. Comprender el alcance de la visita exige un breve repaso de las relaciones, bastante turbulentas, entre los dos Estados en este último decenio.

Cuando se desploma el bloque soviético, a comienzos de los noventa, la política española parte del supuesto, ampliamente compartido, de que sin los aportes económicos y el sostén político del bloque comunista, el régimen de Castro no podrá aguantar mucho tiempo. Se confía en que la presión amistosa de González sobre Castro consiga una cierta apertura económica que al menos permita alimentar a la población, que ya vendrá la política. Las reformas efectuadas entre 1993 y 1995 -un mercado libre para productos agropecuarios y artesanales, la autorización en determinadas condiciones del trabajador autónomo, y sobre todo la dolarización de la economía- si bien han permitido sobrevivir, no obstante, son insuficientes para sacar a la población de las duras condiciones de vida, ni mucho menos garantizan un final feliz, pero mantienen incólume el poder omnímodo de Castro.

En 1996 con el Gobierno del PP no se modifican las líneas generales de la política española respecto a Cuba -mantener las relaciones especiales y contribuir a su democratización-, pero cambian los medios: en vez de colaborar con el régimen castrista con el fin de conseguir desde el interior una apertura -política que los socialistas habían practicado sin el menor éxito- se pretende ahora unirse al combate del pueblo cubano del interior y del exterior para acabar lo antes posible con la dictadura. Ante este desafío, Castro prefirió arriesgar que España fuera la que rompiera las relaciones y, después de haber dado el placet al nuevo embajador español, se lo retira. Las relaciones hispano-cubanas se sumergen de nuevo en un periodo de congelación.

Esta política de mayor agresividad frente a Castro, no sólo ha sido una fuente inagotable de críticas, desde la izquierda hasta los aliados de CiU, que alcanza al empresariado que ha invertido o quiere invertir en Cuba, sino que se ha saldado, como antes la socialista de colaboración crítica, también con un fracaso total en lo que respecta avanzar en la apertura del régimen. Si a esto añadimos que había que impedir que la política con Cuba fuera objeto de litigio y costase votos en las elecciones del 12 de marzo, se comprende que dos años antes, con el nombramiento de un nuevo embajador en La Habana, la crisis se diese por terminada. Como prueba de buena voluntad, el Gobierno español auspicia el viaje a Cuba de una delegación de la patronal (CEOE). La derecha que hasta entonces había sido la única que se había destacado por su crítica al régimen de Castro, fascinada por el fantasma de la inversión, se aliaba con la izquierda en la política de acercamiento a Cuba.

El entusiasmo de 1998 ha dado paso a una actitud más sobria y desapasionada. La Cumbre Iberoamericana de La Habana -España considera esencial el éxito y continuidad de estas cumbres- se ha celebrado sin grandes problemas, las ausencias en parte se debieron a la detención londinense de Pinochet. Las relaciones con Cuba han vuelto a una normalidad plena, pero sin levantar muchas expectativas. Cuba ha desaparecido de los medios españoles y su impacto en la última campaña electoral ha sido nulo. Incluso el sector empresarial parece haberse convencido de que mientras dure la situación actual el atractivo de Cuba, como socio comercial o como destino de las inversiones, es muy limitado.

A la espera de lo que pueda ocurrir, España está únicamente interesada en evitar nuevos encontronazos y seguir manteniendo un diálogo a tres bandas, con el régimen, con la disidencia y con el exilio, que permita sustentar la capacidad española de interlocución en el futuro. Y, junto a ello, continuar con la ayuda humanitaria y con las líneas establecidas de cooperación, de modo que en algo contribuyamos a la creación de un tejido social que permita un día el surgimiento de una sociedad democrática.

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