Opinión Internacional

¿Por qué cayó Mahuad?

Jamil Mahuad fue derrocado por una conjura organizada por políticos degradados y por la cúpula de las Fuerzas Armadas que, manipulando a tres millares de indígenas, propiciaron el asalto al Parlamento, violentos desmanes y un caos descomunal para desestabilizar al gobierno y exigir la dimisión del presidente constitucional.

Este es un nuevo libreto de golpe de estado, urdido en los sótanos de los servicios de inteligencia, que pudo funcionar a la perfección si lograban el propósito de atemorizar a Mahuad para que renunciara al cargo.

Pero el presidente no lo hizo, no se amedrentó, y por el contrario demostró un coraje cívico que la historia deberá reconocer.

El libreto, por tanto, tuvo que ser cambiado, y el vicepresidente de la República, por encargo de las Fuerzas Armadas, cruzó sobre su pecho la banda presidencial, y un Congreso complaciente «legitimó» ese acto anticonstitucional, ante el alivio de gobiernos y organismos internacionales adictos a respaldar la política de los hechos consumados siempre y cuando se encuentren decorosas fórmulas legalistas que permitan salvar las apariencias.

¿Por qué cayó Mahuad?, se preguntan los analistas en temas internacionales.

Muchas reflexiones pueden hacerse para explicar por qué un presidente que tenía un 65% de respaldo ciudadano redujo su capital político a un escuálido 7% de aceptación.

Pero ahora Mahuad señala, sin tapujos, que una de las causas fundamentales del golpe fue la reducción de los gastos en material bélico y la equiparación de los salarios de los militares con el resto de los funcionarios públicos, luego de suscribirse los acuerdos de paz con el Perú.

Mahuad, recordémoslo, se comprometió ante la comunidad de naciones a no comprar armas hasta la culminación de su mandato, anuncio que, sin lugar a dudas, debió aterrorizar a los fabricantes de equipos bélicos y a sectores militares habituados a manejar enormes presupuestos, para lo cual, inclusive, cuentan con una ley especial que los privilegia con el canon petrolero.

No hay duda de que la paz con el Perú traería como inevitable consecuencia la pérdida de poder de los militares ecuatorianos, la reducción del volumen de sus Fuerzas Armadas y la supresión de millonarios proyectos en adquisiciones de armamentos.

Por esas razones, la animadversión de los grupos belicistas castrenses contra Jamil Mahuad era inocultable. Y, en el ámbito político, el rechazo se expresaba a través del general-diputado Paco Moncayo, enemigo del Perú, quien apoyó abiertamente el primer golpe de estado del dos mil, como anteriormente lo hizo con Abdalá Bucaram, como el ex mandatario lo ha recordado en más de una oportunidad desde el exilio.

Cuando en 1997 Bucaram visitó Lima expresó la firme disposición de su gobierno de culminar las negociaciones diplomáticas con nuestro país, entre otros motivos -dijo- para contener el despilfarro de recursos en compras de material bélico y reorientar esos gastos a la construcción de escuelas o postas médicas.

En su discurso, el locuaz mandatario sostuvo que si no se compraban tanques podía invertirse ese dinero en escuelas.

Esa noche, en una reunión de la Comisión de Relaciones Exteriores del Colegio de Abogados de Lima, los especialistas coincidieron en que las palabras de Bucaram provocarían el enojo de las Fuerzas Armadas y que a su retorno a Quito el general Paco Moncayo se encargaría de agitar el filoso sable del golpe para derrocar al Jefe de Estado.

Lamentablemente, no fue un vaticinio equivocado.

Pero más allá de los factores de política interna, es oportuno recordar que los presidentes Bucaram y Mahuad han terminado unidos en la adversidad, y resulta coincidente que uno de los factores determinantes para que los derrocaran fue su público compromiso de cancelar las compras de material bélico, en especial armas con alto poder ofensivo y tecnología de punta, solamente útiles para una conflagración internacional.

Este es un tema, pues, que no debe ser extraño en el análisis objetivo sobre las causas desencadenantes de los golpes de estado.

Sorprendentemente, la agenda latinoamericana esquiva el asunto del armamentismo, a pesar de que existen evidencias alarmantes de que esos gastos se han incrementado en estas últimas décadas. Un reciente informe preparado en noviembre de 1999 por la CEPAL, organismo de las Naciones Unidas, denuncia que mientras el gasto militar mundial – que incluye adquisiciones de material bélico- disminuyó en 150 mil millones de dólares entre 1990 y 1998, en nuestra región creció de 13 mil 500 millones de dólares anuales a cerca de 27 mil millones en el mismo periodo.

Por cada dólar que empleamos en defensa, en educación pública gastamos 0.90 centavos y una cantidad similar en salud, lo cual es muy grave si consideramos que de acuerdo con las cifras de UNICEF anualmente mueren 700 mil niños latinoamericanos de hambre, desnutrición o falta de atención primaria a su salud; que 200 millones superviven en pobreza o en extrema pobreza; que 40 millones están desempleados y 65 millones no tienen acceso a los servicios sociales.

Por lo que muestran estas estadísticas, macizas y alarmantes, resulta difícil explicar los abultados presupuestos en armamentos en un continente empobrecido y con apremiantes urgencias sociales, más aún cuando luego de los entendimientos entre el Perú y Ecuador y entre Chile y Argentina contamos con fronteras estables y demarcadas.

En otras palabras, todavía no percibimos los dividendos de la paz y, lejos de ello, se siguen incrementando las «inversiones» en armas que envuelven al continente en un círculo vicioso de consecuencias imprevisibles.

No se requiere ser un experto internacional para concluir que estas compras son irracionales porque succionan recursos vitales para combatir la pobreza, crean tensiones innecesarias entre países que se esfuerzan por integrarse e incrementan significativamente los volúmenes de la deuda externa. Lo declarado por Mahuad y por Bucaram agregan un componente adicional: los golpes de estado, la destrucción de la democracia o su grosera caricaturización se explican – entre otros componentes- en las acciones desestabilizadoras propiciadas por los traficantes de armas.

La pregunta es ¿quién le pone el cascabel al gato?
Porque si hay un desafío regional con miras al tercer milenio éste no sólo se circunscribe a concertar políticas de comercio e inversiones, a combatir la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo o a construir el andamiaje de la integración hemisférica, sino que deben incorporarse en la agenda regional acuerdos multilaterales debidamente supervisados para limitar las erogaciones en material bélico.

Este es un reto para los gobiernos latinoamericanos que, sin embargo, no tratan esta problemática en ninguna de la reuniones del Grupo de Río o en las numerosas cumbres de Jefes de Estado.

Pero ese objetivo solamente será realizable en la medida en que los organismos internacionales y los países desarrollados contribuyan con firmeza a ese propósito.

Por ello, hay que romper el pacto siniestro de la complicidad y del silencio.

En sus cincuenta años de vida, la OEA no ha realizado una sola reunión de alto nivel con ese fin, a pesar de que su carta estatutaria – artículo 2- precisa el compromiso de los estados miembros de reducir las adquisiciones en armas para orientar esos recursos a programas sociales.

El FMI, el BID o el Banco Mundial, modernos guardianes de políticas neoliberales que eliminan subsidios y reducen el número de empleados públicos, no dicen una palabra de que los latinoamericanos sigan apertrechándose con aviones de combate de última generación, submarinos nucleares, tanques o misiles para una guera internacional, a pesar de que conocen que esas erogaciones no generan empleo ni estimulan el aparato productivo en nuestras naciones.

Y qué decir de las grandes potencias mundiales que, a la par que controlan el FMI, el BID y el Banco Mundial, resultan ser las principales abastecedoras de material bélico en la región.

Quizás el destino político truncado de dos presidentes constitucionales ecuatorianos pueda ser útil para que entendamos que el armamentismo no sólo es sinónimo de despilfarro, de tensiones entre pueblos hermanos, sino también de golpismo.

Tomado de (%=Link(«http://www.larepublica.com.pe/»,»La República»)%) del Perú

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