Opinión Internacional

¡Que se quede Elián!

«Que se vaya Pinochet. Que se quede Elián». O viceversa. Estas opciones dividen al mundo: moverlos o dejarlos, podría decirse, ésa es la cuestión. Son, además, una radiografía de este tiempo. En cuyo organismo se detecta una plétora de pasión y una carencia crítica de razón; un frenesí de política y una anemia de derecho.

Los políticos se enfrascan en las cuestiones judiciales, los jueces se entregan a la política. En Gran Bretaña, Jack Straw, el ministro del Interior, estudia si debe darse o no permiso al senador chileno para irse a casa, por, según dicen, razones humanitarias. El mismo Straw que otrora fue a Chile a apoyar a Allende cuando ésta iba patentemente por la ruta de Lenin. El juez español que gestiona la extradición del general es un conocido socialista, cuya futura carrera política se descuenta. Y uno de los Lores judiciales tuvo que ser descalificado por estar casado con una dignataria de Amnesty International, uno de los promotores del encausamiento de Pinochet, sin declarar su conflicto de intereses. Pero la razón de la sinrazón llega al paroxismo cuando una autoridad belga (Bélgica no podría tener menos que ver en el asunto) pide que le dejen ver los análisis del general, no sea que Straw esté haciendo trampa a su favor. En Estados Unidos intervienen a la vez cortes federales y estadales, el Congreso, el ministerio de Justicia y la presidencia de la Unión. Todo por ver si el pequeño balsero de 6 años, salvado de las aguas en las que pereció su madre, debe ser o no devuelto al estado-prisión de donde aquella intentó liberarse, y liberar a su hijo, dispuesta a arriesgar en la desesperada empresa la vida de ambos.

A propósito del caso Elián, las diferencias de opinión no están estrictamente separadas por fronteras políticas, y entre ellas las hay que me merecen el mayor respeto, como la aceptación del derecho de familia, según se aplica a diario en todos los países: los padres ejercen la patria potestad de sus hijos menores; en su virtud, deciden el lugar de residencia de sus hijos; cuando muere la madre, la patria potestad la ejerce el padre solo. Y no hace falta más; de esas premisas se desprende sin dificultad la tesis del artículo.

Pero esas premisas no contienen toda la historia. No se trata sólo de que un niño cubano haya quedado huérfano de madre en un accidente marítimo al cruzar el estrecho de la Florida, y su padre lo reclame de regreso a la isla. Esa visión descarnada de los hechos esconde su real individualidad, su desgarradora peculiar naturaleza. Si abrimos los ojos sólo a lo que el episodio tiene de cotidiano y los cerramos a su meollo dramático, no habrá justicia en nuestra visión.

El lector sin duda sabe lo que es una balsa. Una balsa en Cuba es el equivalente a nuestras hojas de votación. Es con lo que los cubanos votan. En algunos lugares, donde a la gente no le permiten ir a las urnas, vota con los pies. En Cuba el voto peatonal está excluido por el mar. Al despotismo de Fidel se suma la tiranía de Neptuno. De ahí, las balsas. Desde el punto de vista náutico, éstas son cáscaras de nuez, hechas por lo general de cámaras de neumáticos y madera compensada, impulsadas a remo, que sólo un desesperado aceptaría para atravesar un trecho sustancial (más de 100 kms.) de océano, infestado de tiburones y patrullado por la armada cubana. La mayor parte de los que lo intentan son apresados por la guardia costera cubana y condenados a cumplir penas de prisión. Los que logran alejarse de la isla tienen por delante un viaje de casi una semana, erizado de peligros. Un informe presentado a la ONU en 1994 expresa que una media de 25 personas se embarca cada noche tratando de huir, y que aproximadamente una cuarta parte de ellos muere en el intento. ¿A ese país, del que a diario la gente está dispuesta a apostar su vida contra una débil probabilidad de liberación, querremos enviar de vuelta al desventurado Elián? ¿Habríamos estado de acuerdo con devolver a un niño a la Alemania de Hitler? ¿A la Rusia de Stalin? Cuando en los Estados Unidos había esclavos en los estados sureños, si alguno de ellos lograba huir al norte, los antiesclavistas se encargaban de que no fuese devuelto. Por más que su amo, que tenía sobre él un derecho no menos claro que el de un padre sobre un hijo menor, lo reclamase. ¿Tendremos nosotros en tanto menos la libertad de nuestros semejantes?
Claro, si Cuba es un país al que los jefes de estado iberoamericanos acuden para reunirse con el déspota que lo gobierna, entonces se dirá: ¿por qué no? Pero si se toma conciencia de que ese vergonzoso contubernio es sólo una demostración de la falta de principios de los visitantes, que la historia juzgará con la severidad del caso, podrá apreciarse que aquel testimonio permanece incólume.

La madre de Elián González decidió para sí y para su hijo. Cuando estuvo dispuesta a hacerle correr el peligro de un desenlace fatal, sin duda quiso para su hijo un destino mejor al que la isla le depararía. Otra clase de educación. Otra clase de oportunidades de vida. ¿A qué clase de educación quedará condenado Elián si le hacen regresar? No veo forma más clara de responder que citando la Constitución castrista. «El Estado», dice el artículo 33, «fundamenta su política educacional y cultural en la concepción científica del mundo, establecida y desarrollada por el marxismo-leninismo. La enseñanza es función del Estado. En consecuencia los centros educacionales son estatales». Y, por si quedaran dudas, déjenme citar además del art. 39: «La educación de la niñez y la juventud en el espíritu comunista es deber de toda la sociedad». Y, cuando sea mayor, ¿qué opciones tendrá? Será esclavo o será esbirro, y sólo podrá escapar a esta trágica alternativa arriesgando de nuevo la vida a bordo de una balsa. Sean jueces o gobernantes quienes decidan, el caso de Elián tendrá una solución política. Sólo nos queda por desear que lo que se resuelva contemple los principios básicos de razón y justicia. El valor a salvaguardar concierne exclusivamente al niño. No a la sensibilidad del padre, que, según Bill Clinton, ese adalid de los principios éticos y familiares, es de auténtico amor por su hijo. En realidad, lo único que puede pesar, y en eso están acordes los derechos de todos los países, es el interés del menor. Y de qué lado del estrecho de la Florida está el interés de Elián es algo que no puede discutirse. ¡Que no se lo lleven! ¡Que el sacrificio de su madre no sea en vano! ¡Que el valor libertad no sea una vez más profanado!

El autor es Presidente de la Sociedad Mont Pelerin, ex presidente del Banco Central de Uruguay.

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