Opinión Internacional

Que Ucrania no caiga por el precipicio

Ucrania no ha muerto todavía, dice su himno nacional. Sin embargo, la imagen de Ucrania, hoy, es el rostro ensangrentado y herido del activista opositor Dmitri Bulátov. Las comparaciones con Bosnia son excesivas, pero sí podemos decir que estamos ante un Chernóbil político.

No tengo ni idea de lo que va a suceder en Ucrania mañana, ni mucho menos la semana que viene. Pero sé lo que a todos los europeos les gustaría que ocurriera durante el próximo año y las próximas décadas. En febrero de 2015, coincidiendo con el 75º aniversario de los Acuerdos de Yalta, Ucrania debería ser otra vez un Estado que más o menos funcione. Corrupto y fraudulento, pero un Estado de los que, a largo plazo, forjan una nación. Para entonces debería haber firmado un acuerdo de asociación con la UE y, al mismo tiempo, mantener una estrecha relación con Rusia. En febrero de 2045, en el centenario de Yalta, debería ser un Estado democrático, de derecho, miembro de la Unión Europea y con una estrecha relación con una Rusia democrática. “¡Qué iluso!”, dirán. Pero, si uno no sabe dónde quiere ir, todas las carreteras le dan lo mismo. Y esa es la meta a la que debemos querer acercarnos.

Ese resultado, por supuesto, sería bueno para Ucrania. Pero, aunque no sea tan obvio, también sería bueno para Europa. No hay más que ver los cambios en el equilibrio de poder en el mundo y las proyecciones demográficas para la envejecida población de Europa occidental. Vamos a necesitar a todos esos jóvenes ucranios antes de lo que pensamos si queremos ser capaces de pagar nuestras pensiones, mantener el crecimiento económico y defender nuestra forma de vida en un mundo posoccidental. Y también sería bueno para Rusia, aunque sea incluso menos evidente. Rusia ha perdido un imperio y todavía no ha encontrado su papel. Su inseguridad está inextricablemente unida a su profunda confusión sobre Ucrania, una de las cunas de su historia y que muchos rusos consideran que debería formar parte todavía de su casa.

Hubo un tiempo en el que los jóvenes conservadores como David Cameron tenían esa visión de una gran Europa de la libertad. Inspirados por las revoluciones de terciopelo de 1989 y por Margaret Thatcher, detestaban la pequeña Europa estatalista, federalista y socialista de Bruselas, pero amaban ese horizonte lejano de libertad. ¿No tiene nada que decir el primer ministro británico hoy sobre Ucrania?

Cuando Cameron era un joven idealista, eran los alemanes quienes en tono circunspecto propugnaban la estabilidad, mientras los británicos defendían los derechos humanos en Europa del Este. Hoy, Angela Merkel dice ante su Parlamento que las autoridades ucranias no deben ignorar a “todas esas personas que han demostrado en sus valientes protestas que no están dispuestas a alejarse de Europa. Deben prestarles atención”, declara en medio de aplausos. Mientras tanto, en las bancadas conservadoras del Parlamento británico resuenan los llamamientos a… alejarse de Europa y a mantener a raya a esas hordas infinitas de europeos del Este que llegan a aprovecharse del Estado de bienestar. Los únicos ucranios que son bienvenidos son los oligarcas, que obtienen visados especiales de Reino Unido para millonarios y compran las propiedades más lujosas de Londres. Uno de ellos, Rinat Ajmetov, pagó 136 millones de libras (165 millones de euros) por un pisito de 2.300 metros cuadrados en el lujoso edificio de apartamentos de One Hyde Park.

Reconozco que es difícil saber qué podemos hacer verdaderamente a corto plazo. No estamos ante una revolución de terciopelo como la revolución naranja de 2004. Estamos ante algo que comenzó como una protesta contra el presidente Viktor Yanukóvich (salido de unas elecciones libres y bastante limpias) por su negativa repentina a firmar un acuerdo de asociación con la UE. Las encuestas muestran que la mayoría de los ucranios está a favor de más integración con Europa. El núcleo de las protestas en Kiev recibe el apodo de Euromaidan (Europlaza). Ahora bien, lo que caracteriza a una revolución de terciopelo es que se mantenga la disciplina no violenta, incluso frente a la violenta represión del Estado, y que desemboque en una negociación política. En Ucrania, sobre todo por culpa de la estupidez de Yanukóvich y la brutalidad de los matones de su milicia Berkut, pero también porque existen otras fuerzas de oposición en distintas zonas de un país fragmentado, el terciopelo está ardiendo.

Las barricadas las montaron varios grupos de extrema derecha francamente repugnantes. No se sabe con exactitud qué importancia tienen. Un ucranio especializado en la extrema derecha europea, Anton Shejovtsov, que estuvo allí durante las últimas manifestaciones, dice que si bien existe un sector extremista, violento y neonazi, en particular un grupo llamado Martillo Blanco, casi todos los activistas de la derecha se consideran revolucionarios nacionales que luchan por la independencia frente a Rusia. Sin embargo, incluso aunque seamos más alarmistas, insinuar que Europa debe mantenerse al margen porque la revuelta está cayendo en manos de fascistas y cosacos antisemitas (¿reconocen el estereotipo?) es todavía más ridículo de lo que sería decir que es un movimiento tan suave y delicado como el de Vaclav Havel en la plaza de San Wenceslao en 1989. Más vale que los periodistas se olviden de los metarrelatos.

Y todavía peor es la idea de que la UE no debe intervenir de ninguna manera porque es un asunto puramente interno de Ucrania. Con Putin, Rusia lleva interviniendo sin parar desde hace años, a las claras y de forma encubierta, al tiempo que insiste en que no debe haber injerencia de extranjeros. En el último decenio, Rusia ha cerrado dos veces el grifo del gas para presionar a Ucrania, y describir los métodos ocultos que utiliza Moscú para convencer a Yanukóvich y a los oligarcas más importantes no es algo apropiado para un periódico de lectura familiar.

En cambio, la escandalosa injerencia imperialista de la UE ha consistido en ofrecer un acuerdo de asociación, tratar de lograr un pacto negociado entre las partes y dar su apoyo verbal a los manifestantes proeuropeos no violentos. Criticar esta intervención herbívora de la UE mientras se ignoran las acciones carnívoras de Rusia es o una contradicción orwelliana o una hipocresía repugnante.

Aun así, sigue siendo pertinente la pregunta del camarada Lenin: ¿Qué hacer? Los polacos, junto con algunos miembros de la oposición ucrania, piden una zanahoria mayor. “No queremos ley marcial, sino un Plan Marshall”, dice el líder opositor Arseny Yatseniuk. Pues espera sentado, Arseny. Otros reclaman sanciones selectivas de Occidente contra el clan de Yanukóvich y determinados oligarcas.

Me da la impresión de que todo esto va a servir de muy poco. La historia se escribe hora a hora sobre el terreno. Pero si el primer ministro británico quiere recordar el idealismo de su juventud y al tiempo ejercer la realpolitik necesaria en su cargo actual, le sugiero que hable en privado con los que constituyen el factor decisivo en Ucrania, los oligarcas. Hombres como Victor Pinchuk, Dmitro Firtash (que hace generosas donaciones a la Universidad de Cambridge) y Ajmetov. Sabemos dónde viven: en Londres, entre otros lugares. Para mantener una charla discreta junto a la chimenea, el primer ministro no tiene más que acercarse de Downing Street o a One Hyde Park.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

 

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