Opinión Internacional

Quo vadis, Raúl

El gobierno cubano acaba de anunciar el despido de 500.000 trabajadores estatales.

El proyecto es dejar sin trabajo en el estado a 1.300.000 personas en el periodo tres años. Nada menos que al 10% de la fuerza laboral. La medida, aunque esperada, ha sacudido a la sociedad cubana. Los comunistas ortodoxos, que son pocos, creen que han sido traicionados y deslizan sus comentarios en algunas redes de Internet (Kaos en la red).

Para ellos, que tienen una visión ideológica, es una vergüenza que un gobierno marxista-leninista no sólo abandone a la clase obrera, sino que, además, inste a sus miembros a formar parte de la clase explotadora. Por otra parte, los trabajadores, que no tienen un sindicato que los ampare, se sienten indefensos y con un alto nivel de incertidumbre:

¿Qué sucederá con ellos y con sus familias si no encuentran un puesto laboral? Ellos saben que el mundillo construido por los comunistas era miserable y sin esperanzas, pero era conocido y seguro. Ahora sienten que les han abierto la jaula, pero para lanzarlos a una selva desconocida e insegura. Eso les crea, inevitablemente, un alto nivel de ansiedad. No ha sido, sin embargo, sorpresivo. Antes de dar este paso trascendental, desde hace más de dos años, Raúl Castro, Ramiro Valdés y otros funcionarios importantes del régimen habían venido denunciando el paternalismo del estado cubano y la actitud pasiva de unos ciudadanos que esperaban del gobierno la solución de todos sus problemas.

La paradoja es que esta situación fue creada por la revolución al estatizar todo el aparato productivo en los años 60 del siglo XX. El gobierno, irresponsable y frenéticamente entregado al estatismo y al colectivismo, empeñado en convertir a los cubanos en los solidarios y angelicales «hombres nuevos» del marxismo-leninismo, destruyó el espíritu emprendedor de miles de personas que eran reprimidas, a veces encarceladas, y con frecuencia calificadas como «merolicos», «macetas» y otros epítetos parecidos con los que denostaban o ridiculizaban a todo aquel que mostraba signos de creatividad, individualismo y deseos de labrarse un mejor futuro para sí y para su familia. Lo patriótico era trabajar febrilmente para la colectividad y ni siquiera esperar estímulos materiales, como predicaba el evangelio guevarista. Lo contrarrevolucionario y abominable era tratar de labrarse un futuro mejor individualmente. Un país en quiebra en el verano del 2006, súbitamente, Raúl Castro tuvo que asumir el gobierno ante una gravísima enfermedad que casi liquidó a Fidel Castro. Dos años más tarde, en el otoño del 2008, esa presidencia interina se convirtió en permanente y Fidel Castro que, contra todo pronóstico, fue recuperándose lentamente, abandonó la gerencia del gobierno, aunque ante de eso fue asomándose a la vida pública mediante unos textos medio delirantes a los que llamaba «reflexiones» con los que pretendía iluminar a la humanidad con su peculiar y sesgada visión de los problemas internacionales.

Al asumir el control del gobierno, y ordenar varios millares de auditorías a otras tantas empresas, y pasar balance de la situación económica y social de Cuba, Raúl Castro llegó a la razonable conclusión de que el país estaba irremediablemente quebrado. Apenas había reservas, el gobierno no tenía liquidez ni créditos internacionales sustanciales, la deuda per cápita era una de las más altas del mundo, la moneda carecía de valor real, lo que se hacía cruelmente evidente en la diferencia entre el cambio oficial y el cambio paralelo. Un dólar supuestamente costaba 80/100 de un peso cubano, pero en el mercado paralelo ese dólar costaba, realmente, entre 20 y 25 pesos cubanos. La diferencia entre el país real y el país oficial era monstruosa. Eso ocurría en todos los órdenes.

Por las razones que fuere, la situación era muy crítica y tenía un Talón de Aquiles: la productividad y la producción estaban por el suelo y la sociedad sólo podía sostenerse mediante una combinación muy peligrosa de cuentas impagadas, remesas de los exiliados, y, sobre todo, la solidaridad caritativa de Venezuela, donde mandaba un pintoresco personaje de incierto destino, el teniente coronel Hugo Chávez, empeñado en conquistar el planeta para una loca aventura llamada «Socialismo del siglo XXI».

Si, por alguna razón, Chávez perdía el poder, el descalabro económico en Cuba sería peor que lo ocurrido cuando desaparecieron la URSS, el subsidio ruso y los intercambios favorables con los satélites de Moscú. Si entonces la capacidad de consumo de los cubanos se redujo un 40 o 50%, ahora sería peor. Raúl contra Fidel ¿Qué hacer ante la crisis económica? Para Raúl la respuesta era bastante clara: renunciar al colectivismo y al estatismo extremos impuestos por Fidel Castro para asegurar la supervivencia del régimen. Si su función, la de Raúl, era organizar la transmisión de la autoridad, sin perder el poder, y preparar al gobierno para cuando los dos faltaran, tenía que comenzar por poner en orden la maltrecha economía.

Pero ese proceso de rectificación traía un alto costo político. Dentro de la clase dirigente, y en el conjunto de la sociedad, hoy se culpa a Fidel Castro de haber provocado este desastre cuando en marzo de 1968 decretó la confiscación y estatización de 60,000 pequeñas y medianas empresas que todavía estaban en manos privadas y servían para mitigar los horrores y disparates del sector público.

¿Qué se planteó Raúl Castro ante su pesimista diagnóstico? Raúl Castro hoy quiere volver a 1968. Su razonamiento es que en aquel momento existía una dictadura comunista de partido único, donde todas las grandes empresas estaban en poder del estado, pero existía cierto nivel de eficiencia, dado que el frágil pero extendido tejido empresarial privado era capaz de aliviar los problemas más perentorios de los ciudadanos. Había restaurantes, salas de fiesta, lavanderías, talleres de mecánica, plomeros, electricistas, carpinteros, sastres, costureras y un sinfín de otros técnicos y artesanos que no ponían en peligro el control político de la clase dirigente, pero solucionaban innumerables problemas, creaban riqueza, brindaban bienes y servicios y no dependían del estado.

Sin embargo, el aspecto oscuro, la inferencia que se desprendía de este análisis, que nadie menciona, pero todos comparten, es que este intento de regreso al pasado, constituye un mazazo al prestigio y la imagen de Fidel Castro. Estamos ante el primer paso en la «desfidelización» del país, sin siquiera esperar a la desaparición física del máximo líder. En la Rusia de Stalin, no se empezaron a criticar sus disparates económicos mientras vivió el dictador. Con Fidel, como consecuencia de su enfermedad y, curiosamente, de su recuperación, el proceso de crítica y demolición ha comenzado antes, con él vivo y contemplando el espectáculo. Naturalmente, es útil subrayar que no se trata de unas reformas encaminadas a democratizar a la sociedad cubana, sino simplemente, lo que se propone Raúl es conseguir que esa sociedad sea capaz de generar la riqueza que se requiere para sostener de una manera autónoma la dictadura comunista. Si para ello tiene que crearle un espacio productivo a la sociedad civil, como en el pasado hicieron los húngaros y los yugoslavos, está dispuesto a hacer esas concesiones, flexibilidad que se desprende de su visión práctica y esquemática de la realidad, muy alejada de las disquisiciones teóricas.

La otra crítica que hoy los raulistas les hacen a Fidel y a los fidelistas tiene que ver con el alto nivel de desorganización y corrupción que Raúl encontró entre los allegados a Fidel Castro. En la mayor parte de las empresas auditadas no sólo se encontró que sobraban una cuarta parte de los trabajadores, sino se hizo evidente que los libros de contabilidad y los inventarios no reflejaban la realidad: el ausentismo era la regla y no la excepción, los robos estaban a la orden del día y los gerentes disponían del patrimonio empresarial como si fuera propio. Visto desde la perspectiva del orden que existe en el ejército cubano, impuesto y mantenido por Raúl Castro, el aparato productivo cubano era un mundillo caótico y podrido hasta el tuétano. Y todo eso había ocurrido durante el largo mandato de Fidel Castro.
¿Qué otra observación hacen los raulistas a propósito del fidelismo? Suelen decir, sotto voce, que ese caos que ellos se encontraron en las empresas cubanas era el reflejo de la propia naturaleza de Fidel Castro. La improvisación, el inesperado cambio de planes, la arbitraria asignación de recursos, y la selección de personas no por su capacidad, sino por su subordinación al jefe, eran rasgos de la personalidad del Comandante. A lo que agregan un comentario cargado de veneno: «todos los lugartenientes de Fidel Castro han resultado incompetentes y corruptos: Luis Orlando Domínguez, José Abrantes, Roberto Robaina, Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, casi todos procedentes del grupo de apoyo al comandante y acabaron en el ostracismo o en la cárcel. No hay duda de que Fidel tiene un pésimo olfato para escoger a sus colaboradores». Unas reformas de dudoso éxito ¿Tiene posibilidades de éxito el proyecto de Raúl? Muy pocas. Raúl Castro es un militar sin ninguna experiencia en el terreno empresarial y con muy pocas lecturas sobre el tema. Está acostumbrado a dar órdenes a una estructura vertical de mando basada en obediencia. Ha planeado la reforma sigilosamente, sin consenso, junto a un pequeño grupo de generales de su entera confianza y el auxilio de su hijo y presunto heredero, el coronel Alejandro Castro Espín. Muy dentro de su formación autoritaria, Raúl cree que ahora puede decir «hágase el capitalismo o el cooperativismo» y el milagro sucede. Nadie le ha dicho que el país dispone de muy poco capital cívico porque ellos se encargaron de destruirlo, y ese elemento es clave para impulsar el desarrollo.
Tampoco creo que haya reparado en que la economía de mercado basada en la existencia de propiedad privada depende de la confianza, la buena fe y el cumplimiento de los contratos. Durante medio siglo, mientras los comunistas hablaban de solidaridad y del bien común, sin advertirlo adiestraron a los cubanos en el «todos contra todos» y en él «sálvese el que pueda». Revertir esas tendencias culturales y esos comportamientos va a tomar cierto tiempo. Aprender que el robo y la mentira son censurables es una tarea de largo aliento.
¿Qué va a suceder con las reformas de Raúl Castro? Lo primero que va a ocurrir, es que Raúl Castro no tardará en descubrir que las reformas de los estados totalitarios jamás se ajustan al proyecto original que las sustentaba. Una vez iniciado los cambios, como en el reino de Serendip, verá cómo se producen reacciones imprevistas y consecuencias no deseadas. Todo ello lo precipitará a nuevos cambios, que a su vez generará otros desenlaces insospechados hasta que los planes originales queden pulverizados.
Quienes hablan del «modelo chino» ignoran que a de Deng Xiaoping jamás le pasó por la cabeza que China acabaría siendo una dictadura de capitalismo salvaje y partido único en la que la obsesión nacional es hablar inglés y vivir a la manera occidental. Todo lo que Deng quería era aumentar la bajísima productividad y la producción del país para poder acercarse a los niveles de Taiwán o Singapur. Algo parecido a lo que intentó hacer Gorbachov en la Unión Soviética y acabó destrozando el sistema comunista.
En todo caso, los cambios que Raúl está imponiendo no van a dar frutos a corto ni a mediano plazo, pero probablemente generarán unas ásperas fricciones dentro y fuera de Cuba. Tal vez debio comenzar por poner en orden el sistema monetario. Mientras existan dos monedas ligadas por un cambio tramposo, la distorsión que se produce en cualquier transacción hace muy difícil obtener beneficios, ahorrar e invertir, que es la única secuencia de crecimiento económico.
No existe, tampoco, un sistema de precios basado en la oferta y la demanda. Exactamente como sucede con las dos monedas, ocurre con los precios: el mercado negro, o el mercado paralelo autorizado por el gobierno, se rige por unos precios que tienen muy poco que ver con los oficiales. Si el gobierno intenta controlar los precios del incipiente sector privado lo que hará es desincentivar a los productores. Si no los controla y se produce un alza en los precios, como sucedió, por cierto, en Cuba entre 1964 y 1968, cuando existía ese tejido empresarial privado, esto provocará conflictos sociales e inflación.
En el país, sencillamente, mientras se mantenga la constitución estalinista que lo rige, no hay instituciones de derecho capaces de tutelar las transacciones comerciales en el sector privado. No existe un código comercio adecuado a la nueva realidad. No hay una ley que regule las quiebras. Los jueces y abogados apenas tienen experiencia con los problemas y conflictos típicos de las sociedades en donde existe propiedad privada.
No hay en el país un sistema financiero al que acudir en busca de recursos. No hay ahorro nacional y el poco que hay no lo van a utilizar para respaldar inversiones privadas. No es posible utilizar los bienes inmuebles como garantía para la obtención de préstamos porque, en rigor, las personas no son propietarias de sus viviendas. Las habitan en usufructo y ni siquiera pueden repararlas por cuenta propia. Por otra parte, el estado se encuentra desabastecido, lo que quiere decir que difícilmente podrá atender las necesidades de insumo de los empresarios privados.
¿De dónde saldrá el capital y los insumos para poner en marcha las empresas privadas o las cooperativas? Raúl Castro y su pequeño grupo de colaboradores esperan que ese capital y esos insumos provengan de los exiliados deseosos de ayudar a sus familiares y amigos y, por qué no, de hacer negocios que los puedan beneficiar a ellos. Probablemente tiene razón el gobernante cubano y muchos exiliados estarán dispuestos a aventurar pequeñas cantidades de dinero, pero las consecuencias políticas y sociales de esas inversiones seguramente serán devastadoras para el ya mínimo prestigio que tienen las ideas comunistas. Si en Cuba, quienes van a vivir mejor, y quienes tienen la posibilidad de enriquecerse son las personas emprendedoras que se asocien de alguna manera a sus parientes y amigos radicados en el exterior para desarrollar actividades privadas, no hay duda de que los ciudadanos de segunda serán aquellos que permanezcan anclados en la retórica y la práctica revolucionarias.
Ante ese ejemplo, seguramente muchos miembros de la nomenclatura, especialmente los más jóvenes, desearán apartarse del partido y de las instituciones gubernamentales para sumarse a las actividades empresariales privadas. Ya hay síntomas de ese fenómeno. Dos de los hijos de Fidel, el hijo de Machado Ventura, y miles de jóvenes que pertenecen a las familias del poder, y que ya no tienen la menor convicción comunista o revolucionaria, se separarán del aparato de gobierno para dedicarse al mundo de los negocios, haciendo buena la vieja frase que asegura que el comunismo «es una pesadilla que a veces se interpone entre el capitalismo y el capitalismo».
Sin embargo, estas tensiones que se aproximan en el país no van a sorprender a Raúl Castro. Mientras preparaba su plan de reformas, enviaba a China al general Colomé Ibarra a comprar abundantes equipos antimotines para prepararse contra cualquier disturbio que pudiera surgir en la isla. Por temperamento y formación, a Raúl Castro no le temblará el pulso cuando crea que debe sacar los carros de combate y dar la orden de represión sangrienta y masiva. Para eso ha creado un cuerpo especial de élite dispuesto a matar si es necesario.

En definitiva, ¿qué va a suceder en Cuba? Lo advirtió, a mediados del siglo XIX, Alexis de Tocqueville: este tipo de régimen se estremece y colapsa cuando intenta cambiar, no cuando permanece quieto e indiferente en medio del desastre. Fidel Castro había leído a Tocqueville y lo sabía. Al final del camino, Raúl comprenderá la lección que en su momento aprendió Gorbachov: el sistema no es reformable. Hay que echarlo abajo. Pacíficamente si se quiere, pero hay que demolerlo.   

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