Opinión Internacional

Raúl o el arte de decapitar adversarios

En los años noventa se decía que el médico Carlos Lage haría la transición en Cuba. El primer vicepresidente era un hombre tranquilo y amable, situado en medio de una tribu usualmente frenética, aquejada de un machismo siempre a punto de convertirse en orquitis. Se lo escuché a Carlos Salinas de Gortari, cuando era presidente, y a otra media docena de cancilleres y jefes de Estado: »Lage es el futuro».

Entonces, desaparecida la URSS, el comunismo cubano se tambaleaba.

Parece que Lage, en privado, cuando conversaba con los políticos extranjeros, coqueteaba con las ideas democráticas y se vendía como el Adolfo Suárez caribeño.

Iniciado el siglo XXI el papel de delfín comenzó a desempeñarlo el canciller Felipe Pérez Roque, un ingeniero que (como Lage) procedía del entorno de Fidel Castro. Había sido una especie de primer asistente del comandante en jefe, así que cuando el canciller Roberto Robaina fue expulsado de su cargo, el propio Fidel lo impuso como sustituto porque »era la persona que mejor interpretaba su pensamiento». En diciembre de 2005 fue la apoteosis de Pérez Roque:
dio una conferencia magistral en el parlamento y todo el mundo, incluido el Financial Times, lo declaró heredero al trono. En aquel momento tenía fama de »talibán» duro e inflexible.

A los pocos meses, en julio de 2006, Fidel Castro se enfermó y tuvo que abandonar el gobierno precipitadamente. Con la llegada de Raúl a la presidencia, tanto Lage como Pérez Roque fueron discretamente marginados. Los dos eran cuadros elegidos por Fidel para una hipotética sucesión política, pero Raúl no confiaba en ellos y tenía su propia idea de cómo y con quiénes organizar la reforma económica y la transmisión de la autoridad, de manera que siguió el mismo sibilino patrón de comportamiento utilizado contra el general Ochoa en 1989: le encargó al general Abelardo Colomé Ibarra, su hermano del alma y poderosísimo ministro del Interior, que armara un buen expediente acusatorio para poder sacarlos del juego fulminantemente, junto al resto de los funcionarios incómodos a los que deseaba eliminar.

Y eso es lo que ha sucedido: el formidable aparato de espionaje cubano ha acumulado pruebas de pequeñas corruptelas, de nepotismo continuado, de negligencias, del comportamiento contrarrevolucionario de algunos familiares, de ambiciones personales y (lo más grave) de transmitir a los políticos y visitantes extranjeros unas falsas expectativas con relación a los supuestos cambios políticos. Pérez Roque, que había sido un talibán en los primeros tiempos, a los ojos de muchos políticos y diplomáticos extranjeros se había transformado en un »reformista», como creía el canciller español Miguel Ángel Moratinos, hombre empedernidamente propenso a equivocarse, que apostaba por él para la transición, más o menos como el anterior ministro español de Asuntos Exteriores, Abel Matutes, llegó a manifestar que el »hombre del cambio» sería Roberto Robaina, dato utilizado en su momento por »el aparato» para hundirlo definitivamente.

Una vez debidamente »empaquetados», con los voluminosos informes de los servicios de inteligencia sobre la mesa, Raúl Castro, experto en el arte de decapitar adversarios, dio inicio a su metódica labor de
verdugo: convenció fácilmente a Fidel de la deslealtad esencial de los sujetos, convocó al Buró Político, enfrentó a los acusados con las pruebas de su comportamiento »inmoral y miserable», los destrozó emocionalmente, advirtiéndoles que lo hecho bordeaba la traición, por lo que merecerían ser ejecutados si la revolución no fuera tan generosa, y preparó las condiciones para el anuncio público, aunque en esta oportunidad tuvo que realizar un trámite engorroso, pero
inexcusable: fue necesario explicarle al tontuelo de Hugo Chávez lo que iba a suceder, dado que los dos, Lage y Pérez Roque, eran sus interlocutores favoritos, y no podía sorprenderlo con su eliminación.

Por muy insufrible que sea el venezolano, es el hombre que les da de comer y hay que cuidarlo como a papagayo fino.

Con estos y otros personajes fuera de combate (incluido Fernando Remírez de Estenoz, otra esperanza blanca de las cancillerías democráticas liquidada en la purga), Raúl siente que se ha despejado el camino al Sexto Congreso del Partido, convocado para el próximo otoño, al que llegará con todos sus hombres de confianza colocados en las posiciones clave, de manera que nada pueda escapar a su control.

Mientras tanto, cunde el total desaliento en las filas revolucionarias y se disipa cualquier ilusión de cambio. Silvio Rodríguez se va a vivir a la Argentina, donde no hay unicornios azules (los peronistas se los hubieran comido), Pablo Milanés arraiga definitivamente en Galicia, y los hijos y nietos de la nomenclatura se marchan sigilosamente a cualquier sitio en el que exista el sueño de una vida mejor. En Cuba ya se sabe que eso es imposible.

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