Opinión Internacional

Recuerdos del idealismo

Desde hace algunos meses Bill Clinton parece empeñado en un juego con alguna máquina del tiempo que solo él ve. Es como si quisiera recuperar la personalidad del político progresista que en 1993 y desde la cuasi nada política del pequeño estado de Arkansas, capturó la fantasía de una sociedad saturada por la larga dieta de derecha que le sirvieron, durante doce años, los republicanos Ronald Reagan y George Bush.

El punto culminante de esta mirada clintoniana hacia atrás parece haberse verificado el jueves ante el Congreso, al pronunciar el último informe sobre el estado de la nación de su gestión que culmina en un año: un texto activista en el que reapareció al menos la sombra del Clinton de 1993.

Cuesta evocarlo, pero aquel Clinton era un personaje para el asombro: después de los contundentes años 80, la década de la codicia, con el capitalismo recién vestido de victoria sobre la utopía comunista y el discurso del mercado inevitable ya instalado como dogma, el entonces candidato demócrata a la presidencia se presentó ante el electorado como neokeynesiano impenitente -en el más moderado de los calificativos-.

«Estoy convencido de que el gobierno debe hacer más», fue una de las frases que usó una y otra vez en discursos de campaña y en reportajes. Era casi una herejía en un país sobre el que Reagan había machacado hasta la fatiga las virtudes de un futuro cercano en el que el Estado se volvería primero pigmeo y luego se desvanecería casi por completo de la vida de los hombres. Curiosamente ese ideal de la derecha reaganiana no era en esencia diferente del que alentaron los filósofos fundadores de lo que el propio Reagan llamó «el imperio del mal» (la hoy desaparecida Unión Soviética), como Karl Marx y Friedrich Engels: una sociedad sin Estado, quizás universal en su alcance.

Lo que no fue

En aquellos primeros años de la década pasada, Clinton parecía seriamente comprometido con dos propuestas políticas que hubiesen supuesto un cambio mayor en la estructura económica y social de Estados Unidos: un ambicioso programa nacional de obras públicas y un rol ampliado del gobierno en el sistema de salud cuya vocera pública, castigada sin piedad por los conservadores, fue su mujer, Hillary.

Nada de esto fue y aquel Clinton se desvaneció más rápido que el Estado en los sueños en paralelo de Marx y Reagan. En 1996, cuando la derecha republicana protagonizó un retorno desde la derrota en las elecciones legislativas de ese año, Clinton aspiró profundamente el aire de los tiempos y sin sonrojarse declaró que «la era del gobierno grande ha concluido». Aun antes de este giro retórico de 180 grados, Clinton había elegido, como escribió hace poco William Greider en el prestigioso semanario The Nation, a Wall Street como el único faro guía. «Su gobierno -agregó Greider- lideró los vivas al comercio multinacional, abrió economías frágiles a los impulsos maníacos del capital global y creó la Organización Mundial de Comercio para juzgar si los nuevos estándares sociales son, de hecho, barreras para el comercio y por lo tanto deben ser prohibidos.» ¿La compasión? Bien, gracias: está guardada.

La misma dualidad puede verificarse en lo político. Thomas Carrothers, vicepresidente del Instituto Carnegie para la Paz Internacional, también acaba de publicar un artículo en el que examina la retórica democrática, grandiosa en su wilsonianismo, pero fallida en los hechos. «Allí donde los funcionarios de Clinton creen que bregar por un cambio democratizador puede molestar a autócratas beneficiosos para los intereses económicos y de seguridad norteamericanos, como en China, Arabia Saudita, Egipto, Kazajstán, Azerbaiján, Armenia y otras partes, reducen rápidamente el valor de la democracia», señaló Carrothers.

Desde el punto de vista de los resultados, este contraste entre el primero y el segundo Clinton no debería ser demasiado relevante hoy, cuando el presidente se encuentra gastando el último año de su gestión y puede exhibir a la economía de su país casi como la única realmente dinámica que queda sobre el planeta y atravesando uno de los ciclos de crecimiento más prolongados de su historia.

Es natural que en su mensaje al Congreso, Clinton haya reclamado la paternidad de la prosperidad. Pero, ¿por qué arriesgarse a traer el recuerdo del progresista que se esfumó en algún recoveco del salón Oval? Fue en ese mismo lugar de la Casa Blanca donde Clinton -después de sus amoríos con Monica Lewinski- se reveló como alguien que no temía la mentira y aun el perjurio ante la Justicia y proyectó la imagen de una endeblez moral asombrosa.

No se trata sólo de este mensaje sobre el estado de la Unión. Hace unos meses, en la Universidad de Chicago -con claustros de valor simbólico casi religioso para la derecha económica- Clinton desafió las concepciones más ortodoxas de la globalización y dijo que si ésta creaba las mejores oportunidades también abría las puertas de los peores riesgos. Su máquina del tiempo está encendida desde hace ya algún tiempo.

Podría tratarse de un lujo personal que Clinton ha decidido darse: recuperar al idealista cuando ya no tiene importancia. Le queda un año, en el que irá transformándose cada vez más en lo que se llama, en la tradición política norteamericana «el pato cojo» (lame duck): un presidente cuyo poder va perdiendo intensidad. Así como en el 93 invocó políticas que no pensaba aplicar, ahora puede apelar a ideas que ya no podría llevar a la práctica aunque quisiera.

Puede haber mucho más, sin embargo. Desde el éxito de las estadísticas y un nivel de popularidad más que aceptable, Clinton está volviendo a vender algo muy parecido al ideario demócrata tradicional con el que el aspirante a su sucesión, Al Gore, deberá apelar para lograr que la herencia se materialice en los próximos comicios. Clinton está en condiciones de hacerles la vida difícil a los republicanos si éstos deciden enfrentar las propuestas de quien ya no tiene nada que perder y aún conserva la atención de los votantes.

Tomado de (%=Link(«http://www.clarin.com.ar/»,»El Clarín Digital»)%) de Argentina

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