Opinión Internacional

Soberanía: población, territorio y poder

Los teólogos del siglo XVI comulgaron en reafirmar, con estricto criterio político, el concepto de “soberanía” esgrimido por Sto. Tomás de Aquino para quien el poder (como potestad), viene de Dios, siempre con arreglo al principio proclamado por San Pablo.

Es prudente recordar (tal cual lo expresó Hulton Deutsch) que: “Durante el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino buscó reconciliar la filosofía aristotélica con la teología agustiniana. Santo Tomás utilizó tanto la razón como la fe en el estudio de la metafísica, filosofía moral y religión. Aunque aceptaba la existencia de Dios como una cuestión de fe, propuso cinco pruebas de la existencia de Dios para apoyar tal convicción”.

En ese orden de ideas y méritos, conviene diferenciar entre la esencia del poder, las condiciones del poder y la legitimación del poder.

El poder es el imperio, facultad, dominio o jurisdicción que posee una persona y que le permite disponer del mando para hacer (facer) o no hacer (non facere) una cosa. Cuando el poder es absoluto o arbitrario se asimila al despotismo (gr. Despotes, amo, señor y dueño de todas las cosas terrenales). Cuando es espiritual, éste le pertenece a la iglesia (lat. Ecclesia gr. Ekklesía, asamblea, congregación de fieles).

La autoridad (lat. Auctoritate) es el poder legitimado. Es el derecho o poder de mandar, regir, gobernar, promulgar leyes, etc. También es la persona investida de este derecho o poder.

Así las cosas, es divino lo que deriva de Dios, ergo la “institución política” queda para ser parte de la obra del derecho de los hombres.

El principio “todo poder viene de Dios”, aplicado exclusivamente a la forma pura de poder, tal cual lo expresó Paul Janet en “Historia de la Ciencia Política” pág. 402: “… no se resuelve el problema de comprobar en quién reside el derecho de soberanía”.

Viene en nuestro auxilio Sto. Tomás de Aquino que afirma, fundadamente, que: “quien hace las leyes tiene el imperio u ostenta una de las virtudes de la soberanía. El poder, en su forma originaria, aparece a nuestro alcance como una posibilidad muy próxima a las manos de “todos”. Todos podemos ser parte del poder o el poder per se, por ello la necesidad de educarse para ejercer parte del poder o el poder conforme los fines investidos, es decir no para el propio beneficio sino para la satisfacción del interés de la población: la búsqueda del bien común.

Cuando el poder recae en un grupo o en una persona, surge la posibilidad de la acción de representar (lat. Representare, hacer presente). Es la representación de esa multitud (lat. –Udo. Número elevado de personas o cosas) que a veces de asimila a la muchedumbre (lat. Multitumine, multitudo, abundancia de personas o cosas) la que ocupa nuestro razonamiento.

La importancia de ensamblar los elementos constitutivos de la Nación, nos acerca mejor a una acabada conciencia de la búsqueda del bien común. El poder debe orientarse hacia ese fin. El Estado (como Nación jurídicamente organizada), es la única forma en que la sociedad misma puede constituirse y conservarse.

Es evidente que las ideas de Sto. Tomás de Aquino, que en parte se fundamentan en las expresiones vertidas por Aristóteles, también ejercieron peso en el razonamiento del pensador y teólogo español Francisco Suárez S.J. (1548-1617), famoso además por su importante contribución a la filosofía de la ley (al par de expositor y analista del pensamiento doctrinal jesuita), y por su respuesta al problema de la naturaleza escolástica de la teología, la metafísica y el Derecho.

El jesuita español Francisco Suárez (como buen exponente de la rama más docta del catolicismo), fue el pionero en la conformación de una teoría orgánica de la soberanía llamada popular.

En una de sus obras “De Legibus” apuntó: “Se puede considerar, la multitud de dos maneras: como un simple agregado, sin orden, sin relaciones físicas y sin moral; y desde ese punto de vista no es un cuerpo político y no tiene ninguna necesidad de gobierno; o como nacida de la voluntad de los hombres, que por un consentimiento común se reunieron en sociedad política y formaron así un cuerpo místico que puede ser llamado un moralement. Es imposible que tal cuerpo se forme sin tener un gobierno, porque, precisamente, lo que constituye ese cuerpo es la subordinación de todas las voluntades a una sola voluntad común; y sería contradictorio admitir la existencia de un cuerpo político, sin admitir, a la vez, la creación de un poder común.

La formación de un cuerpo político resulta del consentimiento de todos; es en el consentimiento donde hay que buscar el origen del poder. La soberanía existe, pues, en la universalidad en los hombres. No es de necesidad la indivisibilidad de la misma así extendida entre todos los hombres, porque estos pueden hallarse divididos en varios cuerpos políticos; pudieron dividirse y se dividieron allá en su origen en cierto número de repúblicas, y la soberanía quedó asimismo dividida”. Sin mayores complicaciones podemos inferir que por entonces que la Ley es el escudo de la soberanía y que el Estado es popular.

Debemos admitir que la perfección de la doctrina esbozada sobre la soberanía se alcanza con la inigualable obra de Juan Jacobo Rousseau en “El contrato social”. Así los hombres dan nacimiento a una entidad a la que llamamos “voluntad general”. Expresó: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder, bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo también a cada miembro como parte invisible del todo”. Pero la trascendencia de su pensamiento volcado en obra de naturaleza política estriba en que “Dándose cada cual a todos no se da nadie en particular” (Ver: El contrato social. Pág. 22).

Juan Jacobo Rousseau completa el esquema de la voluntad general al proclamar la soberanía como no delegable. El siguiente pasaje de su obra nos despeja de dudas: “La primera y más importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que sólo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del Estado, según el fin de su institución que es el bien común; pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses lo ha hecho posible. Lo que hay de común entre estos diferentes intereses es lo que forma el vínculo social; y si no hubiese algún punto en el que todos los intereses estuvieran conformes, ninguna sociedad podría existir: luego, la sociedad debe ser gobernada, únicamente conforme a este interés común. Digo según esto que, no siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general, nunca se puede enajenar, y que el soberano, que es un ente colectivo, solo puede estar representado por si mismo; el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no” (Ver: El contrato social. Pág. 34).

Debemos resaltar las diferencias entre los teólogos de la iglesia y Rousseau. Con los primeros presumimos que los actos de gobierno son actos de voluntad común. Con el autor de “El contrato social”, inferimos que el gobierno puede no seguir la voluntad de todos, es más, puede contradecirla en detrimento del bienestar general. Nuevamente transcribimos un pasaje de su obra: “Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así también el gobierno hace un continuo esfuerzo contra la soberanía. Cuanto más crece este esfuerzo tanto más se altera la constitución, y como aquí no hay otra voluntad de corporación que, tarde o temprano debe el príncipe oprimir al soberano y rompe el contrato social” (Ver: El contrato social. Pág. 120).

Conforme las ideas esgrimidas: ¿Estamos frente a un verdadero freno a la soberanía? Si es así, la soberanía no es absoluta. ¿Existen derechos de la persona humana que no se pueden soslayar? De ser así, el límite está dado por los derechos inalienables del hombre.

La soberanía es cosa bien distinta del gobierno y mucho más distinta que la sociedad. La sociedad carece de soberanía. Jean Bodin sostuvo en su obra “Los Seis Libros de la República” que la Soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una cosa pública (república).

La soberanía se compone de tres elementos a saber: el elemento humano: población; el elemento geográfico: el territorio y; el elemento poder legitimado: autoridad.

Un estadista señaló: “Algunos países traicionan la causa más sagrada para los pueblos: su soberanía”.

Es verdad, nuestra soberanía molesta a los imperios y a los piratas o mercenarios que so-pretexto de recuperar su propia soberanía: la espiritual, la política y la económica, para poder desarrollarse libremente, garantizar la libertad y el bien general de sus conciudadanos, arrasan la cultura autóctona de los pueblos para luego dejarlos saqueados y sojuzgados (lat. Subiugare; con animo de dominar por el uso de la fuerza).

La soberanía es el atributo a ostentar en el concierto de las naciones del mundo.

No nos sirven las notas deportivas o del mundo del arte para identificarnos como Nación. Valoramos a los exponentes humanos que no permiten lucirnos como compatriotas, más no debemos ser tan mediocres como para creernos que con eso basta.

La soberanía se pierde en lo económico y mucho más aún cuando la política sirve a lo económico en desmedro de lo social.

Hoy mi Patria es el nefasto ejemplo de un servilismo económico en pos de un materialismo a ultranza liberal.

Se experimentan en la República Argentina, planes económicos que desnaturalizan la democracia y privan de crecimiento a todos los habitantes de la Nación.

Jamás me hubiera imaginado que mi Patria hoy fuera un teatro, donde cada actor hace su debut cuando sube al escenario central. Por su parte, el pueblo observa como espectador que ocupa un lugar en el teatro por haber pagado un exorbitante precio a cambio de ver la mejor obra. Pero existe un error: el Pueblo pagó para ver actuar a los más reconocidos profesionales del arte teatral. ¡Que semejante mentira! ¿Hasta cuando se dejará de improvisar en nuestro bendito País?

No debemos perder la soberanía a manos de los improvisados del poder. Estamos regalando la Patria, la sangre de nuestros Héroes y la esperanza de todo un pueblo.

Bibliografía consultada:

Paul Janet en “Historia de la ciencia política”
Paul Jenet en “Tratado de las leyes y de Dios legislador”
Juan Jacobo Rousseau en “El contrato social”
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