Opinión Internacional

Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695)

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Nacida el 12 de noviembre de 1648 en la hacienda de San Miguel Neplanta (México), Sor Juana Inés de la Cruz se erigió como una de las figuras más representativas de la hispanidad, logrando superar las fronteras impuestas socialmente en tiempos coloniales a las mujeres.

Hija natural de Isabel Ramírez, blanca criolla, y Pedro Manuel de Asbaje, de origen vasco, llevó por nombre de pila Juana de Asbaje y Ramírez. Adelantada a su época y a su propio tiempo de vida, manifestó desde los tres años de edad actitud y aptitudes para los estudios, pues ya para entonces dominaba la lectura. Su ingenio era tal que escribió a los ocho años de edad su primera loa dedicada al Santísimo Sacramento.

Es criada por su abuelo hasta su muerte en 1656, cuando por orden de su madre se dirige a la capital. Allí reside bajo la tutela de su hermana, María Ramírez, y toma clases de latín con el bachiller Martín de Olivas, logrando dominar la lengua con tan sólo veinte lecciones.

En el año de 1664 formó parte de la corte, ocupando el lugar de dama de companía de la esposa del virrey Mancera, Leonor María Carreto. El virrey, asombrado por la sagacidad demostrada por Juana, convocó a cuarenta letrados de varias facultades para que le aplicaran a la joven una prueba extraordicnario y ésta, dejando sin argumentos a los académicos, superó el examen en condiciones de excelencia. Tal era su afán para el aprendizaje que, según ella misma cuenta, llegó a someterse a la autocoersión: se cortaba el cabello para que, en el tiempo que le durara en crecer nuevamente, aprendiera ya algo distinto.

A Juana le quedaba escoger un camino de vida propio y ni la corte ni el matrimonio, del que tantas veces renegó, se lo ofrecían. Fue así que decidió tomar los hábitos bajo la orden de clausura de las Carmelitas Descalzas en 1667, pero a los tres meses de su permanencia en el convento, la austeridad de esta orden y la severidad de sus reglas le hizo enrumbarse en otra senda, optando por la orden de las Jerónimas, también una orden de clausura, pero más flexible que la anterior, donde profesó el 24 de febrero de 1669. Allí Sor Juana Inés de la Cruz escribió la mayor parte de su obra y alcanzó la madurez literaria, pues pudo compartir sus labores de contadora y archivista del convento con una profunda dedicación a sus estudios. Aunque le fue ofrecido el lugar de Abadesa del convento, Sor Juana lo rechazó en dos oportunidades.

Sor Juana se dió a conocer con prontitud, y desde entonces fue solicitada frecuentemente para escribir obras por encargo (décimas, sonetos, liras, rondillas, obras de teatro, etc.), entre las cuales destacó Neptuno Alegórico en 1689. Sus motivos variaron siempre de lo religioso a lo profano. En 1692 se hizo merecedora de dos premios del concurso universitario «Triunfo Parténico».

Su amor por la lectura le llevó a armar una colección bibliográfica de cuatro mil volúmenes que archivaba en su celda, donde además tenía instrumentos musicales y de investigación científica, lo que pone en evidencia que su formación intelectual alcanzó las áreas de astronomía, matemática, música, artes plásticas, teología, filosofía, entre otras. Sin embargo, una carta habría de cambiar su historia. Fue una carta escrita por Sor Juana a Sor Philotea de la Cruz, el obismo de Puebla llamado Fernández de Santa Cruz, donde critica un sermón del padre Vieyra, un jesuita portugués de conocida trayectoria como teólogo.

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En la carta Sor Juana cuestiona las distancias entre el amor divino y el amor humano, lo celestial y lo terrenal. El revuelo que originó esta carta terminó por volverse en su contra cuando el obispo de Puebla, Sor Philotea, o Fernández de Santa Cruz, le instó a dejar las actividades académicas y a dedicarse a las labores del convento. A pesar de que Sor Juana se defendió a través de una carta donde reclamaba los derechos culturales de las mujeres y abogó por su propio derecho a criticar el sermón y formar su propio pensamiento, terminó por obedecer y, renunciando a sus instrumentos y su biblioteca, llamada por ella misma «quita pesares», se dedicó por el resto de sus días a la vida conventual.

Sor Juana Inés de la Cruz murió víctima de una epidemia mientras acudía a las hermanas en el convento el día 17 de abril de 1695. Fue inmortalizada con el nombre de la Décima Musa.

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