Opinión Internacional

Su nombre era Stalin

¿Cómo es posible tanta mentira?, me preguntaba un buen amigo, en los pasillos de una televisión, conmocionado aún con la entrevista que habíamos realizado. Acabábamos de saber que el hombre que había encarnado el sufrimiento catalán en los campos de exterminio, el que durante 30 años había relatado los horrores nazis, y había sido homenajeado, premiado, querido y escuchado, era un impostor. Nunca había estado en el horror y su pasado es tan opaco y equívoco, que todas las hipótesis están abiertas. Su mentira removía las entrañas de todos nosotros, no porqué fuera un fraude histórico, sino porqué era un fraude a los sentimientos colectivos. A pesar de la conmoción, sin embargo, mi reflexión no parte del caso del impostor Enric Marco, sino de la pregunta de mi amigo. La mentira… Diría que la mentira individual no solo es patrimonio del género humano, sino seguramente es uno de sus distintivos culturales. Si no fuera porqué, en el caso de Marco, se ha jugado con temas muy sensibles, no pasaría de ser una especie de gran broma. Un gran guión para una película de Almodóvar. De manera que no me resulta extremadamente grave. La mentira colectiva, en cambio, arraiga en la médula ósea de una sociedad y configura tanto su salud democrática, como su dignidad. Mentir colectivamente, traicionar a la historia hasta el punto de crear épicas donde hubo maldades, o de olvidar víctimas y enaltecer verdugos, la mentira construida sobre el dolor de la gente, es mucho más que una peculiaridad o una patología individual, es una forma de tiranía. De manera que reconstruir la memoria se convierte en el primer fundamento de la arquitectura de la libertad.

Desde esta perspectiva, los actos de conmemoración del final de la Segunda Guerra Mundial perpetrados por Vládimir Putin han sido construidos desde la burla más violenta a la memoria de las víctimas. Que ello haya ocurrido ante las cámaras del mundo, con la pompa de los grandes acontecimientos, y acompañado del silencio cómplice de muchos de los mandatarios más relevantes, nos informa mucho de nuestra miseria como europeos. Putin no es un político democrático, sino el resultado más preciso de la mezcla entre el feudalismo zarista y el totalitarismo estalinista. Actúa como un sanguinario en Chechenia, como un incendiario en Oriente Medio y como un déspota en Rusia. Solo faltaba que se convirtiera, también, en el dirigente capaz de hacer un homenaje estridente y sonoro a la Rusia de los soviets, sin ningún pudor por los millones de víctimas que el totalitarismo estalinista significó. No deja de ser muy significativo que, al mismo tiempo que Alemania hacía un nuevo y gran esfuerzo de contricción pública, e inauguraba el monumento a las víctimas judías del Holocausto, Rusia ignora a las víctimas del otro gran despotismo que llenó Europa de sangre. Las víctimas del nazismo tienen quien les escriba, quien las llore, quien las nombre; las víctimas del estalinismo no tienen a nadie. Padecen la doble muerte tan clásica del horror institucional: la desaparición física y la desaparición memorística. No han sido nunca víctimas; es decir, nunca han existido. Si el negacionismo del holocausto es una lacra conocida que es imprescindible combatir siempre, el negacionismo del estalinismo añade un grado de maldad: ni tan solo es percibido como una pérfida lacra.

Mientras todo esto pasa delante de nuestras narices, George Bush viaja a Georgia en olor de multitudes. Nada extraño si se tiene en cuenta que los países del Este no ven a Estados Unidos como el gran Satán, sino como un país de libertad. Recordemos que la mitad de Europa no padeció los excesos de Washington, sino las barbaridades de Moscú, y las heridas, a pesar de nuestra notoria indiferencia, están todas abiertas. Ante estos dos acontecimientos internacionales de primera categoría, la reacción de nuestros micrófonos no se ha hecho esperar: mientras Putin no activaba las hormonas del personal crítico, Bush es objeto de bromas pesadas, críticas feroces y todo tipo de improperios. La delicada piel europea no puede soportar que todo un pueblo recibe con agradecimiento y estima a George Bush. Y así hemos continuado con el deporte europeo del antiamericanismo, felices de encontrar argumentos con los que alimentar a la bestia. Solo el presidente europeo, Josep Borrell, ha estado a la altura cuando recordó a Putin que la mitad de Europa no consiguió la libertad después de la segunda guerra mundial. Pero sus palabras fueron una flor insólita que no precipitó la primavera. Por el resto, la continuación de la cultura amnésica, cómplice e hipócrita que ha acompañado siempre el discurso de los grandes intelectuales europeos, un discurso que está en la base de la impunidad con que han actuado los déspotas de izquierdas. El estalinismo mató a placer sin que sus horrores movilizaran las conciencias progresistas, y una vez desaparecido como régimen, continúa disfrutando del silencio cómplice de los mismos que siempre callaron. Es una vergüenza rotunda que el homenaje público de Putin a la Unión Soviética se haya hecho con la indiferencia de la intelectualidad europea. Una indiferencia que, en palabras de Glucksmann, es netamente nihilista. Las víctimas caídas bajo la hoz y el martillo, asesinadas en nombre de unos ideales que se convirtieron en la coartada del despotismo más feroz, aún no conmueven ni a los mismos europeos. Resulta sangrante darse cuenta de esto, pero es así de crudo: Europa, la Europa que cuenta en el ámbito de las ideas, en los micrófonos de la opinión, la que construye el pensamiento colectivo, esa Europa nunca ha llorado por la tragedia de una parte de Europa. Y los intelectuales que callan tienen nombres y apellidos, gritan en los púlpitos universitarios, gesticulan en los mítines, llenas las páginas de los diarios para crucificar cada día a Bush o para enviar a Sharon a los infiernos, escandalizados con las actuaciones de dos presidentes democráticos de países democráticos. Pero, ni en el pasado, ni en el presente, nunca han mostrado misericordia por las víctimas del fascismo de izquierdas. Cayó el muro físico, Alemania fue encontrándose a si misma, lentamente fuimos aprendiendo a pedir perdón al pueblo judío, pero en el interior del disco duro de una parte de Europa, el Muro aún no ha caído. O peor: ha caído, enterrando con él a las víctimas del otro lado.

Tengo una hija nacida en Magnitogorsk, oblast de Cheliabinsk en la frontera con el Kazakhstan. Su ciudad no existía. La crearon miles de deportados de las cárceles rusas porqué Stalin quería construir el anillo siderúrgico más grande del mundo. Represaliados del estalinismo y negados por el mundo, murieron a miles y los supervivientes vivieron en una muerte en vida. Hasta hoy. Como tantos millones de personas en las Rusias olvidadas. Miro los bellos ojos asiáticos de mi hija y no sé qué decir. Viene de un país con tanto dolor acumulado y tanta memoria negada, que solo puedo sentir vergüenza. Vergüenza de pertenecer, como persona de izquierdas, a una cultura que se dice crítica con las injusticias, romántica con las utopías, valiente con las luchas. Sin embargo, nunca criticó las injusticias de los déspotas de izquierdas, permitió que las utopías se hicieran añicos en los muros de la demagogia y el dogma, y lo que es peor, valiente para los demás, siempre fue cobarde consigo misma.

A las víctimas del estalinismo, in memoriam.

Fuente: (%=Link(«http://www.pilarrahola.com/»,»http://www.pilarrahola.com/»)%)

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