Opinión Internacional

Superando el terror… recobrando la razón

Difícilmente los seres humanos que teníamos uso de razón el pasado 11 de
septiembre, olvidaremos esa infame fecha. Ese martes que comenzó como una
día normal para el grueso de los habitantes de la tierra, culminaría en la
reiterativa pero siempre sorprendente trasmisión global de incontables
imágenes de destrucción, terror e indescriptible sufrimiento humano por
causa del más vil ataque terrorista contra la humanidad jamás realizado.

Atónitos y desesperados muchos de nosotros presenciaríamos en vivo y en
directo este acto de indiscriminado y desgarrador terror físico y
psicológico, perpetrado de manera premeditada e implacable contra los miles
de seres humanos de nacionalidad estadounidense y de al menos otras 35
nacionalidades que por rutina o por azar estaban ese día en dos de los
símbolos más emblemáticos del poderío global de los EEUU: las hoy devastadas
torres gemelas del Centro Mundial de Comercio y el Pentágono, sede del
Departamento de Defensa y de las fuerzas armadas de los EEUU.

En el proceso, los millones de personas que fuimos mundialmente expuestas a
los «efectos especiales» de esa cruenta realidad de violencia extremista y
genocida que hoy sacude a la humanidad, nos convertimos también en
protagonistas y víctimas de esta inmensa tragedia y del terror planetario
provocado por la misma. Tras ese espectáculo de horror interactivo, nos
percataríamos de manera insoslayable que todos los habitantes de esa Nueva
York global en que se ha transformado el mundo somos víctimas del
terrorismo, y que fue contra cada uno de nosotros, los que corrimos con la
«suerte» de ser apenas testigos-víctimas y nuestros congéneres que vieron
truncadas sorpresiva y brutalmente sus vidas, que se perpetró ese crimen de
lesa humanidad.

Los autores intelectuales y los suicidas ejecutores materiales de este
genocidio, miembros de una red de redes terroristas que operan en unos 60
países, organizados en células de funcionamiento flexible y
cuasi-independiente en lo financiero y en lo operativo, no buscaban ganancia
terrenal alguna, ni tampoco acreditarse tan devastadora masacre. De allí su
anonimato consciente, en parte cobarde pero también propiciado por la
fanática creencia de estar siendo apenas la mano ejecutora de la más
implacable «justicia divina». Creencia a su vez derivable del meticuloso
adoctrinamiento religioso de individuos para transformarlos en «criminales
de Alá», inducidos a practicar su inmolación y la minuciosa ejecución
genocida de la presunta ira divina contra el mayor enemigo secular del
Islam. Siendo letales instrumentos de una guerra santa que habría de
otorgarles acceso a un cielo bañado de ríos de leche y miel y a los
servicios de 72 vírgenes, su misión esencial pareció ser la de arrastrar a
un mundo civilizado de naciones laicas y por ende «infieles» y a sus aliados
en el mundo islámico, al ubicuo campo de batalla de una guerra de alcance y
consecuencias globales, haciendo uso para tal fin de las propias armas del
progreso y los escasos mecanismos de control propios de una sociedad abierta
que caracterizaban a su adversario.

Ciertamente, quienes planearon y perpetraron tan perfecta y omnicomprensiva
devastación escogieron atacar de manera brutal a la «primera nación nueva»,
a la «nación indispensable» en la construcción del orden mundial desde 1919,
y por tanto al poder secular más influyente que jamás haya existido.. una
ejemplarizante superpotencia, a menudo noble y benevolente pero también
arrogante y discrecional frente a sus cruciales responsabilidades globales.

Pero al golpear sin piedad los mega-símbolos de poder económico y militar
así como la seguridad humana de EE.UU. y del mundo, esos inmolados
«criminales de Alá» y sus cómplices gubernamentales y privados no sólo
arremetieron contra el otrora imbatible y «excepcional» poderío
estadounidense, sino también contra los propios cimientos civilizatorios del
mundo moderno y con ello, de toda forma de vida civilizada…

A la luz de esa tragedia, del hondo sentido de pérdida y de la inmensa rabia
que hoy recorre a la sociedad estadounidense y a muchas otras sociedades del
mundo democrático-capitalista, han emergido como secuelas naturales en
aquéllas, profundos sentimientos de temor, odio étnico y formas crecientes
de intolerancia. De allí que se hayan producido ataques contra mezquitas, el
agresivo acoso a ciudadanos de origen o apariencia árabe y aún la muerte de
varias personas de esa etnia. Ciertamente los gobiernos de EEUU, Europa y
América Latina han emitido comunicados unilaterales o multilaterales
condenando las amenazas y los actos violentos contra sus inmigrantes árabes
y desvinculando los ataques terroristas del 11-S de cualquier grupo étnico o
religión. Sin embargo, si estos nocivos síntomas de satanización del mundo
árabe-islámico no son combatidos en forma sostenida por los gobiernos de las
sociedades occidentales afectadas por los mismos; si no se hacen esfuerzos
conscientes y constantes para evitar su dominio sobre las reglas de
convivencia pacífica de sociedades que han devenido multiétnicas como la
estadounidense, la canadiense, la australiana y las europeas; y si además
los gobiernos del mundo civilizado y en especial el de EE.UU. no articulan
una respuesta genuinamente «adecuada y suficiente» que garantice el castigo
de los culpables, justicia para las víctimas y protección para los inocentes
que pudieran perecer en un campo de batalla globalizado, entonces esos
enemigos multifacéticos y escurridizos, portadores macabros del rostro de la
muerte, habrán en efecto triunfado en su meta-propósito de socavar las hoy
conmocionadas reservas éticas de las sociedades civilizadas del mundo, y en
especial de las democracias liberales de EE.UU. y Europa.

Es evidente que el atroz ataque terrorista del 11-S constituye un indeleble
recordatorio de cuan destructivo puede ser el género humano cuando permite
que la bestia de la intolerancia y del fanatismo que mora en cada uno de
nosotros se apodere de nuestro ser racional, despojándonos del más elemental
sentido humanitario y humanista de la otredad, es decir de la capacidad de
reconocer al otro como un ser humano con tanto derecho a la vida, la
libertad y la seguridad, como aquellos a quienes consideramos nuestros
«legítimos» semejantes. Pero así también ese nefasto día es prueba triste y
contundente de cómo en nombre de una razón instrumentalmente concebida y
ejercida, se ha privado de la oportunidad de «vivir humanamente» a millones
de seres humanos que en consecuencia, por desesperación, frustración o
desesperanza, han devenido presas fáciles para la labor de reclutamiento y
adoctrinamiento religioso y/o político de fatídicos personajes o grupos
mesiánicos y redencionistas de una fe religiosa o de una causa política.

Cabe pues reflexionar en este histórico momento de duelo y desasosiego
planetario sobre los muchos agravios, errores y omisiones cometidos por los
gobernantes del mundo –en de los Estados más poderosos o bien de Estados de
menor peso internacional–, quienes partiendo de visiones maniqueas e
invocando «supremos intereses nacionales» han comprometido o manipulado las
instituciones y el prestigio de su Estado y de su nación en peligrosas
cruzadas geopolíticas o aventuras intervencionistas, en «revoluciones»
societalmente destructivas o en el uso irresponsable e inescrupuloso del
poder contra actores más débiles DOMÉSTICOS O EXTERNOS.

Resulta pues urgente hoy más que nunca que emprendamos, cual neoyorkinos
globales, la reconstrucción de nuestros pilares civilizatorios, según una
noción de la razón ya no instrumental sino humanista y por tanto tolerante
ante la inevitable diversidad que existe dentro y entre sociedades. Todo
ello con el vital fin de realizar de una vez por todas el sueño iluminista
de la modernidad dentro de un marco de respeto, aceptación y celebración de
las diferencias. Sólo mediante esa recuperación humanista de la razón
podremos erradicar la creciente tiranía de la intolerancia que se ha venido
apoderando del mundo desde las últimas décadas del siglo XX, y que el 11-S,
bajo los embates del más abominable de los fanatismos, dejaría aturdida y
herida el alma de nuestras formas de vida civilizadas. En esta hora de
inconmensurables tentaciones extremistas para las partes agredidas, luce
imperativo propiciar la emergencia y el sostenimiento global, con el
concurso activo de los muchos humanistas del planeta –sea cual fuere su
origen, etnia, religión o nivel de responsabilidad frente a los globalizados
asuntos que hoy afectan a la humanidad– de una democracia posterritorial,
ecuménica y reconocedora de la diversidad, es decir, del derecho de quienes
habitamos en esta atribulada pero maravillosamente multiculturalizada «Nueva
York global», de realizar dentro de un marco inviolable y permanente de
respeto mutuo, nuestras siempre parciales versiones de la felicidad…

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