Opinión Internacional

Un terrorismo escalofriante

Causar daño con fines políticos o de venganza ha sido la costumbre universal. Surgieron las guerras y todo tipo de enfrentamientos en procura del poder o de la supremacía gubernamental o del mando y, con ellos el permanente conflicto entre las personas, los pueblos y los Estados. En todos los casos, siempre priva la irracionalidad y el desenfreno, pero se mantiene latente la posibilidad de paz y de convivencia, cuando la fuerza o la razón logran el equilibrio del poder o de la subordinación. Y, aún cuando no se lograse la paz, pudiere surgir una detente que ponga fin al conflicto, aunque lo fuere de forma temporal. Es lo lógico en el convivir humano, donde siempre debe privar la racionalidad que hace la diferencia del hombre con el animal.

En el ataque a las torres gemelas del Word Trade Center y al Pentágono no solo quedó latente la desdichada marca del peor flagelo de las últimas décadas de nuestra sociedad ya tercer milenaria: el terrorismo, sino que convino en la acción una violencia cruel cargada del mas puro y perverso masoquismo, enfebrecido por una creencia religioso a nuestro entender confundida y desgraciada que no tiene sentido.

Vivir para morir en una realidad tangible e inexorable, pero morir para renacer o para reencarnar por ficción religiosa, es un acto de convicción solo admisible como aceptación de una irremisible realidad o como producto de un sacrificio moral o de valores, que conlleva la posible desventura de la muerte por un ideal generalmente valorativo. La muerte está allí, como una posibilidad no deseada, mas no como un objetivo o medio para lograr una «felicidad» jamás encontrada. Es, para entenderlo mejor, una realidad macabra y escalofriante. No es el miedo normal a un desenlace desconocido y peligroso; al posible encuentro con la muerte indeseada, sino el temor frígido a escuchar y saber el destino que le ha deparado un mal momento de la vida, para transformarlo en arma letal para destruir y matar. No es fácil digerir ni aún en sueños, el ser seleccionado por el azaroso destino para completar la satánica acción de un malvado fanático, quien complacido en su creencia religiosa, ha decidido emprender una mejor vida después de su inmolación por una causa, difícilmente de entender como justa.

Muchos han sido y son los movimientos insurgentes nacionales e internacionales que se valen del terrorismo para sus andanzas, generalmente a la sombra de su debilidad numérica o de apoyo social, y sus objetivos se ajustan a la producción del pánico en las comunidades. Pero lo ocurrido en USA, deja de ser un acto de violencia guerrera, para transformarse en una irracionalidad que nos obliga a pensar en un holocausto universal. No es fácil de entender ni descifrar el mensaje, que muchos de manera simple han creído deducir siguiendo los parámetros de los desequilibrios sociales: la unipolaridad y la multipolaridad, las grietas sociales producidas por la riqueza y la miseria, las democracias irresolutas, las feligresías decadentes, la reestructuración o eliminación de un imperio o poderío y muchas otras causas y motivaciones.

No. Lo ocurrido no es para discursear con aplomo sobre bases del pensar corriente. No. No puede haber equilibrio mental para envolver lo ocurrido en conclusiones formales que reflejen circunstancias previstas o previsibles. No. No es cosa de Estado ni de nación. No es punto de reflexión sobre el estado mental en desequilibrio que conduce al suicidio. Ello, aunque anormal, generalmente tiende a su individualización en un posible desencuentro con la sociedad, que conlleva al suicida a un acto de propio castigo o de venganza inminente y retaliativo, pocas veces enmarcado en un grotesco escenario como el visto en Nueva York y Washington, producto de un sereno y razonado plan que en todo caso conduciría a los actores a una muerte o sacrificio atroz. Y, si bien es cierto que es frecuente el suicidio colectivo, también es cierto que este ha ocurrido en sectas religiosas o de cultos, convencidas del trance benéfico a un mundo mejor. Son muertes que se aplican sin producir daño a terceros. Tal cual como los sacrificios raros hoy y frecuentes en el pasado, fundamentados en creencias mitológicas.

No hay dudas de que en todo caso, priva la ignorancia, la incultura o el convencimiento espiritual y en ningún caso puede verse o pensarse en actos mercenarios. No es asunto de dinero, ni de valores materiales. Es un asunto categóricamente religioso, de allí la gravedad del problema.

Se ha dicho que se avecina una guerra entre civilizaciones y eso no es verdad. Siempre es dado a dividir las sociedades en bloque antagónicos: norte y sur; este y oeste, siguiendo el pensamiento de algún ideólogo o escritor cuya obra sea muy leída; y nos negamos a aceptar la cruda realidad: es la guerra del milenio, del Tercer Milenio, en contra de los «infieles» (cristianos), cuyo signo de la cruz dio origen a las avanzadas luchas del Primer Milenio, para imponerse. Ese milenio que dio cabida a los guerreros que empuñaron la cruz con la izquierda y la espada con la derecha, hasta que se hizo signo «la cruz de la espada», asumiendo el poder terrenal el representante del poder divino, de Dios o de los cielos y se fundieran en una sola persona los dos poderes. Es una lucha que ha persistido por más de dos milenios y que pareciera resurgir con mayores bríos en la entrada del nuevo milenio.

Son dos posiciones enfrentadas, mientras el cristianismo lucha por la paz, convirtiendo a los no creyentes a la religión de la resurrección; a la igualación social mediante la ayuda al prójimo; a la prohibición de matar y a la negación del cielo al suicida; la creencia religiosa de quienes consideran infieles a los cristianos, premia el sacrificio de sus seguidores, dando una inmediata y mejor vida a quienes se inmolan por causas justas, para las que no existen parámetros definidos. Lo que da píe a la locura de considerar objetivos y premios a alcanzar la destrucción del reino de los infieles.

Se cae en la ridiculez, cuando se comparan los hechos ocurridos con cualquiera otro acto de terrorismos en el pasado. El que lo haga una persona en particular por motivación propia, aún cuando haya sido incitado a hacerlo, puede ubicarse en la locura embriagada de heroicismo o en un éxtasis drogadicto, pero cuando sabemos de actos maquinados, pensados y planificados con la propia autodestrucción como acto de fe, conduciendo al sacrificio a otros seres humanos inocentes que nunca llegan a enterarse de tal motivación, es como para congelarse del escalofrió que el solo pensar produce. Este terrorismo de comandos suicidas, modalidad exclusiva del terrorismo religioso, es como un grado máximo del terror. Da miedo, pavor, pánico, horror; cuyo contagio nos transmuta al delirio y a una resignación confundida.

Quisiéramos creer que las palabras de Bush a Putín el pasado mes de junio, fueran premonitorias como se ha dicho: «Siempre hay locos capaces de hacer mucho daño», pero nos negamos a hacerlo. Es difícil creer que tantas personas se reúnan a la par de la locura, sin un móvil de creencia y convicción que los induzca a su inmolación. No todos los locos comen el mismo excremento.

El terrorismo es considerado como en una vía abierta a todo acto violento, degradante e intimidatorio, y aplicado sin reserva o preocupación moral alguna. No es, por lo tanto, una práctica aislada, reciente ni desorganizada pero no por ello estructurado.

Los fines buscados pueden tener fines políticos, religiosos, culturales o simplemente, para la toma del poder por un medio totalmente ilícito; de allí que, permanentemente, el mundo se ve sacudido a diario con noticias de atentados producidos en la vía pública, donde pierden la vida gente inocente y totalmente ajena a las circunstancias.

Este hecho de Nueva York, como otros que hemos visto en el pasado reciente, podemos calificarlos como el renacer de un fanatismo religioso de tiempos pasados, hoy prevalido del terrorismo con grandes soportes financieros y políticos, con redes a escala mundial y con dominio de una tecnología altamente sofisticada. Y, pareciera que la revolución que derrocó al Shah de Irán y convirtió a este país en una república islámica, dirigida por Ayatollahs fundamentalistas, marcó el nacimiento de este terrorismo islámico de dimensiones desconocidas, donde la violencia se transforma en un acto sacramental o deber divino que debe ser ejecutado para responder a una exigencia o mandato teológico.

Para estos fundamentalistas, cualquier gobierno laico, ajeno a la ley islámica, es ilegítimo. Sus actos terroristas tienen la bendición divina y las inmolaciones conllevan a un premio. Quienes no comparten su credo son «infieles», «apóstatas», «hijos de Satán» y la muerte de ellos es un acto natural.

De lo que se trata es de una Guerra Santa que involucra no solo a Estados Unidos sino también a todos sus aliados «infieles». Para la Yihad Islámica o para el Movimiento de Resistencia Islámica, Hamas, se trata de recuperar el territorio ocupado por Israel, lo que obliga al ataque de sus aliados, cuyo principal objetivo es Estados Unidos. Para ello, cualquier sacrifico es válido con lo que se logra el cielo un cielo descrito desde hace 700 años, en sus textos sagrados.

El ataque a las torres del Word Trade Center y al Pentágono, y el frustrado a la Casa Blanca, marcan el inicio de una nueva doctrina de seguridad y defensa, para la que se requieren nuevos elementos estratégicos y nuevas tácticas operacionales, amen de un sistema de inteligencia fundamentado en el estudio de la historia sacra y las doctrinas religiosas. El mundo del alma y del espíritu.

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