Opinión Internacional

Un tortazo contra todos los pobres

Al señor Michel Camdessus, francés y socialista vegetariano, de esos que perdieron toda ilusión con el colectivismo, capo del Fondo Monetario Internacional, como si fuera Harpo Marx, el día que anunció su retirada lo despidieron con un tortazo en la cara. Un tortazo en el sentido literal de la palabra: le aplastaron en el rostro un pastel de merengue, como si se tratara de una mala comedia hollywoodense. La hazaña estuvo a cargo de Reposteros sin Frontera, una organización francesa que ha hecho de esta pública humillación una no tan dulce forma habitual de protesta.

¿Qué dijo el economista galo que provocó la ira de estos agresivos reposteros? Camdessus hizo el gran panegírico de la reforma modernizadora del Estado, de las ventajas de la globalización y de la necesaria apertura comercial. Si no ponen en orden la hacienda pública -los gastos e ingresos fiscales deben equipararse- no hay otro destino que el endeudamiento y la quiebra. Si no privatizan las empresas estatales serán focos de despilfarro, atraso y corrupción, y si los Estados no se dedican a las tareas clave (justicia, seguridad, educación, salud y poco más), es casi imposible romper el maldito círculo de pobreza. Si los países pobres no se insertan en los circuitos comerciales de los ricos jamás abandonarán el pelotón de retaguardia. Si no procuran inversiones y transferencias tecnológicas del Primer Mundo están condenados a un atraso relativo que tiende a ensancharse.

Hasta ese punto era el conocido discurso liberal, pero entonces agregó una melancólica observación: además de todo lo anterior, la experiencia parece demostrar que para sacar al sector más pobre de su precariedad, no basta con el aumento general del producto interno bruto o la multiplicación del número de transacciones comerciales. Existe una miseria resistente a la que hay que atacar con educación especial y con un sustancial cambio de valores.

En el Tercer Mundo la batalla contra el subdesarrollo no es tan sencilla como frívolamente había expresado Clinton poco antes del incidente de Camdessus: «la mejor ayuda es mandar unos cuantos miles de computadoras para conectarlos a Internet». Eso no viene mal, pero antes de llegar a ese punto hay que recorrer un larguísimo camino. Cuando se tiene a un ciudadano mentalmente preparado para formar parte de la galaxia cibernética, lo probable es que ya no forme parte del grupo más pobre.

¿Dónde está el error de Camdessus? En realidad, en ninguna parte. Los equivocados son los que le lanzaron la torta de nata, gente perteneciente a una de las tribus más peligrosas del planeta: los fabricantes de miseria. Son estos tipos llenos de buenas intenciones, pero totalmente confundidos entre las causas y las consecuencias de la pobreza. Son esa gente que se asoma, por ejemplo, a la opulenta sociedad francesa, la compara con el horror de Haití o de Chad, y establece una absurda relación de causa y efecto: los franceses son ricos porque haitianos y chadianos viven en la más abyecta miseria. Los norteamericanos son ricos porque esquilman a los latinoamericanos.

¿Cómo llamar a quienes suscriben esta idiota manera de entender el fenómeno del desarrollo? Una buena palabra sería piratólogos. Gente que entiende que la acumulación de riquezas es siempre el resultado de un acto de piratería, de despojo del más débil. Pero no con ellos se describe la totalidad de la fauna. En Seattle quienes lanzaban piedras -ojalá hubieran sido tortas- eran los viejos proteccionistas de siempre, tenaces defensores de los privilegios, unas veces representados por los sindicatos y, tras ellos, por los empresarios mercantilistas. Esos que, en nombre de la patria, quieren alambrar los mercados para obligar a los consumidores a comprar a cualquier precio lo que producen las compañías locales, tenga la calidad que tenga. Y están, los racistas, supuestamente «contrarios a la mano de obra barata», pero, en realidad, enemigos de quienes tienen una piel o un acento diferente.

Lo curioso de esta amalgama reaccionaria, culpable en gran medida de la tragedia que viven los más pobres, es que está convencida de que constituye la porción progresista de la humanidad, cuando sucede exactamente lo contrario: son los más formidables enemigos del progreso que ha conocido la historia. ¿Qué le ocurrió a la India -una sexta parte del censo planetario- cuando suscribió la visión económica nacionalista, proteccionista, antioccidental defendida en Seattle y proclamada por los reposteros antiliberales? La sociedad se paralizó, la burocracia creció parasitariamente, hubo hambrunas. ¿Qué les acaeció a los países africanos que se apuntaron el socialismo árabe o negro? Que se les pregunte a Argelia, a Tanzania, a Ghana. ¿Qué ha sucedido en América Latina cada vez que el socialismo, en cualquiera de sus variantes -Perón, Velasco Alvarado, los sandinistas, Fidel Castro-han puesto en juego su ingeniería político económica colectivista? La extinción de los más poderosos, el acogotamiento de los niveles sociales medios, la instantánea pauperización de las grandes masas. En suma: el mayor de los desastres.

Sin embargo, esta verdad de perogrullo no soluciona un dato terco como la roca: parece comprobado que hoy las capas más pobres y peor educadas de la sociedad proporcionalmente disfrutan de una parte menor de las riquezas. No es que ahora sean más pobres ni vivan peor que antes, sino que aumenta la brecha que las separa de los otros niveles. Los de «arriba» viven mejor. ¿Qué hacer frente a esto? Era precisamente lo que intentaba abordar Camdessus cuando un energúmeno de la izquierda festiva le embadurnó la cara con merengue. Mucha gente le aplaudió la gracia. A mí me pareció una obscena agresión a todos los desgraciados e infelices del planeta.

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