Opinión Internacional

Una casa dividida

AIPE- Mucha agua ha corrido bajo el puente desde que Washington fue elegido presidente de EEUU por unanimidad del Colegio Electoral. En la última elección, aquel país se presentó dividido en dos partes casi iguales entre republicanos y demócratas. La cuestión, sin embargo, mucho más allá de esa paridad de sufragios, plantea la interrogante crucial de cuán profunda es la división entre las dos mitades.

Los episodios del 20 de enero, durante la ceremonia del cambio de mando en Washington, le inclinan a uno a pensar que es en realidad muy honda. Lo usual en el mundo entero es que una tal celebración sea festiva, que los partidarios del nuevo presidente festejen y sus contrarios se llamen a silencio, dejando que los fuegos de la campaña electoral se reduzcan a rescoldos, a la espera que los primeros «errores» de la nueva administración hagan nuevamente brotar llamas. En Washington el 20 de enero la realidad fue muy otra. Multitudes manifestaron apasionadamente contra Bush, extremaron la presión contra los cordones policiales, y exhibieron pancartas de insólita agresividad, con toda la apariencia de hallarse concertados. Ninguno pudo superar en rispidez al letrero que, haciendo un juego de palabras, cambió «Hail to the Chief» (Salud al Jefe), marcha con que las bandas militares acogen al presidente de la Nación cada vez que visita una unidad, por «Hail to the Thief” (Salud al Ladrón).

¿Acusación de haber robado Bush las elecciones? Imposible aceptarlo. Que el tema es polémico es lo más favorable que se puede decir para Gore. Las opiniones más calificadas, a mi modo de ver, sostienen que fue éste quien intentó que la Suprema Corte de Florida le concediese una victoria que las urnas le habían negado. En todo caso, imputarle en la cara deshonestidad a Bush no puede entenderse más que como exabrupto.

¿Qué es entonces lo que pasa? Indudablemente, una mayor carga ideológica de los partidos tradicionales tiene algo que ver. El tránsito de los líderes demócratas del sur hacia el Partido Republicano y el movimiento en sentido inverso de los partidarios del «progresista» Rockefeller, iniciados hace cosa de 40 años, ciertamente contribuyeron a transformar el enfrentamiento tradicionalmente tibio de demócratas y republicanos en otro mucho más apasionado entre «liberals» y «conservatives».

El tema de por qué razón las ideologías que han pasado a ser, contra una tradición secular, las sendas espinas dorsales de los partidos norteamericanos, se llaman así es demasiado extenso para hacerle justicia en esta ocasión. Baste decir que los «liberals» difieren casi diametralmente de los liberales clásicos, porque parten de un sentido de la libertad completamente distinto, según el cual las mujeres son más libres si pueden abortar y los jóvenes son más libres si pueden desafiar a la autoridad paterna y, de modo general, todos somos más libres si podemos hacer lo que nos venga en gana. Mientras los «conservatives» sí se asemejan mucho a los liberales clásicos, por opuestos a que el gobierno se meta en sus vidas y frustre la dirección que cada uno, dentro de los límites de la ley, quiera imprimirle. Sin contar con algunos rasgos idiosincrásicos de sus convicciones, que serían polémicos entre los liberales clásicos, como son las que abrigan a favor de la pena de muerte y del derecho a poseer armas de fuego.

Pero, siendo esto importante, no es capaz de resolvernos el problema de la intensidad de la oposición entre uno y otro bando. Para intentarlo tenemos que hacernos cargo de lo que ha ocurrido con la cultura en aquel país. Algo que ha hecho a Gertrude Himmelfarb escribir un libro titulado «Una nación, dos culturas», para aludir a la escisión radical en materia de valores y creencias ha sobrevenido, a partir de los años 1960, en EEUU.

Aquella década vio estallar conflictos de origen cultural a lo largo y a lo ancho del mundo. En París, en mayo de 1968, una revuelta de estudiantes mereció el nombre de «revolución». En los EEUU, en numerosas universidades, los choques adquirieron gran violencia. Los jóvenes no actuaban movidos por un nuevo proyecto concreto de organización social y política, sino por un rechazo universal de los valores de sus padres y de la presión social que de ellos se derivaba. El alemán Herbert Marcuse, más identificado que nadie con el mayo parisino, destacó el carácter intolerable de la cultura heredada como agente desencadenante de las rebeliones. Hablando en Nueva York en diciembre de 1968, se refería a «…todos aquellos que están sojuzgados, esclavizados, por sus empleos, por las innecesarias… funciones que se les requiere, por la moralidad que se les exige…» Y Sartre, en declaraciones a un periódico francés: «Los jóvenes protestan y rechazan porque se están asfixiando.»

De la matriz de esos levantamientos, por más que políticamente no llegaran a nada, nació una «contracultura». Una cultura alternativa con variadas manifestaciones, pero marcada por la universalidad del rechazo por los jóvenes militantes respecto de todas las normas morales de sus mayores, especialmente de la clase media. De allí surgiría una serie de movimientos fanatizados: el movimiento abortista, el feminismo, el antirracismo promotor de nuevas discriminaciones, los movimientos gay y lesbiano, que exigen la legalización de matrimonios homosexuales, el ambientalismo radical, la intolerancia académica que proscribe, como políticamente incorrecta, toda formulación, por más que sólo hipotética, que contravenga el nuevo igualitarismo radical en materia sexual y racial, el rechazo de la honestidad, de la ética del trabajo, de la virtud del ahorro, de la economía de mercado, del libre comercio… ¿Cómo explicarme en el espacio disponible? ¿Vieron «Belleza americana»? Esa película es una cabal expresión de la contracultura. Su tremendo éxito de público y de lauros es un índice elocuente de la de la difusión de la contracultura entre los críticos de cine, los intelectuales en general, los medios y, por efecto de esas palancas, del público general.

Las manifestaciones contra Bush del 20 de enero también son imputables a la contracultura, particularmente por la gratuita denigración del presidente de que hicieron gala. Un profesor norteamericano ha escrito: «Cuando los ciudadanos se muestran recíprocamente corteses a pesar de sus divergencias, revelan que esas divergencias son menos importantes que su resolución de seguir siendo conciudadanos.» Pero si se agreden salvajemente, ¿qué podemos concluir? «Una casa dividida contra sí», leemos en el Evangelio de San Marcos, “no podrá subsistir». ¿Justificará la situación de EEUU esta cita? Si uno mira la vitalidad de su economía habría que responder que no. Yo, sin embargo, no puedo reprimir una honda preocupación.

Abogado uruguayo, ex presidente de la Sociedad Mont Pelerin y del Banco Central del Uruguay
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