Opinión Internacional

Una polémica historia de las lenguas en la España moderna

Una idea política muy difundida actualmente es la de que España ha sido un país con un centralismo tan fuerte que ha ahogado durante siglos las legítimas aspiraciones a gobernarse de sus partes integrantes. Que esas partes han sufrido una asimilación castellanizadora y que han alcanzado, por fin, tras un largo camino reivindicativo lleno de sinsabores, sus anhelos reprimidos. Una de las pruebas, entre otras muchas, de dicho argumento radica precisamente en la difusión de la lengua española por doquier, puesta al servicio de una uniformación que, quienes no eran castellanos de raíz, por fuerza habían de sentir como una amenaza a sus modos de vida.

Esta idea flota en el ambiente. Es vox pópuli. Sin embargo, en mi opinión, ideas así son difíciles de compartir. Muy al contrario, sí se puede compartir la idea de que la centralización española genuina y efectiva fue invento de algunos hombres de negocios de mediados del siglo XIX que duró lo que duraron ellos: unos pocos años. Que fue, además, débil: dejó muestras interesantes en instituciones económicas, proyectó un sistema de educación para provecho de algunos, trazó varias líneas de ferrocarril; lo poco que se hizo movilizó y aglutinó a un país inmóvil desde hacía siglos, llevó a la gente de aquí para allá, la igualó un poco, dejó que se conociese mejor y se tratase más. Pero esa corriente tuvo poca fuerza. No arraigó porque en parte estuvo sujeta a las necesidades, muy variables según épocas y circunstancias, de la periferia española. La historia del centralismo podría contarse perfectamente al revés de como la lleva el tópico: en vez de ser una monomanía del centro geográfico peninsular por medir a todos según su rasero, era más bien una necesidad de sus vecinos. Cuando lo era; o sea, a ratos. (…)

Cuando en 1978 se discutía la normativa lingüística constitucional hubo ideas para todos los gustos. Las peticiones más extremas de división de territorios por lenguas solían venir de los nacionalistas. Pero no eran patrimonio exclusivo suyo, ni muchísimo menos. La nueva tradición era más amplia y andaba también en los bancos de la izquierda. La tradición en España no tiene un color político concreto. A Lluis Maria Xirinacs i Domenec, del Grupo Mixto, se debe esta idea: “Las lenguas oficiales de la confederación serán aquellas que sean oficiales en cada uno de los Estados. Ningún ciudadano está obligado a conocer otra lengua que aquella que determine su Constitución nacional”. Da toda la impresión de que don Lluis Maria estaba imaginándose la Balcania Ibérica. En realidad, de lo que se trataba era de promover la construcción de una España plurilingüe genuina, sin lengua común posible, y que habitaba en la cabeza de más de un sociolingüista de aquellos años, como sigue habitando todavía. Era — y es — el ideario absoluto del tradicionalismo, el refinamiento máximo.

En muy parecida línea estaban los diputados de Minoría Catalana: “En los territorios autónomos de España de lengua distinta al castellano cada estatuto de autonomía determinará el carácter oficial exclusivo o transitoriamente cooficial con el castellano de la respectiva lengua”. Se añadía a renglón seguido otro artículo por si no prosperaba el anterior: “Todos los residentes en dichos territorios tienen el deber de conocer y el derecho de usar aquellas lenguas”. Estos párrafos están jurídicamente muy bien pensados, quiero decir que se redactan con la debida oscuridad, porque en España no hay puramente “territorios autónomos de lengua distinta al castellano”: hay más bien territorios donde, además del español, se pueden oír otras lenguas, o viceversa. La idea del derecho a usarlas está muy bien; el deber de conocerlas se entiende peor, porque si uno no tiene necesidad de ello y no le interesa conocerlas, ¿por qué se le va a obligar? ¿Para qué? Una lengua no se aprende por obligación ni por mandato legal, se aprende por necesidad o interés.

Había quien iba más lejos en sus enmiendas. Los socialistas aragoneses pedían el reconocimiento oficial de modalidades lingüísticas locales, habladas en su absoluta pureza por algunos ancianos de la tribu, gente venerable, sin duda alguna, tal vez con más de cien primaveras a sus espaldas vividas todas ellas en sus comarcas pirenaicas. Se trataba de hablas dialectales sin ortografía común, sin gramática, sin vocabulario culto, sin literatura digna de tal nombre, pero que, para los socialistas de entonces, podían y debían ser lenguas de gobierno. Ignoro qué ni a quiénes iban a gobernar con ellas. Tal vez esto era lo de menos.

Vistas las ideas que se barajaban por aquellos años, todo indica que el compromiso al que se llegó en la redacción definitiva del texto constitucional evitaba la parcelación lingüística que el tradicionalismo acérrimo quería conseguir desde un principio. Se respetó el español, nominalmente castellano, con el imperativo de que todo ciudadano debía saberlo. Lo que no obstaba para que en los respectivos estatutos pudieran avanzarse leyes destinadas a recortar las atribuciones de la lengua común hasta donde los poderes autónomos entendieran que era conveniente. La Constitución del 78 era en esto ambigua — porque el problema de las lenguas de España no era tan importante —, pero lo que en ella se decía al respecto dejaba amplio margen para el sentido común. Ante un texto constitucional que apelaba a asuntos mucho más trascendentales, no se iban a examinar estos artículos concretos con lupa.

Por curioso que parezca, toda la discusión de lenguas entre sus señorías, con sus refinamientos bizantinos, sus alambicamientos jurídicos, sus dimes y diretes, se llevaba a cabo en uno de los países con más analfabetos de Europa y con mayor numero de gente ayuna de cualquier tipo de instrucción en pleno 1978. Esto, en la lengua común, pues si se entrara en el analfabetismo de las particulares los números darían vértigo. Éramos como el maestro Ciruela, no sabíamos leer y pusimos escuela. Se estaba reconstituyendo un país políglota para uso y disfrute de analfabetos. Nada tiene de particular, por otra parte: como habrá ocasión de ver, en la historia de España la conservación de lenguas particulares está ligada a la conservación de analfabetos generales en todo el dominio nacional. Son dos caras de la misma moneda y no se entiende un fenómeno sin otro.

Incluso si se considerara muy fríamente, parte de lo que se hizo desde el 78 en adelante fue una especie de glorificación del analfabetismo patrio. Se declararon bienes de interés cultural, respetables y dignos de protección, se consideraron aptos para la administración y el gobierno idiomas en los que muy pocos ciudadanos (a veces, menos que pocos) podían entenderse, leer ni escribir. Esto, independientemente de que a muchos no les interesara gran cosa el nuevo bien porque ya se apañaban con el español de toda la vida, lengua de menor raigambre cultural, sin duda, pero mucho más práctica.

Lo que algunos se disponían a recuperar — interpretando a su modo las inevitables ramificaciones legales y las imprecisiones a las que irremediablemente daba lugar el mandato constitucional — fue una gloriosa particularidad española que algunos creíamos afortunadamente olvidada: la posibilidad de trazar fronteras humanas entre los españoles, de cerrar espacios a la libre y fácil circulación de ciudadanos levantando por aquí y por allá aduanas lingüísticas. La posibilidad de diferenciamos según procedencia regional, de obligarnos a lealtades idiomáticas, de inaugurar un régimen de servilismo, esta vez a unas particularidades culturales cuando se habían acabado otras servidumbres. Un enriquecimiento sin precedentes, desde luego, que le debemos al nuevo tradicionalismo. Con todo, nos hemos empobrecido. Hace muchos años, campesinos gallegos, catalanes, vascos, navarros, levantinos, baleares, leoneses, asturianos, aragoneses, incluso algunas gentes del campo zamorano, extremeño, andaluz o murciano hablaban español mal, muy mal, si es que algunos de ellos lo necesitaban alguna vez en sus vidas. Hasta recuperar esta riqueza genuina nos queda mucha tarea por delante.

Las leyes destinadas a recortar las alas de la lengua común — que en ocasiones se aplican como meros instrumentos de control social — no han levantado mayor escándalo público, acaso ciertas polémicas y la indignación de algunos particulares y asociaciones, tachados rápidamente de fachas y retrógrados, por lo mismo humillados, amenazados, perseguidos, apaleados y hasta tiroteados. Pero la opinión pública ha asistido a su promulgación con complacencia, incluso con la satisfacción del deber cumplido, con el convencimiento de que así se estaban reparando injusticias seculares cometidas en nombre del español y a su costa.

De modo que hasta el Tribunal Constitucional, que ya es decir, entendía hace pocos años, al considerar la constitucionalidad de la Ley de Normalización Lingüística de Cataluña, que de la lectura de lo que la Constitución dice sobre las lenguas de España no se genera un pretendido derecho a recibir las enseñanzas “únicamente en castellano” allí donde éste contacte con lo particular. Entendía asimismo —para el caso concreto de Cataluña – que “aunque no exista el derecho a la libre opción de lengua vehicular de la enseñanza”, eso no deja gravemente desamparado al ciudadano. Salvo dos magistrados que votaron en contra de tales interpretaciones, ésa era y es la doctrina constitucional.

Hasta aquí ha llegado el nuevo tradicionalismo lingüístico, es decir, hasta hacer que un Tribunal Constitucional de hoy reconozca, casi unánimemente, que la comunidad de lengua pueda tener sus limitaciones en algunos territorios, que en éstos se le imbuya al ciudadano el idioma declarado territorialmente propio, aunque no sea propio, a veces, para un número muy notable de la población (cuando no para su abierta mayoría, como es el caso del País Vasco), y que en alguna parte de España no existe un derecho fundamental, pero que tal carencia no es tan grave. Se daba a entender que tampoco convenía mostrarse muy quisquillosos al respecto, pues los nacionalistas catalanes habían amenazado con un conflicto civil si el fallo constitucional no se plegaba a sus necesidades. A casi todos, este asunto nos ha parecido fenomenal. Nos hemos ido mostrando a lo largo del proceso, en palabras de Francisco Ayala, “aquiescentes, sumisos, obsecuentes o acoquinados”. Quién sabe si porque para muchos no ha habido otro remedio.

Lo más curioso del caso es que las pretensiones lingüísticas de este nuevo tradicionalismo que disfrutamos están basadas, si no en una abierta mentira, sí en unas verdades administradas con cuentagotas. La mayoría de los españoles considera que, efectivamente, ha habido un trato injusto y vejatorio para las lenguas minoritarias, un trato que se debe a la intromisión castellanista más grosera. Aunque la realidad sea otra, aunque la comunidad lingüística se haya conseguido, esencialmente, por necesidad e interés, aunque en la disminución del catalán tras la posguerra hayan intervenido señalados catalanohablantes que participaban, asimismo, en el silenciamiento de otras gentes e ideas que se expresaban en español. Aunque muchos vascos no hayan hablado nunca ninguna de las variedades del euskera porque en sus pueblos se dejaron de hablar en el siglo XIII (si no antes), o porque en ellos se gestó el castellano viejo. Aunque el gallego en Galicia fuera algo propio de la gente de las aldeas, digno de olvidar para el género urbano.., pues bien, a pesar de todo eso, el mito de la desmesura castellana subsiste, se le buscan nebulosos antecedentes en Felipe V o en Carlos III y consecuentes en Franco (como si lo más grave que hubieran hecho el dictador y su capilla hubiera sido perseguir lenguas en vez de perseguir hablantes). Además, la historia de esta desmesura se vende con algún éxito fuera de nuestras fronteras.

Pero no sé si el producto de la venta nos favorece y nos deja en el lugar de los países civilizados donde queremos estar. En un valioso libro dedicado a la lengua inglesa, que ha sido celebrado entre el público anglohablante, se puede leer esto que les traduzco a propósito de lo sensible que se vuelve alguna gente cuando se le toca la fibra de las lenguas:

“Hasta febrero de 1989, la organización independentista vasca ETA (‘Patria Vasca y Libertad’) ha cometido 672 asesinatos en pro de la soberanía cultural y lingüística del pueblo vasco. Aunque nos repela la violencia, es comprensible el resentimiento que puede aflorar en las minorías lingüísticas. En tiempos de Franco uno podía ser detenido y encarcelado por hablar vasco”.

Hasta aquí, la versión para el extranjero. No sé quién propaga estas versiones. Debe tratarse de algún idólatra de las lenguas. Considerado el asunto sin idolatrías, ¿qué importancia puede tener una lengua en años cuando no importaba una vida? Eran años lingüísticamente paradójicos, desde luego: había gente que sólo sabia hablar español y era detenida y encarcelada por gente que sabia hablar vasco o catalán. Incluso había vascohablantes y catalanohablantes que, a su vez, detenían y encarcelaban a otros vascohablantes y catalanohablantes. Era un régimen rarísimo, verdaderamente. No se puede explicar de dónde salió, ni cómo se sostuvo.

A mi juicio, el éxito de estas medias verdades se produce en España porque en el recurso a las diferencias lingüísticas culturales encuentra hoy el nuevo tradicionalismo argumentos legitimadores mucho más aceptables para gente liberal de los que podría hallar en otros campos en los que igualmente se ha fijado ayer, pero sin curso posible en la actualidad sean las diferencias biológicas o raciales (a las que siguen apelando algunos integrantes del Partido Nacionalista Vasco), sean las diferencias religiosas, sean las diferencias por costumbres, vestimenta, usos o gustos, donde es muy difícil dividir, y pretender la dominación de la ciudadanía, sin que cause risa.

El resquicio lingüístico, sin embargo, persiste. De su materia se labran auténticas ruedas de molino con las que comulga, prácticamente, la parroquia entera: casi todos se admiran cuando dice que un vasco genuino debe tener tal tipo de cráneo y tal tipo de sangre. Pero escuchan con naturalidad la idea de que un vasco genuino tiene que saber euskera o, por lo menos, ponerse a estudiarlo con la mejor de las voluntades. Pues bien, las dos ideas totalitarias, la racial y la lingüística, parten de las mismas fuentes y, aún más, fluyen según épocas y modas en descabelladas teorías, según las cuales esos vascos de pura raza, sangre y lengua provienen de un nieto de Noé (el del diluvio), o del ancestro Aitor (que es un invento hasta en el nombre que lleva), o han venido de la Atlántida (que hoy está debajo del agua, pero ayer fue la patria vasca primitiva). Sólo faltan ya los extraterrestres. Ni Noé, ni Aitor, ni la Atlántida se llevan ahora (¿imaginan a un político nacionalista diciendo algo así?); lo de la raza, casi tampoco. En cambio, lo de la lengua se oye casi todos los días. Se exige… y se acepta, ¿por qué? No encuentro otra explicación general para el caso que la que daba el vascólogo Luis Michelena en el sentido de que los prejuicios y opiniones erróneas de personas cultas son más numerosos y groseros en materia lingüística que en cualquier otra disciplina. Esto es inapelable.

El pensamiento supersticioso que anima al nuevo tradicionalismo ha ido a alojarse ahora en las lenguas, en las culturas, en la identidad y la razón filológicas, cuando ya casi no cabe en ningún sitio (seguramente, a la espera de ver dónde pueda alojarse mañana). Amparado en la aceptación que encuentra en estas parcelas, y en la ignorancia general que existe sobre ellas, actúa políticamente de acuerdo con estos principios de error y prejuicio con beneplácito casi general.

Quienes, sin embargo, no se han acogido a tal corriente tradicionalista, ni al tópico de las esencias e identidades, han tendido a pensar que las lenguas ni eran patrimonio natural o esencial, ni definían a ningún pueblo o cultura —conceptos éstos ya de por sí imposibles de definir – ni eran, ni son, una riqueza en sí mismas. Las lenguas estaban más bien sujetas a los avatares de la sociedad y a los intereses de la gente. De modo que si el interés de muchos que no lo dominaban pasaba por el español, había que facilitarles el tránsito hacia esa lengua y su dominio genuino, aunque en el viaje seguramente se perdieran otras formas de expresarse. La ciudadanía no estaba obligada a dar cada paso calculando si se traicionaba, o no, a la tradición y al abolengo. Nada estaba trazado por los siglos de los siglos según una herencia lingüística, cultural, foral, natural y divina que pesaba como una losa caída del cielo y con la que uno estaba identificado de la cuna a la sepultura. La realidad era que, en las lenguas, los vínculos económicos, el interés y la necesidad de entenderse, los asuntos materiales, en suma, pesaban más que aquellos lazos gaseosos trazados en el vacío por el espíritu, la naturaleza y la ley divina.

Pero estas corrientes apenas han tenido peso. Han sido más bien raras, como si fueran poco españolas. Antiespañolas incluso. Traían en sí el germen de una maldición que secaría los tuétanos del santuario tradicionalista y agostaría su inmaculado paraíso políglota, una penitencia mucho peor que la de Babel: una penitencia que consistía en entenderse. El tipismo, el casticismo nacional al estilo castellano viejo, podía molestar a gente como Larra, quien se despachó a gusto con él en sus artículos de costumbres. Como el tipismo catalán podía molestar en su propia tierra a Piferrer o a Manuel de Cabanyes, quienes se carcajeaban de la literatura folclórica escrita en catalán. Como el tipismo gallego le podía parecer simple paletería insufrible a Juan Sieiro hace ciento veinte años. Pero, por lo general, nadie en la España decimonónica ha considerado el tipismo como elemento erradicable en pro del interés común y nada ha ocurrido digno de subrayar en la conjunción económica o política del país que lo liquidara más allá de los rasgos de rusticidad muy visibles. (…)

Así que la España lingüística que se nos presenta ahora como el colmo de la modernidad, con sus cinco lenguas oficiales y sus otras muchas variedades dignas de especial protección por los gobiernos autónomos que así las declaran es, en esencia, una España antiquísima. (…) La de los tradicionalistas revestidos ahora de nacionalismo. La de siempre. Una España cuyas lenguas minoritarias se conservan no por una voluntad colectiva, secular, democrática, de oponerse a la usurpadora presión castellana en sus tierras, sino más bien porque ningún castellano, o muy pocos, pasaron por ellas y porque no hubo ninguna organización de peso que rompiera la tradicional foralidad de los reinos y facilitara que los españoles sintieran mucha necesidad de entenderse. (…)

Se entiende bien que muchas personas miren con simpatía la centralización europea que se avecina y estén dispuestas a entenderse en lenguas de esas con las que te puedes mover entre millones y millones de gentes uniformadas culturalmente, pero que se entusiasmen con esto los trazadores de fronteras humanas que abundan en el mundo político e intelectual español sí que es un tema digno de estudio. No le corresponde a este libro.

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