Opinión Nacional

20 años perdidos (y una terca esperanza)

Parece llegar a su punto de condensación la crisis nacional desatada a partir de los saqueos de 1989. El celebérrimo año en el cual descubrimos que Venezuela era «otra». Es ahora que podemos calibrar en toda su dimensión el contenido de lo afirmado por Arturo Uslar Pietri mientras transcurrían los años 90. Estamos en una encrucijada; los pasivos se acumulan; los modelos de desarrollo no cuajan; la descomposición se expande. Todo el modelo republicano parece en entredicho.

Venezuela había dejado atrás la barbarie unos setenta breves años atrás para transitar, con la gasolina petrolera, un recorrido social exitoso y envidiable. Aquella «ilusión de armonía» visualizada con acierto por Naim y Piñango. Una nación pequeña y deshabitada, con un relajado espíritu tropical donde todo estaba por hacerse y pagaban excelentes sueldos. La fantasía de cualquier inmigrante.

Tiene esta realidad un cariz especialmente dramático en los dos años que nos quedan por delante. El experimento chavista se ha extendido peligrosamente en el tiempo, y el país resiente, ya de forma acusada, el rigor de todos sus disparates. Peor aún: sus valores, su discurso, su encono, el corrosivo germen incivil que lo inspira, parece haberse sembrado en una buena parte de nuestros compatriotas.

No hay pueblo de Venezuela que no tema por una banda de malandros; no hay proyecto productivo o de inversión que soporte un Aló Presidente; no es posible juntar más de tres bolsas en un automercado sin que salgan de la cartera varios billetes de cincuenta. Hace rato dejó de ser una noticia que se violentan propiedades ajenas o agreda a manifestantes que estén dejando constancia de su inconformidad. No existe en el gobierno un solo emblema bandera, una sola conquista, una realidad institucional palpable, una sola suma de siglas de la que valga la pena acordarse.

Los doce insensatos años que han comprendido este gobierno, junto a la tumultuosa década de los 90, suman más de 20.

El total es devastador: dos décadas persiguiéndonos la cola en un disparate tras otro. Una generación entera condenada a creerse que las calamidades forman parte del paisaje. En el caso de quien escribe, toda su juventud. Propalando rumores de golpe, fabricando fraudes a la nación, tocando cacerolas, escuchando relatorías de bancos en trance de quiebra, eligiendo caudillos delirantes. Una estupidez tras otra. Nadie puede olvidarlo: a Hugo Chávez no lo lanzaron de un platillo volador.

En este paquete nos metimos solitos.

Es cierto que hay un filamento de la vida nacional inquebrantable, que parece hecho a prueba de balas, decidido a resistir a contracorriente en estas circunstancias. Es cierto que el grueso de la sociedad comienza a despertar, y que en esta ocasión el manual de procedimiento para revertir esta dolorosa realidad parece el correcto. Lucen irrefutables las señales de decadencia del chavismo. Es cierto, también, que la velocidad de su ocaso es bastante más lenta de lo que quisiéramos. De lo que se merece, a tenor del pobre balance de sus ejecutorias.

Mientras gobernaban Pérez, Velásquez y Caldera, sabíamos que algo grave sucedía, pero en algún rincón del hipotálamo nacional subyacía la noción de que teníamos tiempo. Hugo Chávez era una improbable amenaza en liquiliqui; los valores democráticos del común de la ciudadanía lucían asentados; Cuba era una realidad decadente y lejana que ya ni siquiera producía polémicas.

La tarea que tenemos frente a nosotros es particularmente delicada y decisiva.

Terminar de consolidar y expandir una mayoría que se apropie de la voluntad nacional de manera irrefutable cuando nos toque ir a elecciones; segregar un proyecto político que ofrezca parámetros viables para garantizar la estabilidad del futuro.

Hacer lo necesario para que el adversario histórico de esta hora, el chavismo, pierda oxígeno e influencia entre las masas en un ambiente de libertad. Sin que a nadie le sean conculcados sus derechos fundamentales. El fondo del problema es muy sencillo: si fracasamos nos quedamos sin país.

El tiempo se acabó.

No es esta una tarea que se resuelva en unas primarias, ni será responsabilidad única de un candidato presidencial o un presidente. La realidad que debemos labrar en el corto y el mediano plazo será el resultado del esfuerzo de una generación de venezolanos y un estamento de dirigentes políticos que tiene que haber digerido el costo de este doloroso aprendizaje.

Venezuela era un país millonario y lleno de posibilidades sumido en una vergonzosa parranda. Comandado por una diligencia corrompida e irresponsable.

En 1998 aquí no había aliento para quebrar una lanza por nadie.

Ese panorama se ha modificado a la vuelta de doce años. Hoy tenemos nuevos actores, y en consecuencia, las esperanzas van retoñando. Capriles Radonski, Pablo Pérez, María Corina Machado, Carlos Ocariz, Alfonso Marquina, Julio Borges, Henri Falcón, Ángel Medina, Leopoldo López y Gerardo Blyde, por nombrar algunos visibles, constituyen el testimonio de un horizonte posible: una élite política responsable que promueva, junto al resto del país, un proyecto de reconstrucción con compromiso social y espacio para todos. Eso que hoy están logrando, sin problemas, naciones como Perú, Panamá, Colombia, Uruguay y Brasil. Los confines para donde, en esta hora triste, se están marchando nuestros conciudadanos huyendo de Hugo Chávez.

¿Podrán hacerlo? Un amigo cercano que vive en España, de visita en el país, me dijo en diciembre: «necesitan dos horas más en el horno». Puede que me equivoque, pero yo apuesto a que sí podrán.

Como yo soy venezolano, como no tengo, ni quiero tener, más pasaportes que este que me asignó la providencia, como quiero para mi hija una infancia feliz como la que yo tuve en Venezuela, en una nación que le haga sentirse orgullosa, yo no me voy a ir.

Me voy a quedar a ver el final de esta película.

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