Opinión Nacional

A qué se parece Venezuela.

En este momento, la faz de Estados Unidos es la de un hombre sereno, inteligente, joven, aplomado, hechura cabal de las mejores universidades del mundo. Un orador vibrante, culto, reflexivo, lleno de ideas y libre de resentimientos, que ha llegado al poder izado sobre la esperanza de cambio y deslizándose en los diferentes escenarios con sus maneras de caballero refinado y parte de una élite sofisticada que no necesita fingirse populachera, entre otras cosas porque no le sería posible: la marca más palpable de Barack Obama es su brillante tránsito académico y su determinación de convertir ese rasgo en clave de su influencia sobre la gran potencia cuyo destino ha recaído en sus manos.

La cara de Europa tiene las facciones de los jefes de Estado, principalmente Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, que han salido en rescate del sistema financiero, mediante una serie de operaciones rápidas y certeras, orientadas a proteger, como ha dicho Merkel, «al ciudadano, no los intereses de los bancos». La imagen de Francia por estos días está asociada, además, a la estampa pálida y alargada de Jean-Marie Gustave Le Clézio, distinguido con el Premio Nobel de Literatura 2008, uno de los honores más altos a los que pueda aspirar una sociedad, una lengua, una cultura.

La cara de Colombia que se nos viene a la mente retiene la expresión emocionada y perpleja del congresista Oscar Tulio Lizcano, rehén de las FARC por ocho años, recién escapado de sus verdugos. La paradoja colombiana se asienta en la traza de un hombre emergido de la selva con ropas de mendigo, arrastrando los destrozados pies, vuelto leña, pero nimbado por el aura de la dignidad. Revestido de libertad, alegría de vivir y amor por sus familiares recobrados.

¿Y Venezuela? A qué se parece esta entrañable fuente de mortificaciones. No es, por cierto, al Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles, laureadas por el mundo.

No tiene el país ese aire monacal y al mismo tiempo secretamente astuto de José Antonio Abreu, como tampoco ostenta esa constancia para las altas metas, esa tenaz alianza con la música, las artes, como vía de superación de multitudes.

Qué va. Venezuela no tiene ni aires de familia con Abreu ni con el Sistema. Pero la terrible realidad es que ese prodigio existe a pesar de la actualidad venezolana, a contravía de esa fuente inagotable de desgracias que es el Gobierno, a contrapelo de las políticas culturales, sector en el que tan claramente imperan la demagogia, la cursilería, el anacronismo, la improvisación, la vuelta a la alpargata como parámetro, el supuesto indigenismo que mal oculta la indigencia intelectual y el fingido africanismo que no oculta la febril procura de unos palos financiados por el Estado.

A diez años de Chávez, lo más parecido a Venezuela es la horrorosa irrupción de un antiguo jardinero que blande puñales en el aire para asesinar a la nieta del segundo presidente de la democracia de la segunda mitad del siglo. Ese es el actual retrato de Venezuela.

La descendencia de un hombre honorable, que prestó importantes servicios a la nación, sacrificada por un tipo ruin, lleno de odio y de brutalidad, asistido por la certeza de la impunidad. «Freír las cabezas de los adecos»… es la pavorosa sentencia que no ha dejado de resonar: Chávez se las ha arreglado para encontrar agentes que den cumplimiento a sus amenazas y malos augurios.

El retrato hablado de Venezuela aflora de la descripción de la violencia, la corrupción de las cúpulas políticas y militares, la falta de oportunidades, la exclusión por razones económicas y políticas. Su rasgo más notorio es la frustración debida a la debacle de todo lo que habíamos logrado, como la industria petrolera eficiente, el Metro de Caracas, los museos nacionales, la red de bibliotecas públicas, los hospitales, la Cantv, las notarías… todo lo que ha sido destruido por la actual camarilla gobernante.

A esta hora Venezuela se parece a la mueca que deforma la cara de Chávez, desfigurado de autoritarismo, de latrocinio, de insensibilidad frente a los venezolanos asesinados por el hampa, de obsesión por mantenerse en el poder. Es, por cierto, el rictus de la mentira, del plan trazado para aprovecharse de la esperanza y convertirla en dominio.

Venezuela debe parecerse a otra cosa. Ya vemos cómo algunos países lo han logrado.

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