Opinión Nacional

Autoritarismo Populista y Democracia: El Caso del Peronismo

En su monumental obra sobre el fascismo, Stanley Payne manifiesta que el peronismo argentino presenta algunas similitudes con ciertos regímenes sincréticos, semipluralistas y autoritarios, «que se esforzaron por lograr la creación de movimientos semifascistas y semiburocráticos desde arriba hacia abajo, pero que normalmente fallaron en esa empresa.» Considera a estos sistemas como parte de los modelos nacional-autoritarios que constituyeron la forma política más común que ha existido en el siglo XX y dentro de la cual cabe incluir, como expresiones extremas, al nazismo y al fascismo italiano.

Si bien estas semejanzas habían sido percibidas desde largo tiempo atrás -en primer lugar durante la propia emergencia del peronismo en la Argentina de los años cuarenta- es más frecuente calificar a este movimiento como uno de los mayores exponentes del populismo latinoamericano. No todas las expresiones de este populismo, sin embargo, pueden clasificarse con seguridad entre los modelos nacional-autoritarios mencionados al comienzo: existen variantes más democráticas y menos nacionalistas que las propulsadas por Perón y, por lo tanto, es preciso reconocer que se produce cierto solapamiento entre ambas denominaciones. En todo caso, el analista debe estar siempre preparado para admitir que los regímenes políticos no pueden clasificarse de un modo tan claro y sistemático como, por ejemplo, las especies biológicas. Por eso convendría aceptar, como punto de partida, que el peronismo argentino, aun siendo obviamente una forma de populismo, puede encuadrarse también dentro de ese nacionalismo autoritario que tanta importancia cobró durante la primera mitad del siglo XX.

Es importante señalar, además, que cuando hablamos de populismos latinoamericanos no lo hacemos así por razones exclusivamente geográficas o culturales. Existieron otros populismos que se diferenciaron claramente de los que nos interesan porque fueron movimientos distintos en su conformación y sus objetivos, no por haber surgido en contextos nacionales distintos. Nos referimos, por supuesto, a los antecedentes rusos y norteamericanos que se registraron hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX. Estos fueron movimientos de predominante base rural, que no llegaron a triunfar, y que pasaron de un modo relativamente fugaz en la evolución política de ambas naciones. En América Latina, en cambio, el populismo se caracterizó por su base urbana y floreció varias décadas más tarde, condicionando de un modo muy marcado el entorno político de muchos países durante un largo período, hasta el punto en que pudiera decirse que aún hoy aparece como un resabio todavía identificable en ciertos gobiernos que el analista superficial puede considerar como encuadrados en otras corrientes ideológicas.

1. El Derrotero del Peronismo

Una de las singularidades del peronismo es la peculiar combinación de apoyos que lo sustentó. Hasta 1945, el entonces Coronel Juan Domingo Perón -Secretario de Trabajo de un régimen militar surgido del golpe de Estado de 1943- desarrolló una amplia labor encaminada a organizar nuevos sindicatos, principalmente con los migrantes rurales que llegaban en gran número a las ciudades. Consolidó así una base política que, luego de diversos incidentes que no podemos detallar aquí, le permitió ganar las elecciones de 1946 contra un frente formado por todos los partidos tradicionales de la Argentina: conservadores, radicales, socialistas y comunistas. Ya Perón había logrado que los militares, en general favorables a sus actitudes nacionalistas, cerraran filas alrededor de su figura, conformando entonces una alianza singular entre sindicalismo y militarismo que no volvería a repetirse en Latinoamérica.

El primer gobierno de Perón, si bien surgido democráticamente, desarrolló de inmediato algunos elementos autoritarios y personalistas bastante marcados: la oposición fue perseguida, aunque los partidos pudieron seguir funcionando con ciertas restricciones, se intervino decisivamente en muchos asuntos que hasta entonces habían quedado fuera del ámbito del control gubernamental y, en 1949, se modificó la constitución para permitir la reelección presidencial. Perón fue reelegido en 1952, en elecciones relativamente libres pero que restringieron la labor opositora, pero de allí en adelante el apoyo popular que recibiera fue mermando bastante aceleradamente. La deteriorada situación económica, producto de la propia política intervencionista de su gobierno, debilitó la aceptación que en otro tiempo tuviera, en especial entre los sectores medios, y le alienó buena parte del apoyo anterior. Su conflicto con la Iglesia, generado entre otros motivos por su ambición ilimitada de poder, lo fue distanciando también de una buena parte de la oficialidad –de clara orientación católica- hasta que, en 1955, un golpe militar con considerable apoyo popular alcanzó a derrocarlo.

Perón emprendió el camino del exilio mientras su movimiento era ilegalizado y perseguido. Muchos años después, sin embargo -en 1974- volvió al poder por medio de elecciones libres. Su último gobierno fue breve, ya que murió a los pocos meses de asumirlo, y estuvo signado por una pugna feroz entre las diversas fracciones en que se había fragmentado el movimiento. De allí en adelante, y especialmente luego de 1983, cuando Argentina retorna a la democracia, el peronismo atravesó por un proceso de redefiniciones que lo modificó profundamente, en una interesante y compleja evolución política a la que apenas si podremos referirnos en estas páginas.

2. Características del Peronismo

El primer gobierno de Perón constituyó una expresión de populismo que luego se volvería casi paradigmática. Entre sus características principales cabe destacar las cuatro siguientes: su oposición al status quo, el tercerismo, el nacionalismo económico y el personalismo. El peronismo surgió como un movimiento hasta cierto punto revolucionario que enfiló su critica contra la política tradicional, contra el dominio de la «oligarquía terrateniente y el imperialismo» engarzando este mensaje de cambio con una prédica nacionalista, donde las metas de justicia social y de apertura de espacios de poder para quienes se sentían marginados resultó fundamental. Como tal, el peronismo significó la introducción de una nueva presencia en el sistema político del país: renovados y extendidos sindicatos –que ya no respondían ideológicamente al marxismo o al anarquismo-, masas populares en directo apoyo de su líder, una ruptura de forma y de fondo con la república que había estado vigente hasta 1930. Esta frontal oposición a lo establecido revivió en los años en que el movimiento quedó marginado de la vida política argentina (1955-1973), aunque ya bajo formas más próximas a las de los clásicos movimientos insurreccionales marxistas.

El tercerismo, como posición ideológica, representó una confusa amalgama de posiciones contrapuestas. A pesar de esta imprecisión fundamental, o quizás tal vez gracias a ella, el peronismo –como el populismo en general- logró concitar el apoyo de amplios sectores populares y aún de una fracción no desdeñable de la intelectualidad. En un contexto en el que capitalismo y socialismo se enfrentaban de plano en un combate ideológico incesante, y donde las dos grandes potencias del mundo estaban comprometidas en la Guerra Fría, el mensaje populista trató de navegar entre las aguas de los sistemas contrapuestos, elaborando fórmulas que, si bien carecían casi siempre de un contenido preciso o aún de viabilidad práctica, resultaban impactantes y capaces de movilizar los sentimientos y las energías latentes en amplios sectores de la población. Perón se llamó a sí mismo «justicialista», apelando a un nuevo término con el que reclamaba la originalidad de no ser ni capitalista ni socialista, mientras enfatizaba –como eje de su prédica- el vago concepto de «justicia social».

A pesar de las indudables semejanzas de algunas de sus políticas con el socialismo, el peronismo trató de poner distancia con las propuestas fundamentales del marxismo: no propició la lucha de clases, aunque la admitió en parte como recurso instrumental, y no se reivindicó como expresión política del proletariado sino apenas de unos «descamisados» que, en definitiva, nunca se perfilaron conceptualmente con nitidez. Abogó por una economía mixta, sobre la base de una propiedad privada restringida, y no incursionó mayormente en los intentos de imponer una planificación central.

Perón, por otra parte, no vaciló en criticar al capitalismo con una fraseología ardiente que apelaba a «sus» descamisados y a los trabajadores en general contra los dueños de la riqueza. De allí la pertinencia de llamarlo populista, pues su mensaje esencia era que el pueblo podía por fin llegar al poder derrotando a la oligarquía y al sistema conservador, y el tono izquierdista y encendido que en muchas ocasiones usó, llegando a coquetear –ya en el exilio- con ideas abiertamente socialistas, aunque manteniendo con cuidado su diferenciación de fondo con la ortodoxia marxista-leninista. El peronismo, en este sentido, fue más nacionalista que clasista, más antinorteamericano que prosoviético, más apegado a las grandes fórmulas vacías que a programas claros de gestión económica, con lo que se acercó en muchas de sus manifestaciones, como decíamos, a ciertas variantes del fascismo.

A pesar de este confuso tercerismo, y de los constantes vaivenes ocurridos durante su gestión, no cabe duda de que el peronismo llegó a formular una política económica que cabe incluir dentro del ámbito de lo que suele llamarse nacionalismo económico. Procurando una industrialización independiente, que sentara las bases de una autonomía plena frente a las potencias internacionales, el peronismo fue adalid del proteccionismo, la sustitución de importaciones y el llamado «crecimiento hacia adentro» que luego difundiría por toda la región la CEPAL. Una industria de invernadero, protegida por altos aranceles y muchas veces en manos directamente del Estado, fue estimulada por diversos incentivos que, en general, siempre implicaron el más amplio intervencionismo estatal.

Pero lo singular del populismo peronista, en este sentido, no fue tanto esa búsqueda del crecimiento sobre la base de un mercado interno aislado del contexto internacional, sino la utilización de la política económica para la directa obtención de dividendos políticos y sociales. Perón no vaciló en fijar precios y salarios, en establecer el control de cambios, en otorgar subsidios y en promulgar leyes sociales de amplia cobertura con el objetivo de abaratar artificialmente el nivel de vida popular y generar apoyos directos para su gestión. Con esto obtuvo réditos políticos inmediatos, que le facilitaron su permanencia en el poder, pero comenzó la lenta erosión de la economía que desembocaría en la crisis irremisible de finales de los ochenta. Con Perón aparecen en Argentina la inflación y la escasez, y se asiste –aunque con altibajos- al comienzo de un estancamiento productivo que las altas barreras arancelarias y la falta de innovaciones tecnológicas acentuarían progresivamente. Este irregular desempeño, que llevaría a su país a quedar rezagado de las principales potencias económicas, debe considerarse también como un factor importante en el apoyo que recibiera el golpe militar que lo derrocó en 1955.

La última característica a destacar, el acentuado personalismo de su conducción, tiene reminiscencias tanto del autoritarismo nacionalista mencionado como de un fenómeno típico de nuestra región, el caudillismo. Surgido en el siglo XIX como una respuesta -pero también como un factor desencadenante- de las épocas de anarquía que siguieron a la independencia, la emergencia de caudillos u «hombres fuertes» fue una característica de América Latina que se prolongó –y aún se prolonga- durante todo el siglo siguiente.

En el caso del populismo cabe destacar que la consolidación de un liderazgo fuerte y personalista se complementó de un modo muy directo con otras cualidades distintivas de esta corriente. Sin la precisión ideológica de otras formaciones políticas, el populismo se distinguió por un discurso de tonalidades más emocionales que racionales, respondiendo así a los anhelos y expectativas de los migrantes rurales que, sin mayor experiencia, llegaban a las ciudades y no encontraban respuestas ni un espacio propio dentro de los esquemas de la política tradicional. Estos dos elementos, la ausencia de un proyecto coherente y viable y la escasa organización previa de sus bases de apoyo, impidieron que el peronismo alcanzara un grado de estructuración compatible con los desafíos a los que se enfrentaba, haciendo que la relación líder-masa adquiriese así un valor fundamental. Perón llevó a su movimiento por las aguas turbulentas de la cambiante política de su tiempo haciendo y deshaciendo alianzas, cumpliendo o no promesas, acercándose a la derecha o a la izquierda según lo aconsejaran las cambiantes circunstancias de la hora. Esto también ocurrió, aunque en menor medida, con otras formaciones políticas latinoamericanas, que expresaron también un fuerte personalismo en su estilo de conducción aunque organizando partidos –como AD en Venezuela o el APRA en Perú- mucho más consolidados organizativamente.

El acusado personalismo al que nos referimos tuvo además otra consecuencia: retroalimentó las debilidades previas del movimiento peronista impidiendo que éste se convirtiera, especialmente después de su derrocamiento, en un partido político más o menos convencional. El peronismo se distinguió, durante los años que van de 1995 a 1976, por ser una amalgama de fuerzas que incluían un sector sindical fuertemente organizado –aunque también dividido y dirigido por caudillos contrapuestos entre sí- una base política más tradicional y una constelación de grupos y organizaciones juveniles mucho más radicales y generalmente opuestas a las actuaciones de las otras dos ramas del movimiento. Esta dispersión organizativa e ideológica, sobre la que señoreaba sin discusión la figura del viejo caudillo, es de hecho el antecedente inmediato de la violenta pugna que surgió a comienzos de los años setenta y derivó en la brutal dictadura que lo derrocó en 1976.

3.- El Legado del Peronismo

Este trabajo quedaría inconcluso si no intentáramos evaluar, sobre la base del conocimiento de la historia posterior, el impacto que tuvo el peronismo en el desarrollo político y económico de la nación sureña. Los efectos principales pueden comprenderse mejor si separamos los elementos económicos de los políticos y nos concentramos en los efectos que resultaron más duraderos y profundos.

En el primer sentido puede decirse que la política económica peronista produjo resultados por completo opuestos a los que preconizó el movimiento. Buscando una industrialización acelerada que mantuviera a la Argentina en un lugar destacado dentro del concierto internacional se procuró un crecimiento basado en el mercado interno que, muy pronto, encontró límites irrebasables. El país no creció y la boyante situación en que se encontraba al final de la Segunda Guerra Mundial se convirtió, en pocos años, en una de penurias económicas desconocidas hasta entonces. Perón consolidó el intervencionismo estatal que luego se haría típico de toda la América Latina, manejó sin cuidado las finanzas públicas y terminó inaugurando la larga época de inflación que viviría la nación del Plata. El nivel de vida de los argentinos no mejoró: al contrario, los años cincuenta marcan una cúspide desde la cual luego se descendería en una proceso de decadencia que continúo hasta comienzos de los noventa.

Es cierto que no sólo Perón es responsable de este intervencionismo. Ya desde 1930 se comenzó a recorrer en Argentina el camino del estatismo y la planificación, de los controles de todo tipo y del manejo poco estricto de las cuentas fiscales. Los gobiernos posteriores a su caída mantuvieron este modelo de gestión pública, incluyendo entre ellos no sólo los débiles gobiernos civiles y militares que se sucedieron hasta 1973, sino también la sangrienta dictadura posterior y el régimen democrático de Alfonsín que, en medio de una crisis sin precedentes, entregó el poder en 1989. Pero, en todo caso, no puede discutirse que Perón fuera el artífice y el propulsor principal del modelo económico de economía mixta que tanto daño causara a la Argentina durante casi toda la segunda mitad del siglo XX y que, paradójicamente, terminara siendo desmantelado por otro peronista, el presidente Carlos Saúl Menem.

Los argentinos aprendieron así, por el camino más difícil, una lección sobre economía que hoy ya es aceptada en casi toda nuestra región. A pesar de las desigualdades y el carácter agrario de la economía abierta que imperó entre 1880 y 1930, este modelo fue capaz de generar un crecimiento sostenido que las políticas intervencionistas –más favorables al igualitarismo, aparentemente- no pudieron conseguir durante sesenta años. Sólo cuando la inflación, el endeudamiento, la inestabilidad y la profunda recesión se abatieron sobre los argentinos éstos tuvieron el indispensable consenso y la voluntad política necesaria como para abandonar una senda que los hundía cada vez más en el atraso.

Las consecuencias políticas, por otro lado, no fueron de menor trascendencia. El peronismo, como decíamos al comienzo de este trabajo, fue un movimiento esencialmente autoritario y semipluralista que, si bien no llegó a ser plenamente dictatorial, manifestó un irrespeto de fondo por lo que alguna vez se llamó la «legalidad burguesa» o la «democracia formal». Perón llegó al poder mediante elecciones y logró hacerse reelegir después de modificar la constitución, pero nunca se consideró sujeto por la legalidad preexistente o por el marco jurídico que él mismo creara, al que siempre consideró subordinado a sus objetivos políticos.

Puede decirse en este sentido que el peronismo, si bien democrático en cuanto a respetar la soberanía popular, se apartó nítidamente de lo que hoy llamamos Estado de Derecho. No fue la regla de la mayoría la que violó el peronismo, entonces, sino ese conjunto esencial de libertades democráticas que constituyen la esencia de un régimen de derecho. La oposición fue perseguida aunque no se le impidió existir ni participar en las elecciones, los derechos de propiedad fueron vulnerados sistemáticamente aunque no eliminados del todo, y se desarrolló una intensa labor de propaganda y manipulación popular que comenzaba en las escuelas y se extendía sin pudor a todos los ámbitos de la vida cultural. En este clima de libertades limitadas se produjo el golpe militar que, después de nueve años, acabó con el gobierno surgido en 1946.

Las fuerzas que lo derrocaron, sin embargo, no alcanzaron a recuperar plenamente una institucionalidad ya fuertemente erosionada. Temerosas del resurgimiento del peronismo intentaron crear una democracia restringida, basada en la proscripción de un movimiento al que adjudicaban quizás un potencial de recuperación mayor al que tenía. En todo caso, sin embargo, sus políticas propiciaron el mismo mal que pretendían combatir: aislado de la legalidad, convertido en un paria político, el peronismo pudo en pocos años restablecerse del golpe sufrido. A esto ayudó, sin duda, la ausencia de una recuperación económica efectiva y la fragmentación de las fuerzas políticas que lo sucedieron. Perón pudo señalar así, irónicamente, que la gente pedía su regreso no porque su gobierno hubiese sido tan bueno sino por lo malo que habían sido los gobiernos posteriores.

Sumida la Argentina en una sucesión de gobiernos civiles y militares de escasa legitimidad, los peronistas hallaron circunstancias propicias para crecer de un modo impresionante. Pero este renacer, que fue particularmente notable en las diversas organizaciones que componían la Juventud Peronista, no apuntó hacia el pleno restablecimiento de la legalidad sino a la profundización del autoritarismo y de una economía más dominada por el Estado. Ante unos regímenes supuestamente democráticos, pero que se había caracterizado por la exclusión política y a veces la represión, los nuevos peronistas se inclinaron hacia vías insurreccionales en la búsqueda de un modelo político que consumara la ruptura final con el capitalismo. El sistema liberal-democrático, considerado como herencia de la dominación burguesa, fue despreciado como forma política de gobierno, y en su lugar se prefirió el objetivo de luchar por una «patria socialista».

Ya de regresó Perón, pudieron apreciarse las profundas diferencias que fracturaban su triunfante movimiento. Estas se convirtieron, de inmediato, en una lucha sin cuartel donde no había adversarios políticos sino enemigos a los que se buscaba derrotar o, como sucedió con frecuencia, eliminar físicamente. Esta actitud confrontacional, que se fue haciendo más pronunciada con el paso del tiempo, desembocó en una especie de guerra civil parcial que llevó a un nuevo golpe militar.

El nuevo régimen llevó la represión hasta el paroxismo y ya no se tomó siquiera la molestia de justificarse con el pretexto de un posible retorno a la democracia. Se estableció una dictadura implacable que, tal como pretendía desde otro punto de vista la izquierda peronista, eliminó todo vestigio del gobierno liberal-democrático.

Este nefasto régimen, como es bien sabido, sucumbió a la aventura nacionalista de la Guerra de las Malvinas, con lo que se abrieron otras vez las puertas del retorno a la democracia.

Así, entonces, también en la esfera política, los argentinos tuvieron que transitar hasta el final el camino del autoritarismo antes de poder apreciar, como a principios de siglo, la importancia y el valor de la convivencia política pacífica, del respeto a las minorías, de la preeminencia del ordenamiento jurídico sobre las variables coyunturas que son propias del acontecer político.

Podríamos agregar, para concluir, que así como en Argentina fue largo y accidentado el camino hacia el Estado de Derecho, objetivo que aún no se ha consumado plenamente, del mismo modo, en otros países de nuestra región, se ha ido regresando desde la euforia populista hacia formas más maduras de institucionalidad política. Esto ha sido favorecido, sin duda alguna, por el fracaso sin atenuantes de los modelos económicos propios del populismo, fracaso que se hizo evidente a partir de la crisis de la deuda externa iniciada en 1982, lo que ha llevado a un ciclo de reformas estructurales que aún se encuentra en pleno desarrollo.

La larga saga del peronismo, que se inicia con una forma autoritaria de populismo basado en el poder de los militares y los sindicatos, que continúa en décadas de luchas violentas y que, andando el tiempo, desemboca en el desmantelamiento del modelo de intervención estatal, ha sido un punto de referencia importante para los procesos de democratización y de apertura económica que hoy siguen la mayoría de las naciones de América Latina. Las enseñanzas de esta historia, aunque muchas veces indirectas, pueden resultar siempre útiles para quienes sentimos que las libertades democráticas y una economía de mercado abierto son piedras angulares en el camino del bienestar y la paz para nuestros pueblos.

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