Opinión Nacional

¿Becas o política de equidad?

La nueva administración de la SEP, como todas las que la han antecedido, se enfrenta al reto mayúsculo de la desigualdad de nuestra educación. Somos uno de los países de mayores desigualdades económicas del mundo y tenemos además un sistema escolar profundamente inequitativo; las oportunidades -de acceso, permanencia, extensión de la escolaridad y sobre todo aprendizaje efectivo y calidad- se distribuyen muy desigualmente entre ricos y pobres. La desigualdad ha marcado nuestra educación desde siempre y, aunque cada gobierno promete disminuirla y algunos han hecho esfuerzos serios y consistentes, los sexenios, también el último, terminan con saldos insatisfactorios.

El gobierno ha anunciado un importante programa de becas: además de mantener las que ya existen brindará apoyos económicos y créditos educativos a los jóvenes que lo requieran en los niveles medio y superior. Esto ciertamente ayudará y no debe menospreciarse ni interpretarse con sesgos ideológicos simplistas; pero sería un error reducir a un programa de becas la definición de las políticas de equidad que regulen el conjunto del sistema educativo. El problema de la desigualdad es estructural, condicionado por las características de la demanda y reforzado por las inequidades de la oferta; es además político porque los pobres carecen de poder para exigir sus derechos; como tal hay que abordarlo.

En el equipo de transición del área educativa afirmamos: “Se establece como la gran política que atraviesa todas las demás, la de procurar la equidad en el servicio educativo público; ésta deberá ser preocupación presente en todo programa y acción de manera prioritaria” (Bases para el programa sectorial de educación 2001-2006, p. 21). Por falta de tiempo no efectuamos una revisión crítica de las actuales políticas; tampoco elaboramos una propuesta que integrara el conjunto de acciones necesarias. Al presente van por un lado las políticas de la educación comunitaria rural (CONAFE), por otro las asignaciones presupuestales a cada modalidad educativa (por ejemplo a la educación indígena), con el resultado de costos unitarios muy diferentes, siempre en perjuicio de los más pobres; por otro lado van las dinámicas del desarrollo educativo de cada Estado que agrandan los distanciamientos regionales; por otro los programas compensatorios (llamados de discriminación positiva) focalizados en las escuelas de las poblaciones más pobres; y por otro finalmente las becas. Integrar estas y otras dimensiones en un enfoque consistente y darle un fundamento teórico sólido es tarea pendiente de la más alta prioridad.

El círculo pobreza-ignorancia con sus causalidades recíprocas y las complejas relaciones entre sus procesos suscita hoy, entre los investigadores del país y a nivel internacional, una multitud de cuestiones teóricas y prácticas irresueltas que dificultan las decisiones del Estado. Somos afortunados porque acaba de aparecer un libro fundamental: Fernando Reimers (Ed.), Unequal Schools, Unequal Chances, Harvard University Press, Cambridge, 2000), que el conocido especialista Torsten Husen califica como “una de las contribuciones más significativas y pertinentes al estudio de la interacción entre oportunidad educativa, pobreza y desarrollo que he conocido en mi larga carrera como investigador”. Pero somos especialmente afortunados porque la obra dedica cuatro de sus dieciseis capítulos a los problemas de la desigualdad educativa en México, regalo oportuno a un gobierno que empieza.

La obra examina las diversas posiciones teóricas sobre las relaciones entre pobreza y educación, somete a revisión las políticas y programas de varios países del continente (Argentina, Chile, Colombia, Perú y Estados Unidos, además de México), cuestiona la validez de algunos supuestos y da elementos para replantear las políticas de equidad educativa que correspondan al momento peculiar por el que atraviesan los países latinoamericanos.

Las autoridades de la SEP harán bien en detenerse en los capítulos mexicanos, firmados por reconocidos especialistas, de cuyo contenido daré aquí sólo breve noticia. Teresa Bracho (Pobreza y educación en México 1984-1996) ubica las desigualdades educativas del país en el contexto de la distribución del ingreso, las dinámicas del empobrecimiento de la población y la manera como el sistema escolar distribuye sus oportunidades. Con los datos de las Encuestas Nacionales de Ingresos y Gastos de los Hogares a lo largo de doce años, analiza la exclusión educativa que impacta a los estratos más pobres: a la barrera tradicional de los primeros grados escolares, se suma ahora la de la secundaria, declarada obligatoria, con nuevas consecuencias sociales y laborales para los más pobres. En contraste, las clases medias y altas elevan su escolaridad hasta los estudios de posgrado, con lo que se agudiza la brecha entre pobres y privilegiados y se consolida una situación en la que “la persistencia de la desigualdad y la concentración de los recursos sociales en unos cuantos se justifica como ‘normal’ o ‘natural’” (p. 272). Su conclusión es implacable: “No parece que la igualdad haya sido parte de la agenda sociopolítica, más allá del nivel discursivo, aun cuando la educación se distribuya mejor que otros recursos sociales.”

Otra investigadora, Patricia Muñiz (La situación escolar de los niños en las localidades rurales más pobres en México) revisa los trayectorias escolares de los niños y jóvenes que viven en el campo: su asistencia a la escuela, edad de acceso, progresivo rezago por la repetición o la necesidad de trabajar, deserción y sobre todo sus resultados de aprendizaje. Advierte: “parece que la mayor parte de los estudios en México se han dejado influenciar por la idea de que ya está resuelto el problema del acceso a la escuela” (p. 312), como lo ha difundido el gobierno. La realidad es otra; más allá del acceso, las condiciones de vida de las familias pobres siguen condicionando las posibilidades de una educación de calidad del niño y particularmente de la niña a lo largo de muchos años.

La importancia que han tenido los programas compensatorios en nuestra política educativa en los últimos nueve años lleva a Carlos Muñoz Izquierdo y Raquel Ahuja (Funcionamiento y evaluación de un programa compensatorio dirigido a los Estados más pobres de México: Chiapas, Guerrero, Hidalgo y Oaxaca) a evaluar detalladamente el primero de esos programas, llamado PARE (Programa para abatir el rezago educativo). Después de revisar el funcionamiento e impacto de sus componentes, concluyen que el diseño del programa se basó en varios supuestos no probados y que su ejecución adoleció de numerosas deficiencias: faltó articulación entre sus componentes, fue baja la calidad de los cursos de capacitación de los maestros, no hubo suficiente apoyo ni compromiso de muchos supervisores y además se intentó simultáneamente introducir innovaciones pedagógicas, lo que dificultó las tareas. Por todo ello el PARE “no alcanzó suficientemente sus metas”. Sus recomendaciones insisten en modificar las pautas de asignación de los maestros para llevar a los mejores a las escuelas más necesitadas, elevar la calidad de los insumos escolares, concentrar el esfuerzo en el aprendizaje efectivo de los alumnos, promover la participación de los padres y sobre todo probar experimentalmente modelos educativos alternativos, adecuados a las necesidades de las poblaciones más pobres, antes de generalizarlos.

Los programas compensatorios, podría añadirse, son hoy materia de debate no porque no sean necesarios, sino desde una doble perspectiva: su diseño y la ponderación que deba darse a cada uno de sus componentes, y la conveniencia de que no sigan funcionando como universo aparte sino se integren en el conjunto del sistema educativo. De hecho las políticas compensatorias muestran nuevos caminos hacia la calidad, válidos también para las escuelas regulares, como lo señala una reciente evaluación de la educación comunitaria y la telesecundaria, realizada por el CONAFE (Rosa María Torres y Emilio Tenti, Equidad y calidad en la educación básica, México,, 2000, p. 224ss.).

El caso extremo de las desigualdades educativas de México -el de la población indígena- es tratado por Sylvia Schmelkes (La educación y los pueblos indígenas en México: un ejemplo de fracaso de política). El texto prueba fehacientemente el título: la educación de las niñas y niños indígenas plantea enormes dificultades que los sucesivos gobiernos han sido incapaces de superar. A este tema regresaré en mi próximo artículo dada la actualidad que le confiere el conflicto chiapaneco y el establecimiento la semana pasada de una Coordinación General de Educación Intercultural y Bilingüe.

Las experiencias de México comentadas en este libro (que son sólo ejemplos de las muchas aportaciones de la investigación educativa del país sobre este tema) deben ser analizadas e interpretadas desde las perspectivas teóricas y comparativas de otros capítulos, principalmente los elaborados por el editor, Fernando Reimers. En materia de equidad educativa hay muchas cosas que no sabemos: si los modelos de escuela y de intervención pedagógica destinados a los alumnos pobres deben ser iguales a los del sistema regular o alternativos; con qué intensidad se deba actuar sobre las condiciones de la demanda (ambiente familiar, nutrición, etc.) o sobre los insumos de la oferta; cómo lograr que el impacto sobre el acceso y la permanencia del alumno en la escuela se traduzca en un mejor aprendizaje; o si las medidas compensatorias tendrán efectos duraderos una vez que el programa haya terminado.

No obstante todas estas ignorancias, las muchas experiencias de México y de otros países en esta materia ofrecen ayudas invaluables para que la SEP enfrente exitosamente el reto de formular las políticas de equidad que requiere la educación nacional.

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