Opinión Nacional

Biografía de invierno

Si sabias son las especulaciones de algunos expertos, recordarse en detalle de los primeros tiempos signo es de vejez. De ser cierta tanta crueldad de la razón sobre la existencia, resulta, a su pesar, bella y buena la evocación, el recorrer el tiempo volviendo a él, metiéndose en su espacio, mirando los rincones transparentes donde nunca nos encontraron, sonrientes de la virtuosidad de las fechorías, inevitables, si en verdad niño se es y ha sido. De nada recordar, no se fue niño, ni mártir, ni héroe, ni villano, ni nada, sencillamente muerto de atardeceres vacíos de auroras. Las primeras palabras, el bautismo, las canciones de arrullo en la única voz que esculpida en sonidos anda suelta en los sueños. Las primeras miradas y los ojos ávidos de descubrir secretos siempre celosamente aguardados bajos la enaguas de las niñas vírgenes. De donde soy y vengo era importante el sabor de aguas frescas, mermeladas de amores que corrían siempre abiertas tras las sonrisas cálidas del viajero que en ellas reponía sus fuerzas o limpiaba el pecado de sus lascivias tiernas en la quebrada cómplice. Nos encantaban los grillos y en su monotonía seca sorda nos trasladaban lejos hacia el insufrimiento, desligados del suelo, hasta que el gallo impertinente recordaba el destino del labriego, despertarse temprano, el café e ir tras el trabajo que sin cansarse espera y la escuela tantas veces maldita tantas más veces buena. La maestra, la niña, el compañero, el juego y el empeño por ganarse del honor de ser primeros.

Por los actos culturales descubríamos el mundo. La canción de cuna, los aguinaldos, Conticinio, villancicos, Noche de Paz, parrandas, nunca supimos si vinieron de lejos o eran nuestras. Pero siempre supimos que eran bellas y servían para arrullar abuelos y para jugar con el Niño Jesús y sonreír con la Virgen María y mirar lo insulso de José y vacilar burlones incompletos a los reyes magos que llegaban de donde no sabemos y, luego, se iban hacia ningún destino. Eran seres extraños, ajenos, cierto eran, pero eran los amigos del juego. Nadie, digo absolutamente nadie, se ocupaba de ellos solo un día para ver qué trajeron y en la casa grande, donde vivía el dinero, por ver si llevaron de las despensas algún avío a cuestas de esos que allí abundaban, el incienso, la mirra y el oro, en morocotas hecho. Conocimos temprano a Don Quijote y, jamás sorprendieron sus discursos ni sus actos ni duelos. Eran como las cosas eran, normales. Quién allí no vivía las peleas con el barro de los asnos cargados de cosechas que venían a saciar el apetito de la gente del pueblo, y que una veces morían de desespero, otras, los liberaban con palancas muy largas de pardillo o de vero. Los que sobrevivieron siempre los recordamos en las burras masticando el amor en el apareamiento, visto como virtud para la permanencia de lo útil y bueno. Y más tarde los mozos ya crecidos con ellas emulaban a los podencos, pero nunca lograron que la bestia pollina o la burrita masticaran la felicidad. Aun sin saber por qué, nos disfrazábamos de Guillermo Tell y con atuendos como el suyo, sus ropas, su arco, la flecha, sustituidos por la fonda, el joro, el cuchillo y el apero menor y marchábamos tras los pájaros buscando la justicia. Nunca posible fue alcanzar ese vuelo. La civilización vino llegando, el cura, a locha trajo el cine y con ellos llegaron los modelos, María Félix, rancheras, Negrete, Antonio Badú y algún vaquero de sombrero eterno e inmutable. A Cantinflas lo escondieron celosos, lo supimos muy tarde, por disposiciones del señor obispo y demás alto clero: nos habría el humor, así supimos ahora ya de viejos, abierto los ojos y eso no es nunca bueno según piensan los viejos de los niños. El radio y las novelas llegaron no sé como, solo sé que cuando se encendían, y ocurrió a partir de esa fecha por siempre, huyeron el Quijote y Guillermo Tell, se fueron y se llevaron todo o casi todo, de eso no entiendo bien ni lo recuerdo en la precisión que la razón demanda y urge el poema. Los aguaceros grandes con los fríos blancos del granizo bueno, poemas en pedacitos sueltos. Los veranos no largos ni uno malo que sequía se volviera y de miedo colmara las cosechas. Era mas bien amigo para los grandes juegos, la pelota antigua, dicen que de los indios provinieron y los modernos siempre con inventos de todos tras las bolas del béisbol de los zagaletones iniciados de bigotes informes y barbas hipotéticas y allá lejos en la saga del tiempo los honores muy serios, como flechas clavadas en la gloria, nada de saludarse tocándose el trasero, eso estaba prohibido o solo quizá si permitido, a obscuras, que no vieran los ojos del amigo y en la palabra se pudiese continuar de sospechas libre.

Los descansos, que pocos, eran tiempos de historias sin trayectos. El cuando sea grande. Quiero ser monja, recuerdo como ahora, mi tristeza de no saber por qué lo dijo ella y dije, entonces, sacerdote seré, a pesar del visible fracaso, hice el intento. Ella murió, se fue virgen al cielo, llevaba un traje blanco de algodón tejido con rayos de sol y bordados de luna. Ni el cura, el sabio bueno donde Dios en persona se hacía palabra sin flagelo, para la virtud y la alegría que se encuentra en el canto del pájaro y el beso, entre otras cosas dijo que así era, de apellido extraño, Aceros, para tanta belleza que en sus discursos del diario conversar con su pueblo de Dios, no conoció el pecado ni el castigo. Tampoco el doctor pudo explicarlo, aún, dijo, sobrio, esas cosas no las explican ni comprende la ciencia de hoy, y quizá nunca pueda. Cosas de vida y muerte, que es lo mismo por siempre, todavía me consuela el comentario más corto, más sencillo como un meteorito de inasibles verdades, esencialmente tierno, la sentencia exclusiva de mi padre, mi amigo. Cosas de vida y muerte y el silencio. El silencio sería por siempre mi enemigo invencible. Como verse se puede, ya lo dije, fracasé en mi proyecto, pero, he de confesar, además, en mis cosas, siempre tuve eso que hoy llaman escenario alternativo, como era el hábito de todos en el pueblo, para salvarse o hacer cumplir la fuerza del destino.

Nadie dijo, yo quiero ser bombero. Ahora lo entiendo bien. No había razones, todos allí eran fuego y si el fuego se apaga se muere sin nacer sin hacer tiempo; más bien era al revés, a veces en los contados pensadores niños que allí hubo, escuché, yo quiero ser el fuego cuando grande sea y de mi salgan todas las cosas como en una explosión que conmueva estos cerros y abra pasos al río. Ahora se que eran las lecciones recibidas de Eustacio, un Sr. Pérez que creíamos loco pero que sabio era. Selustriana, su madre, dijo ser descendiente de Hypatia, la única mujer que administró la biblioteca de Alejandría y en el cuadro de los grandes matemáticos tiene lugar excelso. Nunca supe ni he sabido qué es eso, pero testigo soy de haberla visto recorriendo caseríos, valles, buscando intensamente probar incoherencias, así decía, que encontraba en los textos de Euclides grabados en las cortezas de los árboles, en las faldas de las montañas y en la memoria de los locos sin recuerdos, sólo formas y versos. Ahora a esta altura, sé que los nombres reencarnan. No las almas, las almas no, los nombres y a veces en lugares y seres adecuados. Eustacio y su Madre, Selustriana, y Euclides eran nombres venidos y allí reencarnados. Valga el ex curso, porque necesario es para que se sepa que es historia real y no ficciones verdaderas.

Yo seré la piedra, exclamó uno de entre nosotros, huérfano de padre y madre que no supo de abuelas ni de viejos, las piedras, reiteraba, no sienten, son eternas. Yo quiero ser eterno. Y callaba como si fuera piedra o de piedra fuera. Pocos días después disolvió su esperanza suicidándose en el único viaje que emprendiera, tras lo que quiso ser, lazándose de la piedra más alta que coronaba el cerro. Juan, bien lo recuerdo ahora, quiso ser Mono y realizó sin peros su destino, vive en las grandes copas de los pequeños árboles y en la rama más alta del helecho gigante. Cada quien dijo querer ser alguien en la vida y en la palabra dibujó su modelo. Pero también trazamos los fracasos. Si no soy esto, entonces seré aquello. Yo no quiero ser nada, solo sabio, escuchamos sin comprender a Picajui, hijo de Colaca y el Casuco sabios de amor y versos. Y apenas tuvo tiempo de saberlo, se murió sin saber que todo lo sabía y por curiosidad decidió experimentar con la muerte. Y así fuimos, cada quien según su cada era o quería ser. Yo me tracé, como anotado queda, mi plan alternativo. No por anhelos de triunfar, ni por miedo al fracaso. Y tampoco me preocupó el destino, que llegue, decía escéptico, no se si estaré vivo o muerto me hallará del timbo al tambo. Ambos objetivos, puedo decir así, reclaman condiciones para las que no soy apto. Triunfar es siempre la derrota del otro, no importa si es cadáver ajeno o vive en uno, por ahora, lo mismo da para esta historia. Y si es así, sin más palabras queda definido el fracaso como opuesto. Mi intención era otra, que por lo demás fuese irrelevante, bien porque todo el mundo pudiera alcanzarla, según sus hábitos, bien porque no tuviese importancia, como todos esos perfiles y los anhelos necesarios para tener los bienes que suponen, reclaman y demandan las realizaciones que trazadas quedaban. Yo, pues, en mi plan alternativo quise ser viejo; pero naturalmente no cualquier viejo, sino uno, muy especial, que si bien no único, lo que supe muy tarde, sí al menos no tan común al resto en sus individualidades conquistado, porque en mi hipótesis yo quería ser un viejo como si joven fuera. Tenía muchos problemas, derivados los más, como siempre, de mi propia ignorancia para definirme; porque, todas esas cosas que soñábamos ser, son definiciones, mas que otras cosas. Cuál el sustantivo adecuado, creo que así se dice. Ser médico es más que ser uno, es ser médico, porque uno es lo que los demás son distintos a uno y así. Porque además todos esos predicados que se querían lograr siempre tenían un componente moral fundamental. Lo que queríamos ser era lo bueno para quien quería ser, pero también para los demás que bueno fuera. Jamás supe que nadie dijese quiero ser asesino, ni bandido ni embustero de oficio, el embustero de oficio, sentenciaban nuestros pensadores viejos, son los peores asesinos, asesinan la verdad para ocultarse y si alguno vaquero quiso ser era sólo por disparar primero el ruido sin balas ni testigos y así apreciar destrezas en sonidos. Tampoco, entre los nuestros expresó nadie su perfil de político. Pero siempre, eso sí querían ser algún sustantivo. Mi plan originario, un sustantivo, era ser sacerdote, mas para estar con ella que por ser escogido, eso fue lo primero, mi esencial plan para conseguirme con el destino descrito sin prescribir en el principio. Mi plan alternativo, un adjetivo. Y no era fácil ni el adecuado ni la comprensión de mis amigos, niños de aquellas eras. Por intuición más que sabiduría, decidí consultar al padre Aceros, al oír mi adjetivo como deseo, se rió mucho. Todavía lo recuerdo un tanto sorprendido. Consérvalo en secreto, me encomendó, pero me pidió que para no sentirme despreciable, que aprendiera un poco de buen griego y latín que allí resueltos podrían estar algunos de los problemas que el adjetivo en cuestión generarme pudiera. Me sirvió de mucho el Seminario, sin que ello suponga que fui a él, para buscar el adjetivo. No, a él fui por esas razones esbozadas arriba, el espacio que protegido me permitiría alcanzar ser sustantivo: sacerdote; pero, como establecido ya quedó, tenía, como decían entonces, por si las moscas, un plan alternativo, el adjetivo. El Padre se llevó mi secreto, murió de viejo y santo. Yo conservé el adjetivo, sin saberlo. Durante todo el tiempo recorrido realizándome en aquello que he intentado ser no me fue necesario ni su uso, ni empleo, ni venía a la memoria. Tal vez vivió siempre conmigo. No se siente el hambre cuando se está lleno.

En Ovidio, creo que así lo describieron los latinos, supe de mi adjetivo. Para esa fecha no le di la importancia. Eran obligaciones propias de las traducciones por tarea y provocan fastidio e incomprensión terribles. Con mi maestro de griego, paseamos por aquellos lugares pero él no supo nunca, tampoco yo para ese momento, los problemas más graves que surgieron de las traducciones del griego al latín, la pureza solía huir y la belleza se asustaba tanto que se escondía de miedo. La fidelidad, que es el peor enemigo del hombre, y las traducciones son incompatibles, no así la infidelidad que alegra juega con los términos y con los hombres como escalera en la búsqueda inútil de la felicidad, pero logrando muchas veces, alcanzar la belleza. Es así como posible es siendo infiel ser fiel a la belleza del poema que a otro idioma se lleva u otra vida se alcanza. Goethe y Lorca me ayudaron más tarde sin propósitos ciertos, sólo que estaba allí el adjetivo que yo quise ser sin las complicaciones de las versiones griegas y latinas. Sin mayores pretensiones creo que se derivaban de la manera cómo se adherían al sustantivo. Entre el Goethe y Lorca, a pesar de ser una cualidad en ambos casos, la vida, en uno era la virtud misma del florecer, en el otro, el amor en sí de ser verde, sustantivo, entonces. La teoría es gris y verde es el árbol de la vida, con muy fea traducción pero que hace comprensible en su totalidad el ejemplo Adjetivo. Verde que te quiero verde… dijo Lorca, inmenso Verde, sustantivo.

Lo mío era como una síntesis, quizá una simbiosis de ambos modos de serse valor el verde según la concepción de estos poetas.

Entre estos espacios clásicos y la moderna era, hubo la era intermedia que trastocó colores adjetivos sustantivos y los llenó de enfermedades o virtudes. A veces de ambas. En los griegos y aun en las malas versiones latinas el verde era esencial en su cualidad, como un ser y serse por sus virtudes el poeta, mantener el verdor de la vida y guardar primaveras para el invierno. Pudo hacer disfrute de lo báquico, mas por razones de lenguas y de historia, de traducciones y conductas, salvando las distancias, valga la identidad, meramente adjetiva entre Dionisio y Baco. Tal vez fue en la Edad Media, en la que vivió España tantos años después de muerta, cuando el adjetivo adquirió su asquerosa significación de perverso, canalla, miserable. Ahora he llegado a viejo, quise ser viejo en las diferencias de lenguas como entendieron la cualidad los griegos y latinos, como el Fausto en su sublime reconocimiento o como Lorca, en su amor de pintor a la palabra y en su amor desmedido de poeta a la pintura. Por ahí ando buscándome sin saber si me encuentro en ser verde. En la palabra ajena puedo ser otro, como todos los viejos pobres soñadores imbéciles y, ¿entonces?, la interrogante queda sin resolverse según cada quien es según fueron los perfiles de sus pasos primeros proyectos en los hombros del niño que llevamos adentro. Y el niño y el poeta son lo mismo trasciende la palabra sin importar el tiempo, solo color verdor sonido.

 

 

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