Opinión Nacional

Blas Bruni Celli

E l gran venezolano Pedro Emilio Coll observó alguna vez que sólo era feliz el tiempo en que el cultivo del gusto y del espíritu ocupaba el puesto de honor. Me atrevería a pensar que dentro de ese tiempo habitó siempre, sin renunciar, Blas Bruni Celli. Fue, si se quiere, su domicilio favorito. No exagero si digo haber conocido a pocos hombres tan intelectualmente inquietos como Bruni Celli; cuando no estaba pensando en alguna declinación para sus clases de griego que aún, hasta fecha reciente, impartió en la UCV, estaba afanado en la tarea de ponerse al día con las más recientes innovaciones cibernéticas para llevar a cabo su infatigable tarea de indexación de obras, elaboración de fichas, o para el acopio de documentos históricos.

Don Blas no sólo habitó ese tiempo feliz del cual hablara Coll, sino que lo hizo moviéndose con familiaridad y destreza dentro de las exigencias que le deparaba su pasión helenista y, a la vez, sin ningún prejuicio hacia el mundo tecnológico que le rodeaba. Sólo dentro de tan diversas escalas puede explicarse que a su condición de médico anatomopatólogo sumara la de historiador; a ésta, la de bibliógrafo, la de docente, la de traductor, la de numerario de cuatro academias y, en la médula de todo, de sólido cultor de la lengua española. Eso sólo podía hacerlo una mente abierta, de modo simultáneo, a tantos conocimientos científicos y humanísticos como de los que estuvo dotado este aventajado hijo de El Tocuyo.

Habiéndolo conocido y tratado de cerca en la Academia de la Historia, busco en mí lo que más me condujo siempre a tributarle mi admiración a don Blas y me encuentro frente a muchos caminos distintos por los cuales podrían transitar estas palabras. Me limitaré, por tanto, al espacio desde el cual mejor puedo decir algo con cierta propiedad, y para ello quisiera referirme, así sea brevemente, a su vastísima obra como compilador y bibliógrafo.

En este sentido, por ejemplo, todo cuanto sabemos acerca de José María Vargas ­como médico, botánico, químico y presidente civil­ yacería incompleto y aun librado a la dispersión de no haber mediado el empeño de don Blas por compendiar y poner en orden toda su obra científica, así como sus papeles como político y tribuno de valiente voz. Lo mismo cabría decir del científico y precursor del positivismo venezolano, Adolfo Ernst, en torno a cuya obra don Blas trajinó por espacio de años. Nada extraño al ejercicio de hurgar en los archivos, o de navegar entre folletos e impresos desconocidos, don Blas es autor de una obra que me atrevería a calificar de imprescindible: me refiero desde luego a su libro Venezuela en cinco siglos de imprenta, capaz sólo de decepcionar a quien creyera haber dado con algún impreso venezolano desconocido puesto que, en ese sentido, don Blas no dejó una sola hoja sin voltear. Allí, entre sus más de 1.600 páginas de catalogación y descripción de impresos de diversa índole está reunido uno de los mejores tesoros de la bibliografía venezolanista, algo que prestigiosamente lo emparenta con el pequeño pero exclusivo linaje de Manuel Landaeta Rosales, Manuel Segundo Sánchez y Pedro Grases.

A mi modo de entender nuestra tradición, un tanto desnaturalizada en estos tiempos confusos e inverosímiles, don Blas cumplió con una tarea por la cual esta nación debe estarle hondamente agradecida: haber contribuido a ordenar su existencia bibliográfica. Esto equivale a poner de relieve la enorme tarea que significó para él poner en orden la morada espiritual de un país con cinco siglos a cuestas. Se trata, sin duda, de uno de los mejores obsequios, entre los muchos que pudo dejarnos este venezolano imprescindible a quien, estos días, nos ha tocado la tristeza de despedir.

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