Opinión Nacional

Bolívar en su jaula de oro

¿Y quién es él?

Resulta incómodo para un venezolano de nuestros días -defensor de una idea moderna de democracia, con respeto por las libertades individuales, y atenta a las necesidades sociales-, identificarse con algunas facetas del héroe por antonomasia, Simón Bolívar, por lo mismo que las ideas como las sociedades cambian y se adaptan a los nuevos tiempos. Más, si uno considera cuánta tela no se ha cortado del mismo sayal para confeccionar vestidos a la medida de los más dispares gobernantes: desde Páez, quien fundara la república en abierta rebeldía a Bolívar, como decir, la visión local y nacionalista del llanero simplón contra la idea de integración latinoamericana del caraqueño cosmopolita, pero llegado el momento oportuno es Páez, como Presidente, quien ordena la repatriación de los restos del antes odiado Libertador; hasta López Contreras que expulsa a los comunistas y afines por auspiciar una doctrina extranjera que lesiona las esencias nacionalistas del propio bolivarianismo.

Para muchos de nosotros, si Bolívar se definió como un republicano, hoy nos contrastaríamos como demócratas, con las diferencias que comportan ambos términos en la política interna de los Estados Unidos. De escaso talante democrático, llegó a escribir que las elecciones son el gran azote de las repúblicas. Y si bien liberó a varias colonias suramericanas del yugo monárquico español, ya en decadencia, y fue un hombre amante de la libertad, mal encajaría hoy en un liberal. No estaba su época madura para el ejercicio de la libertad en todos los ámbitos, tan es así que nuestra Acta de Independencia da nacimiento a un estado confesional, identificado con la religión católica, a pesar de la prédica en contrario del clero monarquista que veía cualquier atentado contra el poder del rey, un pecado contra la fe. Un Juan Germán Roscio tuvo que devanarse los sesos para explicar a muchos católicos de su tiempo que la misma Biblia podría proclamarse a favor de la Independencia. Y si la misma España se había empezado a abrir al libre comercio, fue forzada a ello por los británicos luego de haber retenido por un año a Cuba y haberse quedado para siempre con la isla de Trinidad.

Es verdad que los ideólogos de la guerra civil, antes que antiimperialista (Villanueva Lanz dixit), se inspiraron en los enciclopedistas franceses, pero tanto Miranda como Bolívar rechazaron el terror instaurado por Robespierre y los jacobinos (extrema izquierda) y se ubicaron al lado de los girondinos (centro izquierda o izquierda moderada, hoy socialismo democrático o socialdemocracia). En otras palabras, de resucitar pasarían por adecos, cuando no de un Nuevo Tiempo, más cercanos a Primero Justicia que al enclenque MAS; hasta por chavistas ligth, bien lejos de Lina Ron, La Piedrita, Tupamaros y Cía, pero también de la “derecha endógena”.

Sin embargo, hay otras lecturas menos capciosas y sesgadas, de quien arrima el agua para su molino, como las del presidente Hugo Chávez quien, con toda justicia, reclama para sí la doctrina centralista del divino Bolívar, enemigo a muerte de todo federalismo de inspiración yanqui. Aquellas “repúblicas aéreas” habían fracasado por copiar ese federalismo ajeno; aún así, Bolívar soñó, como ya lo hiciera Miranda, con una federación de países, pues juntos podrían enfrentar mejor las potencias enemigas; pero esa federación era entre “pares”, vale decir, los anglosajones no van para el baile, y de allí su desconfianza hacia el interés de éstos en participar en el Congreso Anfictiónico de Panamá. Bolívar reconocía diferencias geográficas, climáticas, raciales, pero por encima de todo estaba la lengua y religión común, más la fuerte tradición hispánica del gobierno civil de los ayuntamientos. Pero, ante las debilidades creadas por el conflicto bélico –la pérdidas de vidas, de relaciones comerciales, de oficios artesanales, del campo, de gente preparada para el ejercicio honesto de la administración pública- con la consecuencia nefasta de la nueva nomenclatura militar, con ansias de reconocimiento y poder en tiempos de paz, el centralismo que aseguró la conducción única de la guerra siguió siendo considerado necesario para no caer en la anarquía.

Bolívar contra el Imperio
La lectura interesada que se ha querido dar de un Bolívar antiimperialista, no resiste una discusión seria y documentada, más si ese supuesto antiimperialismo se quiere etiquetar como equivalente a una especie de anticipación del Imperio instaurado por los Estados Unidos en el siglo XX, apenas ensayado desde 1898 al darle el puntillazo al decadente imperio hispánico en América, y arrebatarle las Islas Filipinas, Puerto Rico y poner bajo tutela a Cuba. La única expresión adversa contra los Estados Unidos por parte de Bolívar queda documentada en un breve párrafo en una carta privada y por añadidura dirigida a un coronel inglés. Y en ese sentido iba contra el entusiasmo de un Marx para quien el expansionismo de Estados Unidos era signo de progreso; por algo el alemán describirá luego al venezolano como un miserable dictadorzuelo.

Lo cierto es que Bolívar sí luchará contra un imperio, el español, con dos siglos en bancarrota y ya herido de muerte por el expansionismo revolucionario de Napoleón, al contrario de Hernán Cortés que al enfrentarse a un imperio en ascenso como el Azteca tuvo que valerse de los tlascaltecas, sus enemigos, para poderlo vencer; o a Francisco Pizarro que cuando llegó al Perú, ya los dos herederos del Imperio Inca lo habían desguazado en una guerra fratricida. Bolívar aspira el apoyo en un imperio en ciernes, con fuertes ambiciones expansionistas, el británico, y en este sentido no hacía sino seguir las pautas trazadas por el Precursor, gran admirador de esa monarquía constitucional protoimperialista, y a la que también ofrecía grandes ventajas económicas en caso de decidirse a ponerse al lado de los americanos. Pero, los británicos mantenían una alianza con los hispánicos y hasta los ayudaron a zafarse de las garras napoleónicas. Si algún ideal compartieron Miranda y Bolívar fue su admiración por esa potencia marítima y, en general, por la civilización europea; junto a la afición por las hembras.

Ambos se atuvieron a las leyes y aún educándose como militares, dentro de las estructuras del viejo ejército español donde obtienen sus primeros grados, con los años traicionan su fidelidad al rey y se rebelan. Esta parte de la historia emociona al líder de la revolución en marcha en la Venezuela actual, aunque no desea para nada tener el mismo el fin de sus ídolos: uno preso en Cádiz, entregado por los suyos al enemigo; el otro, majadero al fin, amenazado de muerte si ponía un pie en su patria chica y muriendo con apenas veinticinco kilos de peso en su cuerpo carcomido por la amargura y la tuberculosis en Santa Marta. Quizá fueron demasiado escrupulosos en su respeto a las leyes, a los acuerdos de convivencia, mala señal para los nuevos tiempos. Ninguno de los dos estaba preparado para el gobierno civil, por su formación y mentalidad militar; y si eran la autoridad en el campo de batalla, debían rendir cuentas de sus fracasos y triunfos al Congreso. Miranda se salvó de la guillotina en Francia por su escrupulosidad en conservar por escrito las órdenes que recibía y las que daba; Bolívar, si practicó en su decreto de Guerra a Muerte, la vieja consigna precristiana del “ojo por ojo, diente por diente”, y cometió tantas salvajadas como Boves, apenas enfrentó un ejército formal como el de Morillo, se acogió a un régimen civilizado de guerrear.

Mande Ud. mi general presidente
Muchos olvidan que Bolívar fue dos veces dictador (“el que dicta la ley”), formalmente, pero no como derivación de un golpe de estado o una trasgresión a las leyes sino a solicitud del Congreso. Su vida pública abarcó dos décadas, desde 1810 hasta 1830; pero desde 1813, con la Campaña Admirable, muy pocos años tuvo Bolívar sin ejercer el poder supremo, tanto en lo militar como en lo político, si bien prefirió siempre la conducción de la guerra y dejar a un vicepresidente al frente de lo civil. En efecto, varias veces renunció a la Presidencia: ante el Congreso de Angostura de 1819, luego en el de Cúcuta de Cúcuta en 1821; cuando emprende la Campaña del Sur en 1824, y en 1827; sin embargo, la única vez en que su renuncia fue aceptada fue en 1830. En cuanto a sus períodos dictatoriales, suspendido del mando militar sobre el Ejército Libertador por el Congreso de Colombia, el Perú lo hizo dictador para enfrentar la anarquía surgida ante la amenaza del antiguo ejército realista, reconstituido luego del retiro de San Martín; su segunda y última dictadura la ejerció en Colombia, a raíz de la extrema polarización entre santanderistas y bolivarianos en la Convención de Ocaña en 1828. En ningún caso fue una usurpación del poder, era una encomienda de legislar a su buen entender en momentos de desunión, de anarquía, de peligro máximo de disolución republicana. Una vez vencido el plazo concedido para tales funciones, de único legislador (una especie de Ley Habilitante ante literam), el poder o la soberanía regresaba al Congreso. Eran normas que venían del antiguo derecho romano.

La primera dictadura de Bolívar fue una necesidad militar: aglutinar fuerzas en una sola autoridad; en tanto que la segunda y última respondía a la crisis política, a la disputa partidista, al peligro del caudillismo, a la inminente disgregación de Colombia. La última Proclama de Bolívar pedía ingenuamente que se acabaran los partidos, cuando eso es lo que hoy fundamenta una sociedad democrática: Quiso decir, la polarización, pero el concepto o el término no existía. Al cabo de su última dictadura, de la que conservará los recuerdos más amargos de su paso por el poder civil (el atentado contra su vida, el desafecto de los universitarios acusados de masones a cuenta de santanderistas, la traición a sus propias convicciones al restituir los fueros a la Iglesia, las primeras burlas sangrientas contra su persona), renuncia a todo con la triste ilusión de vivir sus años postreros en Londres. Es bueno aclarar que si Bolívar fue dictador, no fue tirano o despótico, aunque a muchos opositores les pareció.

Estando en su primera dictadura, se vio solicitado por el Alto Perú, autodenominado Bolivia en su honor, para redactarles su primera constitución donde incluyó la figura de la Presidencia Vitalicia con derecho a elegir sucesor. Teniendo el nuevo país una población mayoritariamente indígena (todavía hoy alcanza a un sesenta por ciento, entre aymarás y quechuas) creyó necesario restituirles algo de su propia antigüedad inca, tal como lo pensara el propio Miranda con su incanato. Al fin y al cabo, ese presidente debía someterse al Congreso, integrado por gente preparada y pudiente, entre civiles de luces, y la elección del primer magistrado no estaría ligada a lo fortuito de las herencias familiares como tampoco a la voracidad de los demagogos que halagarían al pueblo ignaro, por cuanto la votación no era universal ni directa. Sin embargo, su propuesta dio motivo para que nuevas disensiones o separatismo se produjeran y hasta se diera pábulo a la idea que le atribuía una secreta pretensión de perpetuarse en el poder.

Si en veces anteriores, particularmente en Angostura, 1819, el Congreso desestimó cualquier propuesta suya con visos de vitalicia, y él mismo condenó la posibilidad de dejar a alguien mucho tiempo en el poder; ahora se encontraba libre de proponer, que no imponer, un sistema de gobierno que sólo sirvió para levantar sospechas en cuanto a su propio apego al poder. Sin embargo, aunque lo tentaran, nunca pensó en la conveniencia de una corona hispanoamericana, como sí lo hicieran el argentino San Martín y luego el venezolano-ecuatoriano Juan José Flores; Bolívar, más bien, condena y ve con recelo dos imperios en América: el mejicano de Iturbide I y el brasilero de Pedro I.

En todo caso, esa Presidencia Vitalicia no la quiso para sí, y tampoco Sucre, que pronto salió escarmentado del gobierno civil para el que tampoco estaba preparado. Sólo el indeseado heredero de nuestros días, el presidente reelecto Hugo Chávez, la desea para sí. Si se cree un nuevo Mesías, hay que dejarlo. Quien quita que se haga realidad lo que dice a veces la gente: el que se mete a redentor, sale crucificado. Aunque su vocabulario se infle con amenazas guerreras, su espíritu es más bien camorrero, buscador de pleitos verbales con el que se luce insultando a diestra y siniestra. Resulta difícil cualquier parangón, pero hay lecturas de lecturas.

En la misma Bolivia de Evo Morales, éste ha debido aceptar de sus opositores el que su reelección se reduzca a una, considerando como primer período el ya gobernado; en cambio en Venezuela, la lasitud de la justicia hizo borrón y cuenta nueva del primer año de gobierno de Chávez, y así ha agotado los dos cartuchos que le ofrecía la mejor constitución del mundo.

Los disfraces de un histrión
Según la Constitución de 1999, el Estado venezolano se basaría en la doctrina del Libertador. La pregunta es si es posible no encontrar contradicciones en esa supuesta doctrina, que hace pensar en una doctrina cristiana con dogmas de fe, decálogos, historias sacras, oficiantes y culto. Bolívar no fue un filósofo que ideara un sistema coherente de interpretación de la realidad, con su ontología, su lógica, su ética, su metafísica o su gnoseología; fue un guerrero y un político, por encima de amigo, pariente y amante. Su conducta, refrendada en cartas, discursos, cuando no en proyectos constitucionales, decretos y arengas, se debió adecuar a las circunstancias, siempre tan mudables. Si algo atrajo de su persona fue su capacidad para sobreponerse a sus fracasos y esa confianza absoluta en las fuerzas del destino, propias de un ánima romántica e ilustrada, sin dejar, por ello, de reconocerse como el hombre de las dificultades. Obtuvo éxitos militares rotundos y eso lo encumbró sobre sus contemporáneos, tuvo también la nobleza y el buen tino de reconocer méritos en otros y de emplearlos y promoverlos según éstos. Pero sabemos cuán conciente estuvo en el último lustro de su vida, desde 1825 a 1830, ya superado el conflicto contra los realistas (españoles o americanos), de lo difícil que le resultaba gobernar una sociedad donde los militares eran los garantes de la paz y el sector más ambicioso de poder. Fue exitoso como guerrero, pero Bolívar fracasó como político y a pesar de ser aupado por sus fieles partidarios a defender la creación de Colombia, terminó por renunciar a todo poder y optar por el exilio europeo que la muerte le tronchó.

Toda comparación es odiosa, pero aquí vamos con todo. Chávez, su pretendido heredero y émulo actual, por el contrario ha sido un guerrero fracasado y un político de éxito…por ahora. Es notoria su falta de épica (hazañas), además de ética (por decir, escrúpulos), tanto como por su idea fija, esa que lo convierte en un “obseso” –y no sólo en el “poseso” diagnosticado por Zapata- en cuanto a forzar al país a encajar en la horma de su bota. Parodiando a Bolívar, Chávez se la pasa en campaña electoral, a la que siempre da tintes guerreros; no renuncia a la Presidencia para ello, pues sería despreciar los recursos y pertrechos que el Estado le facilita; no hay poder que lo controle ni al cual someterse si no es el propio capricho y voluntad; finalmente, no se baja de su Palomo aéreo, para estar bien lejos de Palacio.

Sus modelos sucesivos han sido todos militares: Miranda, Sucre, Zamora, los tres con destinos nada envidiables. Reivindicó los restos de Guzmán Blanco y se los trajo desde París, en contra de la misma voluntad del occiso que murió despreciando su patria pero a la que dejó sembrada de prestigiosos edificios y obras públicas que el actual régimen dista de emular. Chávez exaltó en su primera campaña electoral la obra constructiva de Pérez Jiménez y hasta pretendió tenerlo entre sus flamantes invitados, junto al padre putativo Fidel, pero cuando la oposición recuperó la conmemoración del 23 de enero como magna fiesta democrática, se dejó de eso, no sin antes pavonearse con galas de la época junto a su doña Flor en Los Próceres. Luego apeló a Medina Angarita pero no le duró mucho el entusiasmo pues ese militar fue el gobernante más civilista, hasta olvidarse de las charreteras y pudo declarar orgulloso que no había presos políticos bajo su gobierno; de paso, lo tumbaron los adecos…
El último resucitado de la historia militar venezolana ha sido Cipriano Castro, el compadre de Juan Vicente Gómez, a quien ahora se le quiere presentar como al héroe que enfrentó a las potencias europeas, obviando que el origen del bloqueo a nuestros puertos en 1902 fue producto de la medida más arbitraria e irresponsable que podía tomar un gobernante: al bajar drásticamente los precios del café, nuestro petróleo del siglo XIX, pues se suspendía el pago de la deuda externa hasta nuevo aviso. Poco se dice que hubo que acudir a los buenos oficios del embajador de los Estados Unidos para aplacar a los guerreristas europeos, y que de ahí en adelante el régimen de Castro quedó condenado a fenecer en manos del compadre, más sagaz por su condición de comerciante y agricultor, tan contraria a la del camorrero, lúbrico y predicador que fungía de Presidente. Su atrabiliaria personalidad ha sido objeto de varias novelas como El Cabito, de Pío Gil o El hombre de la levita gris, de Enrique Bernardo Núñez. Sería bueno que alguien se atreviera a sugerirle como lectura a Chávez, Los días de Cipriano Castro, de Mariano Picón Salas para que se ilustre cuán antiimperialista era su nuevo ídolo.

De cada uno de estos modelos militares, el presidente Chávez ha tomado algún aspecto de valor, según el inmediatismo que lo distingue. Son disfraces de quita y pon. Hay otros execrados como el traidor Páez, o el nuevo traidor Gómez, pues éste da el golpe zorruno contra Castro y pone en bandeja de plata al país para que las potencias se ceben en él, gracias a la explotación petrolera. Sin embargo, existe la fuerte sospecha de que sea el de Gómez el modelo no revelado pues el parecido calza en muchos sentidos. En efecto, Juan Vicente Gómez tuvo como gran baluarte doctrinario a Bolívar, en la versión acomodaticia del intelectual del régimen en su Cesarismo Democrático (1919); creó un ejército al servicio de su causa; enriqueció a la propia familia; fue un terrófago; hizo todo lo que quiso gracias a las concesiones petroleras; plegó a su capricho todas las instituciones; cerró la universidad protestona por diez años y de ahí surgió la generación de relevo en 1928; redujo a sus adversarios o enemigos a la cárcel, al silencio o al exilio; encadenó los medios impresos en una permanente loa a su gobierno de orden, trabajo y paz; propició dos subgéneros humanos, los espías y los aduladores; la mejor consigna era “Gómez único”; conmemoró los centenarios de las fechas patrias: Independencia (1811-1911), Batalla de Carabobo (1821-1921), Muerte de Bolívar (1830-1930); enmendó la constitución o la reformó siete veces; fue reelecto por veintisiete años y murió en su cama rodeado por sus más fieles servidores. Aunque nadie intentó matarlo, a su muerte la fiesta fue general y los saqueos de las casas de sus allegados fueron de coger palco. También la chorrera de libros que tratan de explicar el fenómeno Gómez es numerosa y, mal que bien, dejó huella en la historia de este país. Cualquier coincidencia con las pretensiones políticas del régimen actual no es pura casualidad.

No hay como rescribir la historia para tranquilizar la propia conciencia. Y sobre todo, conservar al egemón en su jaula de oro, no sea que se escape y revele su inconformidad con todo y todos…

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