Opinión Nacional

Breve lista testamentaria

La pérdida del lenguaje público. En realidad, aprender a hablar significa manejar al menos dos códigos distintos: el privado, el de la casa, el de las relaciones cercanas (el de la oralidad, en síntesis) y el código elaborado, formal, que supone un uso normado (y normativo) del idioma. Este es el lenguaje público, porque organiza el espacio comunicativo según unas reglas comunes que disminuyen la ambigüedad y la arbitrariedad que toda lengua tiene. Y después de todos estos años, nos encontramos con que lo que domina el espacio público es aquel código restringido, impuesto tercamente para mostrar cómo lo público ha sido colonizado por un clan y su idiolecto.

Una especie de inflación verbal le ha quitado valor al buen hablar. Monolingües nos dejan, y esto implica una pérdida de las categorías comunes con las que solíamos referirnos a lo que compartimos. Y es una forma sutil y al mismo tiempo obvia del estado de sitio cotidiano que nos recluye en las casas. Hasta el breve escándalo suscitado por el video Caracas, ciudad de despedidas tiene su origen en el descubrimiento de que esos muchachos no son capaces de articular conceptualmente lo que les pasa ni de conectar su diminuta experiencia con las circunstancias del país en que nacieron. Les faltan las cajitas para ordenar lo que sienten o padecen. Están solos.

La democracia humillada. Se podría repetir que toda neodictadura tiene su neolengua. Los términos políticos se vacían de significado. En el siglo XXI, el gran basurero es el concepto de democracia. Entre nosotros, ya no significa nada, porque ha desaparecido el ecosistema en el que solía existir, que es el espacio público.

La expropiación de las instituciones a favor de una oligarquía que distribuye beneficios a cambio de identidad y lealtad ha pervertido la idea misma de acción pública y de políticas públicas. Ni se ha enfriado el cadáver de la «democracia participativa y protagónica»: ya no es este un régimen político sino la familia extendida de un patriarca en su otoño. Allí quizás está marcada más brutalmente la línea divisoria, nuestro obsceno muro de Berlín: país partido en dos, una mitad atrapada en la lógica del «don y el contra-don» que Marcel Mauss entendió como vínculo de control social (y definición identitaria); la otra mitad aferrada a la recuperación de las instituciones que nos recuerden que todos somos iguales ante la ley. Y la caída del muro se producirá, se está produciendo de hecho, en la medida en que dos fenómenos sigan ocurriendo simultáneamente: el debilitamiento de la sociedad vertical del caudillo, y el fortalecimiento de la sociedad horizontal de la alternativa democrática. Las reconfiguraciones llevan su tiempo: algunos de uno y otro lado sueñan con una «transición», que sería justamente lo contrario de tal cosa, porque interrumpiría el trasvase que ya está ocurriendo y que horada lentamente ese muro de concreto.

Unos la sueñan como un proceso de congelación, como la producción de una revolución-mamut que quedaría fijada para siempre a cargo de una «nomenklatura» eterna. Otros, los antipolíticos de siempre, los que no confían en elecciones, la fantasean como el camino hacia un gobierno de notables que no se meta en política, y se olvidan de que no es posible recuperar la democracia sin legitimidad democrática.

Le petit Caporal. Y como otra herencia queda ese destape horrible del dictadorzuelo que se ha formado en nuestro interior. Suspendidos los modales y los modelos de urbanidad; «aperturado» el flujo incesante de lo que los angloparlantes traducirían malamente como «expletivos»; maltratados por años de omnipotencia, hemos cultivado ese homúnculo, ese resumen de inmoderación y avidez que se despierta de pronto en medio de los abusos del tránsito, cuando le falta el oxígeno en el Metro, cuando se hace insoportable la espera en un mostrador, o cuando en ese almuerzo de familia se repasa la odiosa división que nos agobia.

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