Opinión Nacional

Buenas y malas ideas

En las elecciones presidenciales venezolanas que fueron cruciales en el último medio siglo, la buenas ideas se impusieron a las malas, aunque los resultados posteriores fueran decepcionantes en varios casos. En 1958 fue la instauración del sistema democrático. En 1968 fue la tecnificación de la Administración Pública. En 1988 se trató del gran viraje. Y en 1998 la bandera fue la liquidación del Pacto de Punto Fijo.

Pero para lograr cambios exitosos hace falta un sentido de direccionalidad, de viabilidad y de efectividad, compartido entre los agentes de cambio. El proyecto democrático fue exitoso porque combinó estos tres elementos por casi 40 años. El de 1968 mejoró la calificación de los empleados públicos, con resultados perdurables. El gran viraje fue saboteado desde muchas esquinas, a pesar de contar con respaldo intelectual, y agonizó bajo el peso de la inflación. El chavismo recibió, por carambola, el respaldo de muchos agentes anti-cambio y sin embargo tomó para sí en 1998 la bandera de la transformación del país, convirtiéndose en una mezcla de buenas y malas ideas.

En los 14 largos años que cumple este gobierno, ha quedado claro que la gestión oficial ha crecido en el uso de malas ideas. La lucha contra la corrupción y la seguridad ciudadana están borradas de las prioridades. Las metas de empleo productivo, seguridad social, inversión para el desarrollo, vivienda e infraestructura social y física no se cumplen. Por el contrario, las burocracias proliferan en emprendimientos que son pésima imitación del capitalismo y que en lugar de agregar valor, desperdician. Las estructuras paralelas en el aparato estatal se multiplican en una maraña de lineas jerárquicas que nadie entiende y pocos siguen. Las iniciativas democráticas son asediadas por grupos de fuerza que quieren imponer una ley no escrita.

El caos rivaliza con la vida social.

Es evidente que la falla en el chavismo es tectónica, porque no se reduce a la incapacidad de funcionarios con poder, sino que llega a la insuficiencia del proyecto para ser viable y efectivo, y esta falla se acrecienta mientras más se insiste en su direccionalidad castrista.

Por algo, el socialismo ya no es del siglo XXI. Y el Centro Carter ya no es bienvenido, a pesar de ser avalista principal del referéndum del 2004. Y la campaña oficial al estilo «mimosín» es tolerada con reservas por los duros del proceso como mal necesario para ganar. Y el cemento no alcanza, y las cabillas no llegan, y las divisas no son suficientes, y la gente pide demasiado, y el problema eléctrico no se resuelve, y no hay embalses para guardar agua hasta la próxima sequía, y el antibiótico no hay, y la gandola de gasolina no encuentra suministro, y el asesinato es lugar común, y no hay paso en la carretera porque se cayó otro puente, etc.

Ante todo ello, el proyecto Capriles aparece como direccionalmente correcto, básicamente viable, y con un potencial de efectividad muy por encima de lo que muestra el chavismo. Como las rosas promesas del oficialismo no son creíbles, la propaganda gobiernera adquiere perfiles descalificadores. La realidad es que las buenas ideas se están ubicando en respaldo del candidato opositor, y las malas se quedan en el otro lado. Esta ecuación parece ser definidora del resultado electoral que viene.

 

 

 

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