Opinión Nacional

¿Caerá la revolución víctima de su propia legitimación de la violencia?

Todo revolucionario sucumbe a la tentación de hacer una simple pero conveniente distinción: a la hora de apellidar a la violencia, la califica de «buena» si es «revolucionaria» o de «crimen atroz» cuando no lo es. Así, Hugo Chávez nunca fue un «sanguinario golpista» (responsable de las muertes violentas de mucha gente inocente), sino un «ángel insurrecto emancipador». Asimismo, Carlos «El Chacal» jamás fue un «detestable terrorista» sino un «venerable justiciero revolucionario».

Tales son los fundamentos éticos de los violentos, que parten de la premisa de que su violencia está justificada, plenamente, cuando se trata de redimir a los oprimidos. La «violencia liberadora» de los revolucionarios es considerada sacrosanta frente a la «violencia opresora» capitalista.

Pero resulta que bajo esta misma óptica, lo que es bueno para el pavo debería ser bueno para la pava, ya que como sus odiados capitalistas, ellos, las nuevas élites revolucionarias, han llegado al poder para conformar un aparato opresor que representa exclusivamente los intereses de una clase política dominante, cuyos tentáculos económicos alcanzan a toda la sociedad, montados como están, per secula seculorum, y sin ningún tipo de controles o parámetros éticos, sobre la cúspide dineraria de las empresas productivas del Estado. ¡Ah, pero a ellos no se les puede aplicar la misma fórmula! Porque quien se les subleve no será considerado un «revolucionario liberador» sino un traidor a la Patria. Así de mangüangüa es la lógica revolucionaria y así de útil para sus propósitos totalitarios es su lenguaje hegemónico.

Estos parásitos sociales, que han secuestrado todas las instituciones del Estado para ponerlas al servicio del gobierno, que han cerrado medios independientes, que se han dedicado a perseguir, amenazar y doblegar a los canales de televisión privados, que han reprimido salvajemente las protestas ciudadanas (sean estudiantiles o gremiales) que no respetan los derechos humanos de los presos políticos, que en fin, asfixian toda opción de libertad de aquel que se les oponga ejerciendo para ello todo tipo de violencia, pretenden además sofocar el derecho a rebelión contenido en la Constitución, que ellos mismos han violentado usurpando la soberanía popular mediante un escamoteo descarado de votos y a través de un reiterado y sistemático abuso criminal de los recursos públicos.

Frente a toda esta violencia -a la cual se suma ahora la desbordada violencia criminal de los malandros que les sirven como brigadas de choque-, ya no hay forma de permanecer indiferente. La violencia nos obliga, más que a fijar una posición, a tomar acciones decisivas. Pero la oposición aún luce anestesiada, hipnotizada, narcotizada y aletargada tanto por la superioridad demostrada por sus rivales como por sus sucesivos y costosos errores políticos. No termina de entender que la mejor defensa es el ataque.

¿Qué esperan los líderes opositores para tomar la iniciativa política?

Y mientras el agua nos llega al cuello, es decir, mientras terminan de matarnos a todos, como a la pobre Mónica Spear y su esposo, los líderes opositores son incapaces de articular una estrategia viable para sacarnos de esta pesadilla con vocación homicida.

Hay una cuota importante de responsabilidad que tenemos los ciudadanos en todo lo que nos está aconteciendo, naturalmente, cuestión que por cierto y dicho sea de paso ya ha sido tratada con brillante lucidez, entre muchos otros teóricos, por la siempre incómoda, perpicaz y aguda mente de Hannah Arendt. Pero eso es motivo para otra reflexión. Por lo pronto, pongamos el acento en los principales responsables.

 

 

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