Opinión Nacional

Carta al doctor Julián Isaías Rodríguez Díaz

Caracas, 21 de agosto de 2002

Señor
Dr. Julián Isaías Rodríguez Díaz
Fiscal General de la República
Su Despacho.

Muy estimado doctor Rodríguez,

Sólo a través del ejercicio profesional hemos tenido usted y yo un limitado y respetuoso trato. Recuerdo sin embargo, especialmente, una amable discusión en su Despacho –en la cual intervinieron también amigos comunes– que tuvo como telón de fondo la novedosa obra de István Mészaros, ahora editada en Venezuela. Dialogamos esa vez sobre el alcance puramente metafórico de la relación entre la infraestructura y la superestructura. Quedó claro, desde luego, que Marx no pretendió fundar sobre esa idea un monismo económico. Por el contrario, coincidimos en que era consciente de que la producción material evoluciona de manera desigual con relación a la producción artística y a las relaciones jurídicas. La clara conciencia de la sinceridad de ese diálogo demostrativo de la rectitud de sus intenciones, y el haberle oído declarar su propósito de solicitar la revisión constitucional de la sentencia pronunciada por el pleno del Tribunal Supremo de Justicia, me invita a escribirle estas líneas.

Durante el siglo XIX hubo en Venezuela innumerables revoluciones. Ninguna dejó una huella histórica tan profunda como las heridas y los males que todas ellas causaron. Fueron revoluciones sin trascendencia. Tan intrascendentes como la que ahora se pretende tal, con un ideario tan pequeño que cabe íntegramente en un librito azul que el Presidente acostumbra blandir como si fuera un arma sobaquera para amenazar con ella a quienes considera sus enemigos. Esa Constitución, doctor Rodríguez, es de la misma clase de otras constituciones que hemos sufrido, de aquellas que Monagas –un experto en eso de constituciones– dijo que servían para todo. Esa Constitución está plagada de errores y ambigüedades. En lugar de construir reglas claras para la solución de los conflictos de intereses en la sociedad y lograr su integración, ha ensartado una colección de lugares comunes políticos con instituciones mal comprendidas del constitucionalismo de hoy, que son fuente de nuevos conflictos.

Si bien la parte dogmática del texto constitucional ha actualizado la vigencia de los derechos fundamentales e impulsado su reconocimiento judicial, su parte orgánica y funcional está llena de soluciones estrafalarias y erróneas cuya enumeración haría esta carta interminable. Me limito, por esta razón, a la consideración del papel de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia y al recurso de revisión previsto en el numeral 10 del artículo 336 de la Constitución.

La lucha de los parlamentos europeos para limitar el absolutismo monárquico generó en Europa el dogma de la soberanía parlamentaria, fundamento teórico de la superioridad de las leyes y su inmunidad judicial. El sistema de justicia constitucional y el concepto de supremacía constitucional no aparecerá en Europa hasta después de la primera postguerra acompañando las crisis del liberalismo, propias de este periodo de la historia europea. La Constitución de Weimar instituyó un tribunal destinado a la resolución de los conflictos entre los poderes constitucionales y la Constitución austriaca de 1920, obra de Hans Kelsen, estableció un sistema de control judicial “concentrado” de la constitucionalidad de las leyes.

La creación de estos tribunales constitucionales europeos, es un hito en la historia del constitucionalismo. Este hecho dio lugar a la famosa polémica entre dos de los más influyentes juristas de este siglo, como lo fueron Carl Schmitt y Hans Kelsen.

Schmitt publicó en 1929 su obra “Das Reichgericht als Hüter der Verfassung” título que vertido al castellano significa “El Tribunal del Reich como Guardián de la Constitución”, la cual fue seguida por “Der Hütter der Verfassung” o “El Protector de la Constitución”, sobre el mismo tema, publicada en 1931. La réplica liberal no se hizo esperar. El mismo año, Kelsen publicó su famoso ensayo “Wer soll der Hüter der Verfassung sein?” o “¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?”. Esta polémica, de una singular capacidad de renovación, se ha replanteado cada vez que se controvierten los temas esenciales del control de la constitucionalidad de los actos del poder público.

Si bien entre nosotros tanto el denominado control “difuso” como el control “concentrado” de la constitucionalidad de las leyes y de otros actos, como los denominó Schmitt, constituyen una vieja tradición, hasta ahora tales acciones aparecían circunscritas en un ámbito predominantemente jurídico para la resolución de las antinomias y nunca encuadradas como ahora dentro del concepto político del defensor o protector de la Constitución. La Constitución vigente, al instituir la Sala Constitucional, le ha atribuido con exclusividad el control concentrado de la constitucionalidad y la función creadora de precedentes vinculantes con eficacia normativa en materia de interpretación constitucional. Le ha atribuido, además, no sólo la interpretación y desarrollo de los conceptos jurídicos indeterminados –que son abundantes en la Constitución– sino también el control de los propósitos, objetivos y metas políticas del constituyente, esto es, de los llamados principios teleológicos de la Constitución.

Es la Sala Constitucional, y no el pleno del Tribunal Supremo de Justicia ni ninguna de las otras Salas que lo integran, el máximo y último intérprete de la Constitución y, por consiguiente, las interpretaciones que establezca dicha Sala Constitucional sobre el contenido y alcance de las normas y de los principios constitucionales, constituyen precedentes obligatorios o vinculantes para las otras Salas del Tribunal Supremo de Justicia y, desde luego, para los demás tribunales de la República. Sus sentencias tienen efecto normativo directo e inmediato.

Puede decirse que en el ejercicio de tales potestades relativas a la protección de la Constitución, la Sala Constitucional es un órgano delegado del poder constituyente originario, creador de normas jurídicas y sujeto únicamente a la propia Constitución y a la ley orgánica que regule el Tribunal Supremo de Justicia.

Políticamente, la institución del Tribunal Constitucional aparece en el derecho comparado –en Italia y en Alemania– después de la Segunda Guerra, como una defensa contra la arbitrariedad parlamentaria, defensa que se articula escindiendo el poder legislativo en dos órganos: el parlamento como legislador positivo, que toma la iniciativa de dictar e innovar las leyes, y el legislador negativo, que es el Tribunal Constitucional, que se reserva eliminar las leyes incompatibles con la Constitución. Será ésta la propuesta de Calamandrei en Italia y la de Nawiasky en Alemania, propo-siciones que en definitiva serán sólo parcialmente acogidas, en el particular aspecto estructural de la jurisdicción concentrada, sobre el cual se adicionará el sistema americano de garantías de la supre-macía constitucional y la creación judicial del derecho.

Verá usted claro el gravísimo error del constituyente, consistente en haber puesto en el seno del un tribunal judicial un tribunal político, error que se hace más evidente cuando se trata del pleno del Tribunal Supremo de Justicia que tiene una integración heterogénea de magistrados del orden judicial y del órgano político de defensa de la Constitución. No hay precedentes de tal forma de organización en el derecho comparado.

Más grave y comprometedor es aprovecharse del error del constituyente para emplear la Sala Constitucional como un ariete contra una determinada sentencia del pleno del Tribunal Supremo de Justicia y utilizar, con marcado desprecio de la regla fundamental de la legitimación democrática, la minoría en contra de la mayoría. Cinco suplentes de la Sala Constitucional serían suficientes para anular una decisión del pleno al cual concurrieron los cinco miembros titulares de la Sala Constitucional y los demás magistrados. Sustentar semejante interpretación del problemático texto de la Constitución sería contrariar las reglas de la racionalidad y las exigencias de los principios que rigen la hermenéutica constitucional, para hacer decir al texto lo que en realidad no dice ni puede en sana lógica decir. Un juicio de revisión, lejos de dar solución a los eventuales conflictos de intereses y poner fin a la litigiosidad, se traducirá en nuevas razones que militarán en contra de la institucionalidad y la credibilidad de la justicia.

En 1835 Pedro Carujo, al servicio de la Revolución de las Reformas, que encabezaba Santiago Mariño y a la cual se habían sumado otros próceres militares terratenientes que abogaban por el fuero militar, la religión oficial y el reparto de las funciones públicas entre los fundadores de la libertad, atentó contra el poder civil encarnado por el Presidente José María Vargas. Su gesto fue suficiente para sumergir en el olvido su contribución a la gesta de la Independencia. Después, en 1848, José Tadeo Monagas asaltará el Congreso y serán asesinados Santos Michelena y otros diputados. También han sido olvidados gracias a ese gesto incivil sus glorias de soldado de la Independencia. No debe usted sumarse al número de los Carujos y de los Monagas de nuestra historia que en nombre de revoluciones intrascendentes han envilecido las instituciones. Más vale preservar la majestad del Tribunal Supremo y la función de la Sala Constitucional que lograr, en un alarde de virtuosismo y de viveza criolla, aprovecharse de los errores de un constituyente inadvertido para satisfacer un interés transitorio y contingente.

Reciba usted mi afectuoso saludo,

Jesús R. Quintero P.

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