Opinión Nacional

Caza de brujas en la infancia

Si se midieran las expectativas que una sociedad tiene acerca de su futuro por el proyecto que sostiene para la generación siguiente, se haría evidente que los niños de esta época, en su mayoría, no son receptores de ninguna esperanza sino sólo de una propuesta de supervivencia que da cuenta del desaliento y la fatiga histórica que empapa a los adultos a cuyo cuidado se encuentran. Que aprendan lo más rápido posible la mayor cantidad de cosas, que hablen lo menos posible, que no irrumpan con ideas descabelladas y que se sometan a un régimen de vida que implica una jornada de 9 horas de trabajo efectivo más la labor extra a ser realizada en la casa parece ser el modelo de vida cotidiana con el cual se desplazan por la ciudad arrastrando mochilas y carritos repletos de libros, cuyas afirmaciones dejarán de ser eficaces en gran medida cuando pasen de la escolaridad primaria a la secundaria, ya que el conjunto de conocimientos técnico-científicos ha acelerado su carácter perecedero y se renueva cada cinco años., por supuesto, todo esto es imposible de ser llevado a cabo ante la menor falla del interesado. El taylorismo educativo no admite fracasos; no tolera demoras; ninguna distracción es posible: si un niño es desprolijo o no termina su tarea; si habla demasiado con los demás; si por alguna razón que se desconoce tiene dificultades para vincularse con el resto de sus compañeros; si no presta atención por un período prolongado de tiempo; si se mueve demasiado, ahí está la medicación lista para resolver la «falla genética» de esta unidad que, con sus dificultades, da cuenta de que algo ha venido mal de fábrica; algo que debe ser modificado para lograr un encaje adecuado en este hormiguero en el que no caben zánganos ni espacio para quienes no ocupen su cabeza, constante y eficientemente, en las tareas propuestas.

Pero el pensamiento de un ser humano puede estar habitado por muchas más cosas que las que se aceptan, y su psiquismo, más desorganizado de lo que se sospecha. Hemos visto en estos años niños medicados a partir de un diagnóstico poco riguroso que culminó en la afirmación de un supuesto ADD (Attention deficit disorder, o trastorno de la atención, como se lo llama vulgarmente), cuya dificultad para concentrarse era efecto de padecimientos importantes de todo tipo, desde cuadros de angustia pasajeros producidos por preocupaciones actuales hasta traumatismos severos, llegando, en el extremo, a cuadros de desorganización psíquica de consecuencias graves para el futuro de su evolución. La medicación, en estos casos, lo único que hizo fue disimular el síntoma, calmar los efectos, permitiendo que la perturbación productora del cuadro siguiera larvadamente su camino desencadenando consecuencias de mayor calibre de la adolescencia.

Padres cómplices

Quienes conozcan la bibliografía pertinente sabrán, como lo indica incluso el Manual de diagnóstico de la Sociedad Norteamericana de Psiquiatría en el cual se basa el diagnóstico, que no existen pruebas de laboratorio que certifiquen el carácter biológico de la multiplicidad de síntomas que incluye el ADD y que la medicación es siempre sintomática y no curativa, lo cual da cuenta de que estamos ante un cuadro descripto pero no explicado, cuya causalidad permanece no resuelta. Cuadro que incluye una gama muy diversa de síntomas y que presenta modos diversos de evolución en la adolescencia, lo cual da cuenta de que no abarca una patología sino más bien un malestar generalizado que puede estar determinado desde distintas vertientes y cuyo desenlace va desde la desaparición espontánea lisa y llana hasta la evolución franca hacia patologías graves cuyos síntomas son predecibles, incluso tratables, desde la primera infancia, si se toman los recaudos adecuados despojándose del facilismo que posibilita una etiquetación tan reasegurante como ineficaz.

Pero más allá de estas cuestiones de carácter específico en el campo terapéutico, a lo que asistimos es a una verdadera caza de brujas en el campo neurológico-psiquiátrico de la infancia: una farmacologización de los tiempos de constitución del sujeto cuyos alcances se muestran descarnadamente cuando asistimos al hecho de carácter delictivo de que una población entera de niños de una guardería se ve presuntamente sedada por los directivos en aras de mantenerlos tranquilos -inmovilizados-, o cuando padres y docentes, acosados por la realidad, dejando de lado convicciones y experiencia acumulada, por cansancio o debilidad, devienen cómplices de este verdadero silenciamiento del malestar que se oculta tras el empleo masivo de modificadores bioquímicos.

Si el maltrato físico ha cedido como modo represivo en la infancia, la medicación no puede ser el relevo sofisticado que maniate toda manifestación de la diferencia; no olvidemos que, después de todo, la vejación más terrible que padecieron los disidentes soviéticos en el archipiélago Gulag no consistió en los castigos corporales sino en su aislamiento y psiquiatrización, una forma de descalificar la razón cuando ésta no coincide con la del establishment de turno. En el caso de los niños, más que de la condena biológica se trata de buscar el modo de reconocimiento de las singularidades y sufrimientos en juego, estando atento a los síntomas sociales que hacen retornar periódicamente la ilusión de automatización exitosa con la cual la postergación de la felicidad deviene sofocamiento de toda posibilidad creativa.

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