Opinión Nacional

Chávez: Asalto comunista a Venezuela

ZLa tradición militar.

Desde la rebelión militar de las Reformas en 1836 contra el primer presidente civil José María Vargas, hasta la muerte del dictador Juan Vicente Gómez en 1935, y luego hasta el derrocamiento del general Marcos Pérez Jiménez en 1958, Venezuela fue gobernada durante ciento diez años por regímenes militares poco más o menos condescendientes, vesánicos, crueles y prevaricadores. Esa larga historia de autocracia cuartelera demuestra por sí misma la falacia publicitaria del lema “forjadores de libertades” con que suele engalanarse la Fuerza Armada de Venezuela. Tal encubridora alegoría sólo puede ser válida para el tiempo heroico de la Independencia y la consecuente liberación de los países del sur del continente llevada a cabo por José de San Martín, Simón Bolívar y Antonio José de Sucre.

El daño ocasionado al país por la tradición militarista fue tan grosero que el historiador mexicano Carlos Pereira llegó a escribir que el principal problema de los venezolanos después de 1830 era cómo “liberarse de sus libertadores”, aguda observación inspirada tal vez en la angustia del propio Mariscal de Ayacucho al denunciar a la “aristocracia militar” que pretendía perpetuarse en el poder a raíz de la disolución de la Gran Colombia.

Es de justicia consignar que a la muerte del general Juan Vicente Gómez en 1935, Venezuela vivió diez años de un clima de relativas libertades auspiciadas por los generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita. Derrocado este último por la revolución cívico-militar del 18 de octubre de 1945, sobrevino un ensayo de tres años de experiencia democrática que concluyó poco más tarde con la asonada militar que derrocó a otro presidente civil, don Rómulo Gallegos. Esta nueva usurpación castrense duró diez años y concluyó con el movimiento cívico-militar de 1958 que abrió camino a los ocho quinquenios de experiencia republicana regidos por presidentes civiles, con sujeción del estamento militar a lo pautado en la nueva Cara Magna de 1961.

Democracia civil, 1958-1998.

Quienes defendimos con ardor en la prensa diaria el proyecto democrático de aquellos años, lo hicimos convencidos de que, con sus evidentes logros y sus inocultables errores, aquello debería ser una excepcional oportunidad para rescatar los valores de una sociedad civil disminuida por la supremacía de un atávico poder militar acostumbrado a ser árbitro absoluto del destino nacional. Fue una época en la que con presupuestos fiscales que hoy lucen increíblemente irrisorios se alcanzaron evidentes logros materiales y reivindicaciones cívicas hasta entonces inéditos en la vida republicana del país.

En las bibliotecas públicas y privadas puede encontrar cualquier investigador abundante material acerca del saldo trágico que nos deparó el primer asalto comunista a Venezuela durante los años 1960-1965. Allí hallará testimonio estadístico acerca de las insurrecciones de cuartel y atentados terroristas de la conspiración castro-comunista, así como de la contrapartida policial para, en ocasiones, castigar por medios igualmente ominosos la ofensiva plagiaria de los discípulos criollos de Fidel Castro.

Otra cosa muy distinta ha venido a resultar el segundo asalto comunista que puso fin a la institucionalidad democrática de aquellos cuarenta años de aprendizaje democrático. El golpe militar fracasó a las veinticuatro horas de iniciado, y el desconocido teniente coronel Hugo Chávez Frías, jefe de la rebelión, fue el primero en rendirse en su refugio del Museo Militar. Luego de unos cuantos meses en la cárcel, donde, por cierto, era visitado y agasajado con frecuencia por connotadas figuras de los círculos civiles de la capital, sobrevino lo que Simón Bolívar llamó más de una vez un “crimen social”: el Teniente Coronel Chávez, que en su fracasado intento magnicida produjo más de un centenar de muertos y cientos de heridos, fue liberado por el entonces presidente de turno Rafael Caldera mediante un sobreseimiento de la causa penal que borró del mapa judicial el delito cometido. Tres años más tarde, en elecciones absolutamente inobjetables, la voluntad mayoritaria de los venezolanos cohonestó con sus votos aquella lamentable decisión ejecutiva, otorgando el premio mayor al hombre cero que durante años estuvo conspirando contra la democracia que más tarde lo aclamaría. ¡Lástima que en Venezuela no contamos con un pequeño Moliere para escribir esa lastimosa farsa convertida en tragedia colectiva poco tiempo después!

A diferencia de su conducta guerrerista en los años 1960-1965 el Partido Comunista, (PC), no ha tenido esta segunda vez que arriesgar nada para fijar posición al lado del autocrático régimen de Hugo Chávez. Rememorando su clásico oportunismo político en la Cuba del general Fulgencio Batista, cuando ocuparon ministerios en su gabinete y gozaron de numerosas prebendas burocráticas, los camaradas han tomado ahora puesto a la cola del atronado proyecto socialista del caudillo militar llanero.

Las diferencias personales entre Fidel Castro y Hugo Chávez son tan abismales que hasta parece una majadería señalarlas. Castro asumió al poder en Cuba como un héroe de resonancia internacional. Hugo Chávez surge a la luz pública desde las sombras de la anonimia, tras largos años de una conspiración silenciosa dentro de las Fuerzas Armadas, que concluyó en su fracasada aventura cuartelera el 4 de febrero de 1992.

Fidel Castro estuvo siempre asistido por un comprobado valor personal. Chávez apenas inspiró curiosidad y cierta comprensible esperanza a la hora de su primera aparición pública. Un par de años más tarde despertó lástima, miedo y regocijo a sus seguidores, tras su segunda rendición y vuelta al poder en la encrucijada palaciega de abril de 2002.

Fidel Castro es una persona culta, como quedó evidenciado en su bien documentada y retadora defensa frente al tribunal militar que lo juzgó a causa del temerario asalto al cuartel Moncada. Chávez se vale de una ridícula buhonería seudointelectual para impresionar a sus camisas rojas en sus maratónicas y desafiantes cadenas televisivas. Cuando incursiona como repetidor de una historia vernácula, suele recurrir a lugares comunes y citas e interpretaciones grandilocuentes, no pocas veces falsas o disparatadas, como decir que José Félix Ribas y Bolívar eran primos; o que Bolívar y Sucre se abrazaron llorosos a la hora de su última despedida en Bogotá; o que los yanquis fueron los delatores de la primera expedición de Miranda a las a costas venezolanas, en lugar del acuciosos Ministro español que le seguía los pasos al precursor por las calles de Nueva York; o cuando juzga con ánimo simplista de estudiante de tercer grado, el papel de José Antonio Páez en la historia del país; o cuando fabrica para el Libertador afanes socialistas.

Los bautistas de Fidel Castro fueron seguramente Marx, Lenin, Mao, Stalin y el Che Guevara. Chávez pretende deletrear a Marx a través de sus fervorosas visitas a la Habana, y cuando formula alguna cita del filósofo y economista alemán que retrató a Bolívar como un bandido uniformado más en la galería de chafarotes que han prostituido nuestra historia militar. Con igual ligereza y audacia culturista se atreve alguna vez a arañar nombres célebres como Nietzsche o Bertolt Brecht. Sus más conocidos padrinos políticos -aparte su empalagosa retórica bolivarista- han sido uno que otro seudo-pensador sureño; el Juan Domingo Perón del destino manifiesto; Doroteo Arango (el pintoresco Pancho Villa de las revueltas mejicanas;) el acaudalado Marcos Pérez Jiménez en su dorado exilio madrileño; Cipriano Castro, (“Capitán Tricófero” de los Andes, supuesto nacionalista y héroe de una imaginaria “segunda Campaña Admirable”;) y también -¿por qué olvidarlo?- José Vicente Rangel, el único Santo competidor en alguno de nuestros torneos presidenciales y supremo comodín en los enroques ministeriales con que su admirado caudillo suele barajar sus numerosos e incompetentes gabinetes ejecutivos.

De los tres despotismos sufridos por Venezuela a partir de comienzos del siglo veinte -los generales Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, y el Teniente Coronel Hugo Chávez Frías- este último se destaca por ciertas peculiaridades poco comunes entre los llamados “hombres fuertes” latinoamericanos. Gómez fue un tirano tranquilo, modoso, que nunca le habló al pueblo y envejeció en el poder sin hacer alarde de su magia invencible. Su “doctrina” fue mandar, comprar o destruir al adversario y llenar sus alforjas de relucientes morocotas de oro, a cuenta de su codicia latifundista y la temprana riqueza petrolera. Como buen zamarro, a la hora de abandonar su mundo de intuiciones agrarias, tal vez por un instintivo arrepentimiento, dejó en el poder a un hombre que, aún fiel a su jefe muerto, inició para Venezuela un rumbo de leves esperanzas cívicas y republicanas. En un solo respiro: el general Gómez fue un tirano austero, por así decirlo.

El general Marcos Pérez Jiménez fue también un autócrata relativamente discreto, aunque no a la manera rudimentaria de Gómez. Su “ideología” fue igualmente mandar, trampear, asesinar al adversario y acumular fortuna fraudulenta. Aunque tocado por aires de modernidad y lucro personal, quiso trascender, y de algún modo lo logró mediante iniciativas y obras materiales de innegable utilidad. Su extradición desde los Estados Unidos, prisión en San Juan de los Morros y condena por peculado constituyó un excepcional logro moralizador para América Latina.

Hugo Chávez ha sido el revés de Gómez y Pérez Jiménez: un one man show. Parlanchín hasta los extremos de un egocentrismo enfermizo, se aferra ridículamente a la sombra de Bolívar sin contar con el recato de un López Contreras o la pujanza administrativa de un Guzmán Blanco. Como caudillo militar de salones, Chávez figurará en los anales de la historia nacional por razones puramente folklóricas y demenciales, pertinentes a la simulación, el sadismo político, la ordinariez personal, y el fraude fríamente anunciado y ejecutado. No es verdad que lo único que pudiera disculparlo es su “buena intención” respecto a las clases más desamparadas de la población. Primero, porque las buenas intenciones nada significan, así se las engorde y rellene con toneladas de promesas altisonantes y vacías. Segundo, porque Venezuela ya experimentó, primero con Guzmán Blanco y luego en los cuarenta años 1958-1998, más y mejores buenas intenciones, con resultados altamente positivos y en condiciones económicas muchísimo menos halagadoras que los cuantiosos recursos fiscales malbaratados por la estafa mil millonaria del llamado socialismo del siglo veintiuno. Tercero -y es lo fundamental- porque con Chávez las buenas intenciones han sido escarnecidas por una conducta abiertamente anti-obrera y anti-sindical. Lo que ha hecho Chávez por el pueblo llano es pretender domesticarlo mediante la sumisión a una pordiosería de compromisos engañosos, en lugar de estimularlo y honrarlo para el trabajo dignificante y productivo.

Venezuela rueda hoy a toda velocidad por el barranco de una delincuencia común desatada, un caos de la burocracia oficial, una humillación sin tregua de la sociedad opositora y un acecho contumaz a los medios de comunicación.

Hace ya largo tiempo que los perseguidos políticos a punto de “enconcharse”, presos o refugiados en el extranjero se cuentan por centenares -o miles, si no olvidamos a las diezmadas familias petroleras. La demencia persecutoria de Chávez pareció llegar al paroxismo con la diabólica condena a treinta años de prisión impuesta a los comisarios y policías que hoy le sirven de chivos expiatorios para ocultar la evidente responsabilidad de su gobierno en la emboscada sangrienta del once de abril de 2002. Pero su voracidad política no quedó satisfecha con semejante atrocidad jurídica. El insolente desconocimiento en la práctica de los triunfos electorales de la oposición en lugares claves de la geografía nacional lo ha dejado completamente al desnudo ante América Latina y el mundo. Este zarpazo de tigre herido, ignorado por la OEA y el resto de las instituciones jurídicas internacionales, es precisamente lo que justifica hoy las sospechas acerca de un fraude en las elecciones parlamentarias de setiembre del presente año.

A más de ser un patético enamorado de sí mismo, Chávez es un racista encubierto. Como cierto guerrillero realista de nuestra independencia, vive presa de una especie de odio existencial que lo induce a recelar del éxito ajeno, la inteligencia del otro, la prosperidad económica de las personas y las naciones desarrolladas. Ha sido el único presidente venezolano que frente a las cámaras de la televisión ha hecho alguna vez referencia a su relativa negrería o a la “sangre azul” de alguno de sus adversarios, lo que resulta muy revelador en un país de gente absolutamente ajena a la condición étnica del individuo, cualquiera sea su nivel social. Ninguno de nuestros presidentes, o acaso alguno, lució ojos azules y casi todos ellos mostraron la hibridez de nuestro mestizaje, empezando por el propio Bolívar, si hemos de enredarnos en el controvertido “nudo de la Narváez”. Tal vez sea ese mortificante complejo clasista lo que lo impulsa a exhibir con tanta vehemencia esa rabia defensiva que lo mantiene en permanente ánimo de retos y desafíos reales o imaginarios.

Tiene el sujeto una estimación tan orgullosa y sectaria de su naturaleza militar, que ello lo identifica con el sacerdocio de aquellos milicianos sureños del “destino manifiesto” que proclama: “Jamás un civil comprenderá la grandeza de nuestro ideal, por lo cual habrá que eliminarlos del gobierno y darles la única misión que les corresponde: Trabajos y Obediencia”. Por esta singular distorsión, los militares ocupan hoy en Venezuela un inusitado número de cargos de mayor y mediana relevancia dentro de la administración pública en todo el territorio nacional. Poco importa que como consecuencia de ello los once años del régimen hayan sido de una ineficiencia administrativa escandalosa, a pesar de haber contado el país con los más altos ingresos fiscales de su historia.

La corrupción desatada en lo interno y el derroche de millardos de dólares para comprar conciencias en el extranjero, mientras la miseria estrangula a los hogares más desamparados del país, constituye uno de los hechos más abominables de la farsa socialista que hoy sojuzga a Venezuela. Tal impudicia puede calificarse con toda propiedad como una grosera traición a la patria, y como tal ha de ser juzgada y cobrada.

La cursilería oficialista en asuntos patrioteros e internacionales jamás alcanzó una visión tan rudimentaria y ramplona como la de pretender rebautizar al cerro Ávila de las nostalgias de Bolívar con el nombre indígena de los tiempos del cacique Guaicaipuro. Al Libertador se lo ha teatralizado hasta en la Asamblea Nacional con el concurso de jóvenes actores uniformados a la usanza de la época. Al mismo Chávez se le han practicado ensalmos en el Panteón Nacional. A Cristóbal Colón se lo ha criminalizado desterrándolo de las ceremonias oficiales y borrando sus estatuas de la vista pública, marcando así como un delincuente internacional al héroe que por gracia de Miranda legó su nombre a la creación de la Gran Colombia. El mismo quijote que acercó los continentes y completó el mundo, agigantando, aunque no lo supiera, la pujante civilización humana.

Comentario aparte merece la histórica espada de Bolívar, removida de su sagrado reposo secular para servir de palo de Brasil o báculo publicitario a la vergonzosa curiosidad de sátrapas extranjeros.

El sistema educativo del país venía siendo acechado desde el inicio del régimen de Chávez cuando las madres venezolanas comenzaron a clamar “¡Con nuestros hijos no te metas!” Una ley de educación espuria de marcado acento adoctrinante ha sido aprobada en medio de la más encendida protesta de todos los sectores de la sociedad. El teniente coronel aparece entonces en las pantallas de la televisión y escupe: “Dicen que pretendemos ideologizar la educación y yo respondo ¡Yes! claro que la queremos ideologizar”. Es la antigua retrechería criolla, germinada en su ser por resentimientos ignotos; es el guapetón de la barriada que desafía a todos para ocultar sus propias carencias espirituales. Es preciso rugir adelante para ocultar en el rugido la temblorosa sicología de los cobardes.

Antes que nada, Chávez es un mentiroso compulsivo, miente frente a las cámaras de televisión sin importarle un rábano la frescura y el tamaño de sus mentiras. Afirma una cosa esta noche y a la mañana siguiente dice otra totalmente opuesta; y lo hace sin una mínima justificación de sus enredos mentales, como si la nación toda que lo escucha compartiera la misma vergonzosa sumisión de los areperos que lo celebran y aplauden a toda hora y en medio de las más banales circunstancias. Su cinismo político lo lleva en ocasiones a reprender públicamente a sus ministros por acciones u omisiones de las que él, como cabeza de estado durante casi once años, es el único responsable. Su conducta pública hacia la hermana república de Colombia ha sido particularmente peligrosa y desafiante; ha mantenido comprobada simpatía con los narcoterroristas de las FARC y ha injuriado de la manera más soez al paciente mandatario Álvaro Uribe, quien goza hoy en el mundo occidental de un respeto y una consideración que ya quisieran para sí algunos tarifados mandatarios de nuestro continente.

Los venezolanos no han sido tan mansos con Chávez como alguna gente del extranjero lo imagina. La huelga petrolera, oportuna o no, fue un gigantesco esfuerzo personal y colectivo que costó el sacrificio económico y la diáspora obligada de más de veinte mil familias. La calle no ha dejado de ser un renovado campo de protestas de una resistencia pacífica que ha sufrido la brutalidad de los cuerpos represivos del régimen con saldo de muertos y heridos. La gigantesca marcha del once de abril de 2002 fue disuelta por una emboscada sangrienta con saldo de veintiún muertos y numerosos heridos. Algunos militares reaccionaron ante la matanza, pidieron la renuncia de Chávez y lo tuvieron en sus manos durante cuarenta y ocho horas; pero la improvisación, el oportunismo, los celos y la cobardía terminaron por devolver el secuestrado a su palacio, para luego dejar en libertad a los pistoleros que habían sido sorprendidos por las cámaras de televisión en plena faena homicida.

Por largos años la ciudadanía ha venido practicando una paciencia jobiana para capear las constantes agresiones verbales de Chávez en sus maratónicas conferencias televisivas. Cada vez que Chávez o alguno de sus numerosos ministros anuncia un desaguisado administrativo o amenaza con una nueva ley o decreto pirata, los venezolanos responden a capela “¡Eso no lo vamos a permitir!”; pero el agravio se lleva a cabo. Y así ha venido ocurriendo al paso que la incertidumbre, la angustia y la rabia crecen entre la población, mientras el circunspecto y sabio analista político razona con paciencia socrática: “Calma, paciencia, que pacífica y democráticamente vamos ganando, los números lo están diciendo”. ¡Los números! Los números pueden ser burlados. ¿O no?

Al final de todos esos desengaños y expectativas hay una interrogante extremadamente grave que requiere especial consideración. Más que una simple pregunta o duda nerviosa, se trata de una dramática sospecha que tiene raíces profundas en la idiosincrasia de nuestra picaresca nacional. ¿Estará el teniente coronel dispuesto a entregar el mando por las buenas, acorde con la ley y la constitución mil veces pisoteadas por él? ¿Se lo puede imaginar alguien soltando el látigo para ir a colocarle la banda tricolor en el pecho a algún osado competidor presidencial en medio de la ceremonia protocolar del Capitolio? ¿Será capaz este soberbio llanero de despedirse para siempre del sádico goce de sus cadenas televisivas autobiográficas; de sus submarinos y aviones Sukhoy; de su satélite chino; de su exhibicionista y derrochador turismo internacional; de la orgía de sus obscenas rabietas contra cualquiera que se le antoje? Y sobre todo, ¿podrá renunciar al espectro ya fatigante de su Bolívar de utilería, a más de su delirio de convertirse en el Protector de América del Sur? Quien esto escribe se resiste a participar de tan ingenua credulidad, y no puede visualizar a un Hugo Chávez confesando: “¡Está bien, aunque son una mierda, ganaron limpiamente; renuncio por ahora a mi proyecto de “patria, socialismo o muerte a cambio de nada!”.

Si Chávez le ha demostrado a los venezolanos y al mundo entero que puede desconocer, como de hecho ha desconocido, el limpio triunfo electoral de unos cuantos alcaldes y gobernadores de oposición, ¿cómo dudar que sea perfectamente capaz de desconocer de un solo tajo una victoria aún más determinante de sus adversarios en los próximos comicios parlamentarios de setiembre? ¿Acaso no se ha cansado de vomitar que su revolución está armada y que un triunfo electoral de la sociedad opositora desataría la guerra civil? ¿Será puro alarde de quien silba en la oscuridad ese ridículo eco de sus coroneles y generales cómplices al chillar en los desfiles y cuarteles “¡patria, socialismo o muerte!?”

La resistencia democrática, que ya se estima clara mayoría en el país, debe estar alerta para asumir tan dramática encrucijada. La conducta pacifista frente a los atropellos morales y físicos del oficialismo ha llegado a extremos insufribles en el ánimo de la familia venezolana. La consigna de “no pisar el peine de la violencia” es una moneda de dos caras: de un lado es inteligente al señalar el peligro de embestir contra las calculadas provocaciones del régimen; del otro lado puede conducir a una resignación sin límites capaz de sembrar desgana, desilusión y amagos de quedarse en casa de buena parte de quienes hasta ahora han sido impunemente perseguidos, encarcelados, apaleados, o burlados en su decoro y dignidad, sin tener recursos legales para resarcir la ofensa y la humillación sufridas.

Hace ya demasiado tiempo que Venezuela es una pobre huérfana de la Justicia en todas sus connotaciones y principios. La constitución y las leyes todas se hallan aprisionadas en el puño del arrogante teniente coronel. La Fiscalía, la Contraloría, la Defensoría del pueblo, la Asamblea Nacional, el Consejo Supremo Electoral y la Suprema Corte de Justicia no son otra cosa que meras franquicias del poder omnímodo de Miraflores. Chávez ha inscrito su régimen militar-comunista en la lista de espera de los gobiernos forajidos.

¡Confesémoslo de una vez! Ha sido una vergüenza para los venezolanos soportar por más de una década un régimen canallesco como el de Hugo Chávez. ¡Sí, hemos sido víctimas, pero también culpables, por decir lo menos!

Es hora de que la ultrajada sociedad venezolana comience a valorar con mayor profundidad y coraje el significado de los artículos 333 y 350 de la Carta Magna que autorizan a los ciudadanos a desconocer a cualquier autoridad que por acto de fuerza viole de manera sistemática la constitución y los derechos humanos. Seguir ignorando dichos principios es generar mayor pena, desgana y resignación en el ánimo de la ciudadanía. Porque en ocasiones trágicas como la que hoy abruman y despedazan a Venezuela, el solo valor moral no basta, no es suficiente, y se diluye en vana entelequia de frases elegantes sin el respaldo decidido del valor físico. Los venezolanos estamos obligados a concientizar el hecho de que somos cerca de veinticinco millones de almas enfrentadas a unos cuantos pandilleros grotescamente disfrazados de nuevos libertadores de la patria.

Sin embargo, este panorama degradante del país, que lleva a una mujer venezolana a renegar por la televisión de su nacionalidad por lo que considera una inexcusable cobardía de sus compatriotas, se ve contrastada por la modosidad con que algunos analistas admiten como natural y hasta constitucional la permanencia de Chávez en Miraflores hasta el año 2012. O sea, que los desafueros de todo orden cometidos por su régimen y por el propio Chávez en persona contra el orden constitucional de la república durante once años, no son suficientes para que una nueva Asamblea Nacional proceda a la revisión jurídica de las responsabilidades penales del mandatario y sus cómplices inmediatos, sino que, por lo contrario, deberá convenir en la prolongación de tales crímenes por dos años más.

Como escribió hace un tiempo el intelectual cubano Carlos Alberto Montaner: “¿Qué cosa terrible han hecho los venezolanos para merecer a Chávez?”

El mayor peligro del despotismo padecido hoy por Venezuela es la versión comunista, no la militar, a la que conocemos bien y siempre resulta pasajera. A la par que militar a la antigüita, Chávez es un comunista presa de aquel infantilismo del que hablara el propio Lenin. Desde los años treinta hasta el presente, el PC no ha sido en nuestro país otra cosa que “un arroz con pollo sin pollo”, como lo calificara con displicente humor criollo Rómulo Betancourt en su indeclinable lucha contra los idílicos admiradores del genocida José Stalin. No obstante, esa microscópica secta jamás ha renunciado a su delirio de hacer de Venezuela un segundo reino popular a la cubana. Lo intentó trágicamente en los años sesenta, cuando tuvo dirigentes simpáticos e intelectualmente distinguidos como Salvador de la Plaza, Juan Bautista Fuenmayor, Gustavo Machado, Rodolfo Quintero, y ahora cree lograrlo con unos jefecillos anónimos, a la cola de unos cuantos generales y coroneles más embriagados con el festín de la abundancia dolarizada que con los enredos doctrinarios que el disparatado Chávez ha logrado incrustar en sus pobres cerebros decimonónicos.

La sociedad democrática del país tiene puestas sus últimas esperanzas en las próximas elecciones parlamentarias, para las cuales ya ha confeccionado el régimen sus brebajes de matemáticas brujerías. Chávez puede ser de todo, menos un tonto desprevenido, y sabe muy bien que si la unión nacional democrática llegara a triunfar con evidente mayoría en dichos comicios, ello significaría –no el estallido súbito de una paranoia colectiva, no el clamor desenfrenado de una inmediata vindicta pública- mas sí el comienzo ordenado de un rescate de la majestad de la justicia y la moral pública, ambas burladas hasta sus extremos por un régimen encancerado por su vetusta ideológica. ¿Acaso no ocurrió así con los genocidas del sur del continente, igual que sesenta y cinco años atrás sucedió con los verdugos nazis en la histórica Nuremberg de la Alemania liberada?

Lo fundamental para cimentar con éxito las elecciones de setiembre de este año es organizar una unidad de roca milenaria, compacta, sin grietas, recelos o regateos personales o partidistas, ampliamente representativa de todos los sectores de la nación. Una única tarjeta electoral es una excelente idea para disipar toda duda del bárbaro adversario respecto a la solidez de la UJNION que conduzca a un triunfo sin apelaciones. Esas elecciones van a ser el examen integral de nuestra titularidad como personas, como individuos libres y como suramericanos. Tenemos que demostrarnos a nosotros mismos y al mundo que nos observa que el prolongado sometimiento de estos once años de vejaciones ciudadanas no ha sido producto de la cobardía física sino de una definida madurez de la conciencia colectiva, harta ya de las soluciones de fuerza promovidas por algún salvador uniformado que terminaría por envilecer la patria una vez más.

Si Hugo Chávez y sus mandaderos del Consejo Nacional Electoral, la Fiscalía y la Suprema Corte de Justicia se arriesgaran a trampear o desconocer los venideros resultados electorales de setiembre -tal como ha ocurrido con el limpio triunfo de alcaldes y gobernadores de la oposición- estarían firmando su testamento político, porque nada ni nadie podrá impedir el espontáneo desbordamiento de la gigantesca fuerza ciudadana reprimida brutalmente por tanto tiempo, consciente al fin de que habrá llegado la hora de la liberación definitiva o la servidumbre a la cubana.

La sangre que corría por las venas de los insurgentes criollos a quienes el soberbio conquistador español de ayer llamara “gavillas de salvajes”, para terminar respetándolos como “gente vigorosa y valiente”, es la misma sangre que hoy mantiene de pie a los venezolanos frente al conquistador interno que a diario los ofende vilmente con un lenguaje prestado por hombres de otras tierras que nada tienen que ver con nuestra nacionalidad.

Mientras tanto, que siga sonando la fanfarria de los cómplices de los hermanos Castro. Ya los vimos hace poco, alborozados en su celebración de una OEA tropical, justo a la hora en que acababa de expirar, fríamente asesinado, el penúltimo de los penúltimos mártires de una resistencia que más que americana es universal.

Centenares de libros se han escrito acerca de sociedades sometidas a la esclavitud moderna de tiranías arropadas por doctrinas o religiones excluyentes. Toda la abundancia testimonial acerca del crimen constituido en poder absoluto, se encuentra plasmada con extraordinaria sencillez en la síntesis que de la autocracia marxista hizo sesenta y dos años atrás Harold Laski, miembro del ala izquierda del Partido Laborista británico en su “Manifiesto Comunista” de 1948. He aquí los términos con que el citado personaje condensó el espíritu marxista llevado a la contienda política: Pasión por la conspiración; aprovechamiento de la necesidad ajena; rudeza en la acción; comandos autocráticos centralizados; desprecio por el trato limpio; propósito de valerse de la mentira y la traición para desacreditar a un adversario o para asegurarse un fin determinado; deshonestidad absoluta en la presentación de los hechos; hábito de juzgar sucesos temporalmente exitosos para justificar una medida cualquiera; histérica y maligna invectiva para destruir el carácter de cualquier persona que a ellos incomode. Todo ello en el contexto de una adoración por líderes a quienes pueden atacar sin piedad alguna el día siguiente como la encarnación del mal, ha sido conducta normal de los comunistas en el mundo entero”.

Fíjese bien en la memoria todo ese catálogo de oprobios y será fácil advertir su identificación plena con el pervertido régimen del teniente coronel Hugo Chávez.

No hay duda de que el capitalismo salvaje, tal como se lo definió ayer mismo desde el Vaticano, conduce directamente a la negación moral de sí mismo y a su propia y lenta desintegración. Nuestra búsqueda de un verdadero sistema de libertades democráticas apenas se inició, balbuceante y contradictoria, en 1936, tras más de un siglo de ignominia guerrillera y generalatos obscenos. Los ocho quinquenios de gobiernos civiles 1958-1998 sólo fueron un ensayo, un efectivo y esperanzador ensayo, manchado aquí y allá por desviaciones de orden ético y moral. Pero para los niños y adolescentes que nacimos, crecimos y sufrimos dentro de la oscuridad y miedos de la dictadura de Juan Vicente Gómez, aquellas cuatro décadas de pruebas, aciertos y despropósitos, aparecieron a nuestros ojos y comprensión casi como un descubrimiento que, cuando menos, nos señalaba el camino para la enmienda y el perfeccionamiento futuro. Esa contradictoria experiencia, lastimosamente deprimida en sus últimos ejercicios, debe tomarse muy en cuenta cuando concluya, como va a concluir, la pesadilla de vejaciones e ignominias que hoy degrada y avergüenza a Venezuela.

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