Opinión Nacional

Chávez no es candidato, es Presidente

A Hugo Chávez, vendedor de ilusiones y manipulador profesional, le encantaría que la campaña por el SÍ en el referendo revocatorio obviase los cinco años y medio de su nefasto gobierno, y se concentrase en dibujar los proyectos del futuro. Aquí, en la zona de la especulación, las promesas y las esperanzas, se movería en su hábitad natural. Su vocación de candidato ad eternum se vería gratificada. Diría que el Reino Prometido no lo ha alcanzado porque la oposición golpista, entre la que destaca los medios de comunicación, se han opuesto tenazmente a su proyecto redentor; pero que una vez eliminada esa oposición llena de “excremento”, y colocados los medios informativos en su lugar, o sea, bajo la férula del Ejecutivo, todo marchará sobre ruedas. Chávez le gustará hablar del porvenir, sin tener que tocar el presente ni el pasado inmediato. El único pretérito que le interesa es el lejano. El del puntofijismo. Los denostados 40 años en el que gobernaron las “cúpulas corruptas”. El pasado reciente, del que él es actor estelar, lo quiere ignorar. Por eso, la Coordinadota Democrática acierta cuando coloca en el primer lugar de la campaña por el SÏ, confrontar a Chávez con su propia obra de Gobierno. Esta es la manera de contraponer a Chávez consigo mismo.

El jefe del Comando Maisanta no quiere que el pueblo recuerde que él ha tenido mayor suma de poder político y de recursos financieros que ningún otro Presidente, desde la desaparición de Juan Vicente Gómez. El Congreso que se elige en noviembre de 1998 le concede la primera ley habilitante a comienzos de su mandato en el 99. Este mismo año, en julio, los electores (y el kino diseñado por Nelson Merentes y aprobado por el antiguo Consejo Supremo Electoral) le otorgan una amplia mayoría en la Asamblea Nacional Constituyente, lo que le permite elaborar una Constitución acoplada a sus intereses. El 15 de diciembre de 1999 el pueblo vota a favor de esa Constitución, que refuerza el presidencialismo y el centralismo, dos vicios que habían comenzado a superarse con el avance de la descentralización. Además, el favor popular le coloca el estribo para disolver el Congreso electo una año antes y el resto de los “poderes constituidos”, nombrar un Congresillo y tomar por asalto el Tribunal Supremo de Justicia, la Fiscalía y la Contraloría General de la República Seis meses más tarde, durante la fase de “relegitimación de los poderes”, una vez más la franja más amplia de los electores lo atornillan a Miraflores. Le dan una cómoda mayoría en la Asamblea Nacional, gana muchas gobernaciones y alcaldías, y lo reafirman como el líder del “proceso”. Después de la “relegitimación”, la AN le concede otra ley habilitante, cuyas pretensiones totalitarias y cubanizantes marcan el inicio de la heroica batalla librada por los ciudadanos contra el proyecto hegemónico.

¿Para qué ha servido esa inmensa masa de poder que el pueblo le ha transferido al caudillo de Barinas? Sólo para destruir las instituciones fundamentales del Estado y la República democrática, y para intentar implantar un esquema vertical de dominación equivalente al que mantiene Fidel Castro en Cuba. Casi seis años después de sus promesas de cambio, el Estado es un despojo. En el Poder Judicial, por ejemplo, 80% de los jueces son accidentales, signo del clientelismo rampante con el que Chávez ha terminado de prostituir la magistratura. La Contraloría es cómplice del saqueo al que está sometido el erario público y el Fiscal sólo se ocupa de defender los derechos (prerrogativas) del Presidente.

Pero hay más. Desde que Chávez llega a la Presidencia el país disfruta de la bonanza petrolera más prolongada que se recuerde desde 1958 en adelante. El barril de petróleo ha estado más allá de la parte más alta de la banda OPEP. El presupuesto nacional se calcula a un precio, digamos $ 16 ó $ 18, y el promedio termina siendo al final del año fiscal superior en 50% ó 60% a esas cifras. ¿Dónde se encuentra esa montaña de dólares (más de 170 mil millones) que ingresan a la nación? En obras tangibles no es. Chávez no ha emprendido ni realizado ninguna obra de envergadura, que represente el caudal de divisas obtenidas. Ninguna autopista, ninguna represa, ningún complejo industrial. Así como el Estado, la economía también es una ruina. El desempleo directo afecta a más de millón y medio de venezolanos. En el mundo de la desocupación y la informalidad viven más de cinco millones de personas. El déficit habitacional golpea a cerca de dos millones de familias venezolanas, que no ven en el horizonte ninguna solución, pues el Gobierno construye menos de diez mil casas por año. Las “misiones”, verdaderas aspirinas frente al cáncer que carcome el cuerpo social, al decir de la gente honesta del régimen, representan semilleros en los que abunda la corrupción, tal como había ocurrido con el Plan Bolívar 2000. La bonanza económica no ha servido ni siquiera para disminuir la criminalidad, hoy desbordada.

Es este panorama desolador, con un Estado destruido y una sociedad enferma por la miseria, el desempleo y la violencia, el que Chávez no quiere que le enrostren. Él es el principal responsable de que durante el último quinquenio el país se haya desbarrancado, por eso prefiere hablar sobre el porvenir, las acciones que vendrán y la Tierra Prometida que espera a los venezolanos que lo sigan. Le gusta actuar como el candidato infatigable que siempre ha sido. Pero no hay que dejarlo que se escurra. No hay que ofrecerle ningún escenario para que delire y mienta. Los hechos están allí. Ha sido un pésimo gobernante y debe dar cuenta del desastre que ha provocado.

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