Chávez y su inexorable marcha a la dictadura: el deber del enfrentamiento
Decretos de creación de absurdas zonas de seguridad; crítica injustificada a los medios de comunicación; desdén por la manifestación de ideas contrarias al irreal plan revolucionario; grado creciente de represión de las manifestaciones de oposición; presión e intimidación de miembros de las otras ramas del Poder Público; desaforados intentos por controlar una economía en contracción para el beneficio propio y en general un clima de desapego de la realidad nacional, apuntan a la aparición en Venezuela del fenómeno del autoritarismo electoral.
Ese fenómeno que no es más que la concreción de esquemas gubernamentales autoritarios escondidos tras la legitimidad de un proceso electoral, define al chavismo como fenómeno político. Esa aparente legitimidad, suscitada no solo por el triunfo electoral sino por una ideología de falso izquierdismo redentor, se ha venido desvaneciendo en la medida en que la población ha podido despertar del sopor populista.
La actual radicalizacion y liquidación de todo intento de diálogo era y es, la consecuencia necesaria de la ausencia de ideas y de proyecto político del chavismo. Era previsible que una vez que la popularidad del nuevo juguete chavista desapareciera frente al descubrimiento de sus costuras mal ensambladas, éste se trastocara en estorbo montruoso, en aparición para el olvido recóndito, en deshecho esperanzado. La culpa sentida por aquellos que pudieron haber simpatizado con el chavismo es ahora el anverso del odio del juguete abandonado, las dos caras de la moneda política venezolana contemporánea.
Ese odio, frustración nacida no de la truncada concreción de su esencia, sino de su propio vacío, se canaliza ahora a través de la negación de toda crítica y la ruina de su entorno. El chavismo llamado a destruir a las instituciones democráticas que lo concibieron, cumple así con su propia naturaleza.
Por ello, es difícilmente concebible una rectificación de la conducta gubernamental. Una aceleración del proceso de deterioro es más fáctible. Y frente a ese deterioro, surge una necesidad primitiva de supervivencia, apoyada en el paulatino desalojo gubernamental de las libertades ciudadanas.
De cara a una realidad marcada por el crecimiento de la pobreza, la venalidad, el acercamiento a regimenes tiránicos, y la absoluta ingobernabilidad del país, el régimen chavista no puede sino responder con el sofocamiento de la oposición, ya que carece de armas ideológicas, morales o pragmáticas para combatirla.
La exclusión de sectores enteros de la población del ejercicio del poder y el constante asedio a la independencia de otras ramas del Poder Público constituye al Estado chavista en un régimen ambiguo, cuya caracterización democrática es un espejismo que se disuelve en su actuar autoritario.
No pueden ya ignorarse los clamores de la oposición basados en una legitimidad democrática inexistente.
Por el contrario, lo que si nace de este proceso de deterioro es, no el derecho sino el deber, de los ciudadanos de rescatar sus instituciones. Cuando bienes públicos tales como la paz social, la estabilidad política y la prosperidad económica dejan de estar garantizados por el Estado, la facultad de velar por los mismos se devuelve a los particulares quienes se ven legitimados para accionar en pos de la reconstitución de los mismos. La exigencia de algunos de los sectores de la oposición de aplicar el Artículo 350 de la Constitución Nacional parece estar fundamentada en este principio.
En todo caso, lo que si queda claro es la necesidad perentoria de reconquistar la legitimidad democrática perdida. Ese parece ser el reto de nuestra generación. Apegados al afán imprescindible de sobrevivir como individuos y como ciudadanos, no nos queda más que asumirlo.