Opinión Nacional

Cierto desprecio por la vida

Aunque la Constitución Nacional de 1999 está repleta de alusiones a los derechos humanos y sus promotores se han esmerado en venderla como la más moderna y justa que existe en todo el planeta, cada día que pasa queda más claro que una cosa es lo que en ella se declara solemnemente y otra muy distinta es lo que ocurre en la realidad. Aún estando consagrado el derecho a la vida en el texto constitucional, la vida no vale nada en Venezuela.

El Estado queda obligado de variadas maneras a protegerla. A los ciudadanos se les garantiza que la vida es su más sagrado derecho y la más cara preocupación de las instituciones públicas. Todo eso ha resultado ser tinta sobre papel. A cualquiera lo matan en la puerta de su casa, o dentro de una buseta, bien a manos de algún malandro o delincuente desconocido, bien por la calculada acción de un policía cómplice de secuestros, traficante de drogas que elimina a algún competidor o miembro de un clan de sicarios.

Después de presentar el proceso constituyente como una panacea, muchos de sus impulsores se refugian hoy en el argumento según el cual la delincuencia es un fenómeno universal y que en todas partes del mundo matan a cualquiera. No es eso lo que afirmaban en 1998 cuando estaban en intensa campaña a favor del actual Presidente. Entonces se trataba de acusar a muchos otros de pésimos gobernantes y de violadores, por acción o por omisión, de los derechos humanos, aún siendo menores los índices delictivos y la sensación de inseguridad que la que hoy tenemos.

La vida no la tienen segura ni siquiera quienes están bajo custodia del gobierno. Los 18.147 presos que conforman la población carcelaria del país se encuentran sometidos a una potencial sentencia de muerte, no importa si su delito fue una estafa, un hurto, o un accidente automovilístico. Semana tras semana se suceden decenas de muertes en todos los centros penitenciarios. Sin cesar. Cada día son más, con todo y nueva Constitución, con todo y la retórica oficialista que dice defender a los “de abajo”. Pues bien, la casi totalidad de los reclusos son venezolanos pobres, muy pobres, para quienes la defensa de los derechos humanos y el derecho a la vida es puro palabrerío.

Durante los tres primeros meses de este año, 77 internos fueron muertos dentro de las cárceles y 196 fueron heridos por armas blancas y por armas de fuego. En una sola cárcel, en la de Uribana, estado Lara, ocurrieron 10 de esos asesinatos. La misma cantidad que en Barinas. Estoy refiriéndome a tres meses. La cifra anual, año tras año, pareciera la de un genocidio. Seres humanos, culpables o inocentes de lo que se les imputaba, aniquilados en las narices de la Guardia Nacional. Nadie paga esos muertos.

En esas cárceles se trafica con drogas, se extorsiona a los presos, violan a las mujeres que visitan a sus cónyuges, se enfrentan unas mafias contra otras. En esas cavernas se trafica con la fe de los reclusos. Al calor de sus desgracias se acumulan fortunas, unas en ciertos bufetes, otras en los bolsillos de los custodios civiles y militares de esos establecimientos. Las decenas de muertes que allí ocurren no son por accidente, o por un inesperado atraco en una oscura vereda de la ciudad. No deberían ser reseñadas en las páginas rojas sino en las del gobierno. Después de todo, es por su ineptitud, negligencia o complicidad que tienen lugar.

Igual mueren los venezolanos en las carreteras. Son centenares de muertos al año. Durante la Semana Santa que acaba de concluir perdieron la vida 123 personas en accidentes automovilísticos. Sin contar los rutinarios homicidios semanales, que sólo en Caracas fueron 63. Exceso de velocidad. Ingesta de alcohol. Pésima señalización y mal estado de la vialidad. Libre venta de alcohol a orillas de las carreteras. Ausencia de vigilancia pública. Al mal gobierno se suma la propia negligencia e irresponsabilidad de los particulares. Total, un evidente desprecio por la vida, tanto de las autoridades como de unos cuantos ciudadanos.

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