Opinión Nacional

Ciudadanos bajo chantaje

Para los más avezados observadores externos, Venezuela vive uno de sus momentos políticos más incomprensibles. Asimismo, a nuestro ciudadano pensante común se le dificulta hallar una explicación lógica al enredo sin sentido en que vive. Apenas ha comenzado a darse cuenta de que es prisionero de una trampa perversa y aparentemente sin salida, sujeto de una cruel extorsión que le impide tomar cualquiera de las salidas de la artimaña que le vienen a la mente.

Al pretender enfrentarse a un gobierno que actúa supuestamente dentro de las reglas democráticas convencionales de la separación e independencia de los poderes, el respeto a los derechos humanos y la vigencia del estado de derecho, se ha dado de cabeza repetidamente contra una pared, pues ese no es el caso. No vivimos bajo un estado de derecho, la justicia ha sido politizada, los derechos políticos son conculcados impunemente y la voluntad popular expresada mediante el voto es irrespetada, todo lo cual ocurre sin que exista la más mínima posibilidad de obtener protección ni justicia. Persuadido de la inutilidad de proseguir ese camino, la alternativa ha sido la protesta generalizada, para enfrentar lo que no puede ser calificado sino como un errático y deplorable desempeño gubernamental, y tratar de obligar al gobierno a que rectifique sus políticas equivocadas y respete las reglas adoptadas por todos. Tras largos años de conflictividad la mayoría ha llegado al convencimiento de que ese es el camino más viable, por lo que la protesta democrática se ha multiplicado extraordinariamente.

Sin embargo, como quiera que no estemos en definitiva ante un gobierno democrático, sino frente a uno que pretende serlo y necesita guardar las apariencias a todo trance, éste se las ingenia para tener siempre a mano las respuestas adecuadas para cada caso, sin importarle su coherencia. Por ello la estrategia gubernamental ha sido la de burlarse del derecho a la legítima protesta, tildándola de desestabilizadora, vende-patria y “contrarrevolucionaria”, y calificando sistemáticamente al ciudadano de golpista, fascista, asalariado de la CIA o lacayo del “imperio”, entre otros epítetos. Paralelamente, el poder judicial es usado para amedrentar a la oposición y no es difícil ver a un mismo juez dictar medidas diametralmente opuestas en contra de delincuentes comunes y de disidentes políticos. De la misma manera, el poder legislativo se ha dedicado a convertir en ley lo que no está permitido por la Constitución o ha sido expresamente negado en las urnas de votación, burlando de esa forma la voluntad popular. Por su parte, las autoridades electorales del régimen abandonaron definitivamente el carácter de árbitro que nunca tuvieron y se han dedicado a la manipulación de las leyes electorales, en abierta violación a expresos principios constitucionales, con el fin de inclinar el terreno de juego a su favor y en desmedro de la oposición, con lo cual devalúa cada vez más el voto ciudadano y acrecienta aviesamente el desánimo, la frustración y la consecuente abstención electoral.

Este juego perverso es posible debido a la explotación de las debilidades intrínsecas de la democracia frente a sus adversarios tradicionales, llámense éstos autocracias, totalitarismos, populismos militaristas o como quiera usted denominar a cualquier enemigo de la civilidad, del libre juego de las ideas y del imperio de la ley y las instituciones. Como estos adversarios son esencialmente más fuertes que el sistema democrático de gobierno, que implica la permanente construcción de consensos, el respeto a las minorías y la tolerancia al contrario, el ciudadano se encuentra bajo la tácita extorsión de un gobierno que pareciera no dejarle alternativa, pues tiene todas las fortalezas de su lado y las maneja a su antojo bajo el subterfugio de que está llevando a cabo una autoproclamada revolución que debe ser defendida de los ataques de una “burguesía” vendida al “imperialismo”, que se aferra a sus “privilegios”.

Agobiados por el desaliento, muchos se preguntan si la salida más viable no sería la desobediencia civil o incluso la abierta insurrección, sin darse cuenta de que eso sería sólo exacerbar una de las ya intentadas, con lo cual el chantaje se haría sentir con mayor dureza para obligarlo a recomenzar el juego, en lo que pareciera confirmar la existencia de una especie de ineludible círculo vicioso. Para cerrar aún más el cerco, la promoción y defensa de la democracia en el hemisferio dependen lamentablemente de un sistema diseñado para que no funcione, establecido por gobiernos, democráticos o no, que han preferido escudarse detrás de una anacrónica concepción de la soberanía nacional y la no intervención en los asuntos internos, antes que verse sometidos a observación alguna respecto de su desempeño.

Sin embargo, la salida sigue donde siempre estuvo y a la vista de todos. Si no la hemos podido ver ha sido porque de que uno y otro lado han logrado ocultarla. El paso dado por la oposición al escoger sus candidatos de manera consensuada y a través de elecciones primarias es un avance significativo hacia esa salida, que abre además el camino a la reconquista del poder legislativo. El comportamiento del régimen ante una eventual victoria de las fuerzas democráticas de oposición es más que previsible. Primero vendrán los epítetos, luego las acciones de amedrentamiento y entorpecimiento, para dar paso finalmente a las acusaciones seudo-legales a las que ya nos tiene acostumbrados. Muchos se preguntarán entonces para qué seguir intentándolo si va a ser inútil al final el esfuerzo. La respuesta es muy simple, hay que seguir intentándolo, porque cada paso que se de para tumbar una máscara más es un paso menos que hay que avanzar. Lo peor que se puede hacer es precisamente no seguir insistiendo en propinarle una derrota a la antipolítica y a la antidemocracia, para recuperar el derecho a tener un futuro y poder vivir en paz y en libertad.

Los partidos políticos y sus dirigentes tienen la irrenunciable obligación, so pena de seguir cometiendo suicidio y arrastrar con ello a la democracia, de abrir sus puertas a la participación ciudadana para desempeñarse como elementos esenciales de un sistema democrático y abandonar posiciones personalistas o dirigidas a lograr réditos inmediatos, en aras de una verdadera unidad, que no puede ser tal mientras exista un importante número de ciudadanos considerados como ni de un lado ni del otro, que no se siente identificado con ningún partido político ni con sus ideas. Ese ciudadano está exigiendo a gritos un comportamiento acorde con las graves circunstancias por las que atraviesa el país y hay que darle no sólo las respuestas adecuadas y una alternativa atractiva, sino convencerlo además de que la salida no puede ser sino democrática y que el triunfo es sólo posible con su decidida participación.

La aparente fortaleza del régimen es sólo reflejo de la debilidad de sus adversarios. Al régimen comunista soviético le tomó 70 años desaparecer. A la tragedia cubana le ha tomado 50 para entrar en su fase terminal. Salir de Pinochet les costó a los chilenos 17. Venezuela lleva ya más de 11; pero al menos tiene fecha en el calendario y una cita vital para el próximo 26 de septiembre. Lo que debemos tener claro es que la salida está allí, en esa cita, a pesar de todos los obstáculos y asechanzas que nos planten en el camino, y que el peor enemigo en esta lucha totalmente desigual no es otro que nuestra propia indiferencia y desunión.

Lo que la oposición necesita es estar consciente de que finalmente hemos llegado a un punto donde podemos realmente hacer la diferencia y demostrar que se tiene la voluntad, el coraje y la fuerza de los números para ganar la mayoría en la Asamblea Nacional. Las diferentes corrientes políticas e ideológicas de la oposición se han unido y acordado una lista única de candidatos. Como nunca antes en la historia del país, los verdaderos demócratas tienen la oportunidad de elegir a representantes que han acordado un programa común para restaurar y resucitar a nuestra nación de once largos años de un régimen cada vez más cruel y progresivamente corrupto. Todas las encuestas muestran que al menos el 60 por ciento de los venezolanos quiere recuperar su democracia, lo que significa que somos una clara mayoría. Eso significa, en términos simples, que sí podemos ganar, y que todo lo que necesitamos es acudir a las urnas, depositar nuestro voto y esperar los resultados.

Si estamos convencidos de ello, iremos a votar; y si votamos, vamos a ganar.

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