Opinión Nacional

Cobardía y sicariato

En el Código Penal Francés existía el delito de «no asistencia a persona en peligro». Ignoro si exista todavía, ni tampoco si lo contengan los códigos de las otras naciones de la Comunidad Europea. Se aplicaba con sumo rigor a quien, luego de haber atropellado a un peatón, lo abandonaba a su suerte; a quien viendo a un herido tendido en la calle, no se acercaba a auxiliarlo o cuando menos llamaba a la policía. Vimos condenar a un canijo vecino porque no se metió a defender a una mujer apaleada a muerte por su forzudo vecino, un levantador de pesas. Lo que más solía indignar a los jueces, y más largas condenas provocaba, era la actitud de indiferencia: «ese no era asunto mío».

Hay casos en que el delito se agrava: es el de cómplice, cooperador inmediato del delito. No es necesario que él aseste el golpe mortal a la víctima: si en sus manos está detener la mano del asesino, y no lo hace, caerá sobre él todo el peso de la ley, mucho más si se trata del instigador de un delito.

El sicariato impune

Este último caso existe en la panoplia de nuestra criminalidad (no decimos nuestros código penal porque eso indicaría que en Venezuela eso es, así sea por excepción, un acto punible). Existe y se llama sicariato. Tú no te conformas con ser el autor intelectual de un crimen, no sólo lo instigas por chisme o delación, sino que lo financias.

No es nuestra intención, con el párrafo anterior, dar muestra de quien sabe qué conocimientos en materia penal. Sobre la base de lo que alguien puede conocer con la simple lectura de las páginas de sucesos, tratamos de saber qué punición le espera algún día a los responsables -al responsable- de la muerte de Franklin Brito.

Porque su muerte no fue un suicidio, ni un acto irreflexivo, ni tampoco un rapto subitáneo de desesperación. Pese a lo que la irresponsabilidad gubernamental trató de atribuirle para evadir su propia culpa, tampoco fue el gesto de un loco: quienes lo examinaron sistemáticamente llegaron a la conclusión de que conservó hasta el final la plena posesión de sus facultades mentales.

No era propaganda

Con su huelga de hambre, Brito no estaba realizando ningún acto de propaganda: ni pretendía desprestigiar al gobierno, ni ayudar con eso a la oposición. No era el acto exhibicionista de un fakir de circo, sino un noble gesto de la valentía de un Gandhi. Pero mientras que el Padre de la Patria India apuntaba y lograba un objetivo inmenso, la independencia de su gran país, el gesto de Brito era diferente en su ámbito pero igual en su grandeza: buscaba, simplemente, que se le dejase ganar el pan con el sudor de su frente, en su tierrita que le pertenecía desde siempre, y que le arrebató una horda de malvivientes sin oficio ni beneficio, pero guapos y apoyados por Miraflores.

Hasta aquí la descripción del hecho punible. Pero ahora se impone señalar, ante la opinión pública, los responsables de esa muerte. Iremos de menor a mayor. Hay una señora (mejor dicho, una madama) de cuyo nombre me da repugnancia acordarme que ostenta el oropelesco título de Defensora del Pueblo.

Quince y último

Que se sepa, aparte de mantener bien cerradas a piedra y lodo las puertas de su maison close y de cobrar quince y último los proventos de sus fechorías, no se le conoce otra ocupación que pintarse diariamente unas uñas que, es preciso decirlo, con ese tratamiento son de lo más bellas. No es cosa de que vaya a preocuparle un muerto de hambre como Franklin Brito.

Las uñas de la defensora tiene verde de envidia a otra de sus colegas, quien regenta la maison close llamada Fiscalía: las quemaduras provocadas por el mecate con que suele jalarle al Comandante en Jefe no le permiten esos lujos, ni mucho menos ocuparse de un hombre que muere por reclamar sus derechos.

La lista podría alargarse hasta el infinito. Desde quienes en Focalandia se niegan a discutir el asunto, pasando por un Elías Jaua para quien qué es un muertico más para quien no es imposible que tenga en la conciencia a Ángel Boscán, quemado vivo en sus tiempos de encapuchado ucevista, hasta un Risarrita muerto él mismo de risa, cada vez que ve un cadáver.

Mucha gente en la carreta

Peor se corre el riesgo que de meter tanta gente en la carreta, se le dé, a quien tiene la responsabilidad mayor, la posibilidad de esconderse en el montón, disolver la responsabilidad individual en la colectiva. Tampoco es cosa de darle la posibilidad de esconder la mano después de tirar la piedra, y calificar la muerte de Franklin Brito como un «daño colateral» en la lucha diaria entre el gobierno y la oposición, o como él prefiere decirlo, entre esta farsa que él llama «revolución» y sus enemigos. Pero resulta que ésta no es una muerte colectiva, como en el azar de una guerra, sino una muerte individual, que tiene un responsable directo. El Presidente conocía de la situación, había dado la razón a Brito y por allí mismo se le debía poner en libertad y restituirle sus derechos. Pero su jauría sabía que estaba hablando de los dientes para afuera, pero eso todavía podía asimilarse a indiferencia, al delito de no asistencia a persona en peligro. Pero llegó más lejos: cuando dijo que no debía darse ni un centavo para construir un hospital para los «escuálidos», ya eso era una orden: «déjenlo morir también, ese no es de los nuestros».

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