Opinión Nacional

Continuidad, ruptura y revolución

La continuidad cultural en el ámbito de la creación artística le ha dado a Venezuela un nombre destacado en las letras, en la plástica, en la música. ¿Por qué no hemos podido trasladar esa misma creatividad y acierto hacia logros institucionales, políticos, administrativos y de bienestar hacia la mayoría de la población, a pesar de los numerosos recursos con los que ha contado la nación? ¿Por qué los proyectos compartidos de país, que los hemos tenido en el siglo XX durante las primeras décadas de la democracia moderna, han sufrido procesos de desgaste hasta el punto de acabar con el motor que los movió? ¿Por qué un gobierno como el actual, que tuvo en sus manos el apoyo político -como pocos lo han tenido en la historia de la democracia moderna-, recursos financieros y apoyo popular, ha olvidado la razón por la que fue elegido y ha degenerado de manera tan violenta hacia el personalismo autoritario y despótico? ¿Por qué la inmensa movilización de la oposición el 11 de abril fue utilizada por un grupo reducido de ciudadanos que hizo perder una oportunidad única? ¿No fue el protagonismo individualista y autoritario el que interfirió y manipuló a un número elevado de venezolanos que arriesgó su vida a favor de una mejor democracia? ¿No han sido las mismas tendencias y la misma mentalidad las que han incidido en todos estos procesos de logros frustrados y de desgaste?

La historia de una nación es un proceso de crecimiento individual y colectivo que se va haciendo con conciencia y conocimiento del pasado y de la manera cómo ese pasado se hace presente en la acción diaria. Al hablar del pasado me refiero tanto a la realidad de los hechos en sí como a los mitos que la concepción de la “historia patria” se fueron gestando, quizá para justificar una época. El voluntarismo de cambio, sin un contacto profundo con nuestras raíces, conduce a regresiones que se materializan en los momentos más inesperados y cuando más deseosos estamos de transformación.

En este sentido la comprensión del siglo XIX resulta vital para entender muchas de las tendencias que han guiado y guían nuestra mentalidad y nuestras creencias.

La vida republicana venezolana se inicia luego del proceso de la independencia. La Guerra de la Independencia representó una ruptura con una tradición de más de tres siglos. Se creyó que de la noche a la mañana la adopción de las ideas liberales de los Enciclopedistas y el espíritu de la Revolución Francesa harían posible la organización de las nuevas repúblicas. Se le dio la espalda al pasado y no se tomó en cuenta la contradicción misma de los resultados de la Revolución Francesa. Es decir no se pensó que de la idealización de “libertad, igualdad y fraternidad” se pasó en Francia al imperio del terror, a la violencia, a la intolerancia, a la pugna entre los de un bando y los de otro, a la privación de la libertad y a la muerte… Quizá no se tomó en cuenta por el influjo del jacobinismo. Los franceses también olvidaron el absolutismo de dónde venían y el resultado fue, primero el terror y la sangre y luego Napoleón. Los próceres de las jóvenes repúblicas americanas, al igual que los franceses, también olvidaron su verdadero pasado y lo sustituyeron por la imitación y el deseo de ser otros, en este caso de ser como los franceses. Olvidaron que no se puede dar la espalda a lo que uno es porque eso que se pretende ignorar surge en los momentos menos pensados. Esto sucedió, no sólo en Venezuela sino en la mayoría de los países de la América hispana. En lugar de adaptar creativamente instituciones propias como el cabildo que implicaban ya, de una cierta manera, la posibilidad del camino hacia una democracia representativa, se decidió ser francés por decreto, sin entender muy bien lo que todo esto implicaba.

El cabildo mantenía los gérmenes de la mejor época española, de los fueros aragoneses, de las germanías valencianas y de las comunidades castellanas; instancias de libertad, de independencia y de gobiernos representativos que hubieran podido perfectamente adaptarse a las necesidades de las nuevas repúblicas, pero el espejismo de la Revolución Francesa y la visión de Francia como expresión del afán liberal, obnubiló la visón. El jacobinismo se impuso, se rechazó el pasado en función de un proyecto libertario y civilizador, se logró la independencia política pero “a costa de todo lo demás”. Este no fue el caso de Brasil. Venezuela tuvo apenas veintisiete años de paz durante el siglo XIX. Y en toda la América hispana, cuánto más republicanas eran las constituciones más despóticos eran los gobiernos de turno.

No podemos decir que la totalidad de la población venezolana luchó a favor de la independencia. De haber sido así, la guerra no se hubiera prolongado tanto. Bolívar tuvo más bien que dar la libertad a los esclavos para conseguir ejércitos. Y luego de la independencia muchos se preguntaron si el esfuerzo había valido la pena. El desencanto general debió impulsar a los ilustrados de la época hacia la necesidad de crear una mitología heroica que sirviera de base y justificación a los hechos. Lo que no tomaron en cuenta fue que una vez creados los mitos, los mitos mantienen vida propia. La grandiosidad del Bolívar a caballo ha marcado la trayectoria nacional, ha sustituido a la ética del trabajo como motor del desarrollo y ha hecho de la celebración de un acto cívico, como fue la firma del Acta de la Independencia en un alarde de militarismo.

Durante el siglo XIX el caudillismo impera porque nada ha quedado en pie luego de la Independencia. Tampoco hay un sentido de nación ni vías de comunicación entre unas regiones y otras. El país es arrasado varias veces, la lucha de unos contra otros genera en la población venezolana la propensión hacia el espíritu de la sobrevivencia. Una población analfabeta que desconfía por ignorancia y recurre a al viveza y a la astucia para sobrevivir. La formación republicana con la que soñó Simón Rodríguez en Sociedades Americanas, se viene abajo; en su lugar impera la anarquía y el caos. La valoración del igualitarismo social se convierte en la meta de los objetivos sociales unida a la creencia de que la letra puede sustituir a la acción, de que “la constitución sirve para todo”, como dijera Monagas, y a la creencia de que sólo un caudillo puede poner orden en el caos. Esa realidad desarrolla en la población expectativas y creencias que dan forma a la mentalidad, hábitos y valores de los venezolanos hasta bien entrado el siglo XX.

En realidad, tampoco esos valores surgieron de la Independencia, si se dieron fue porque venían arrastrándose de tiempo atrás. La viveza, la desconfianza y la astucia las encontramos en la picaresca española, la tentación autoritaria es propia de gobiernos centralistas y estatistas, como fue el imperio español, la ignorancia de la ley la instauraron los primeros españoles en América cuando, ante la llegada de las células reales provenientes de las idealistas Leyes de Indias, anunciaban al besarlas: “se acata pero no se cumple”. El caudillo no se aleja mucho de la idiosincrasia del conquistador que llegó a América: individuos, algunos, sin ningún tipo de instrucción pero con un innato don de mando y capaces de liderar ejércitos como si lo hubieran hecho toda la vida. Y el espíritu anárquico, individualista tan hispano, se encuentra con modalidades diferentes, en algunas de las tribus de los pobladores originarios del Caribe. La creencia de que la felicidad viene de arriba y que no es responsabilidad individual la encontramos en la historia de España hasta bien entrado el siglo XVIII en donde se especifica que al Estado le corresponde velar por “la felicidad del reino”. Este paternalismo está presente en la mayoría de las cartas de intención de los reinados europeos, pero, por muchas circunstancias, la trayectoria del Estado español la acentúa.

La búsqueda de este paternalismo en la figura autoritaria del poder se hace presente en la grandiosidad de un héroe como Bolívar “el padre de la patria” y está también en la adhesión al caudillo de turno ante la expectativa de lo que ese caudillo va a lograr en favor de mi bienestar personal. A la vez, ese paternalismo se traslada en el siglo XX y en la democracia moderna al presidente de turno. La democracia, entre nosotros, no se ha visto tanto como un proceso que siempre se puede mejorar con el concurso de todos los ciudadanos; se ha visto primordialmente, como la posibilidad de elegir cada cinco años a esa persona que, desde el poder, va a repartir la bonanza y velar por “la felicidad del reino”, por el bienestar de todos y cada uno en ese lapso. Más que el desarrollo de una cultura democrática, el populismo y la demagogia de los gobiernos de turno han promovido la minoría de edad de la ciudadanía, quizá por eso no ha habido una verdadera voluntad política para erradicar la pobreza. La creencia atávica e inconsciente es que el bienestar, no proviene del trabajo laborioso e individual, o de las distintas instancias de mediación en favor del fortalecimiento de las instituciones, sino que “el orden y progreso” lo impone el bastón de mando. Y, si ese poder o ese presidente, no logra lo esperado hay que dar la espalda a lo que ya se ha logrado y volver a empezar. Quizá por eso en Miraflores no existen los archivos de la nación sobre el siglo XIX y quizá también por eso cuando en una instancia gubernamental llega un nuevo jefe cambia de inmediato a todos sus colaboradores.

El afán de destruir y volver a empezar está muy enraizado en el mito revolucionario que tantos males ha causado al continente. Mito que a su vez se origina en otros mitos. La utopía del buen salvaje, de la que habló Montaigne en su ensayo “De los Caníbales” motivó seguramente el pensamiento roussoniano. El Contrato Social de Rousseau parte del “yo comunal” y de “la voluntad general” para llevarlo a efecto, de la idea de que son las imposiciones culturales las que le quitan la libertad que tiene el individuo al nacer y que para restituirlo a ese estado idílico y natural se requiere de una “voluntad general” que se lo imponga desde arriba. ¿Será por eso que Rousseau abandonó en un hospicio para huérfanos a sus cinco hijos? Este mito, que tanto influyó en el pensamiento de la Ilustración, tuvo a su vez una incidencia decisiva en el espíritu jacobino de la Revolución Francesa y en lo que ha sido la consecuente trayectoria del pensamiento y de los movimientos de izquierda en el mundo.

La imposición de la supuesta armonía por la destrucción y por la fuerza, proveniente del jacobinismo, está en el sustrato del pensamiento revolucionario y se relaciona también con la inclinación hacia el igualitarismo y sus derivados como han sido los numerosos movimientos de izquierda presentes en la trayectoria de Venezuela. Algunos democráticos y otros no.

La democracia se alcanza con la emancipación del ciudadano. La verdadera democracia provee a los ciudadanos de herramientas para descubrir su propia verdad. Las dictaduras imponen una y única verdad por la fuerza desde el poder, sean de izquierda o de derecha, es lo mismo. Son imperios del terror que justifican sus actos en función del elemento mesiánico, providencialista, patriarcal o revolucionario que los guía. Siempre suele haber un líder que se erige como salvador de la patria para imponer su proyecto en función de lo que Rousseau llamaría “la voluntad general” y acabar con la “opresión”, como diría Babeuf, en función del anhelado mito del igualitarismo social.

En Venezuela, la ruptura y el jacobinismo, en las distintas manifestaciones expuestas en este texto, se han acentuado, quizá más que en otras partes de la América hispana, gracias al petróleo que ha enfatizado la creencia de que hay abundancia para repartir y de que todos, por igual, tenemos derecho a nuestra parte de la torta petrolera. Entender cómo se llegó a esta mentalidad es quizá la única posibilidad que tenemos de transformarla de manera que la continuidad que de una u otra forma se ha dado en la creación artística llegue también a la implementación de la organización política y social.

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