Opinión Nacional

Corrupción, poder político y democracia

Hay momentos en la vida de los pueblos en que se advierte, con toda claridad, la funesta presencia de la corrupción en todos los órdenes y aspectos de la vida social. En tal trance, se habla de una sociedad enferma. Este criterio se yergue con mayor precisión si nos atenemos a la concepción organicista de la sociedad, en el sentido que explicaban Spencer y Durkheim: la sociedad tiene las mismas características de un organismo vivo; por tanto, nace, crece, se desarrolla, se enferma y, también… –al igual que los seres vivos- perece o sucumbe ante la violencia del morbo o padecimiento que la corroe con saña.

De este modo, se habla de modalidades de corrupción como peculiaridades o circunstancias de dolencias o enfermedades que afectan la sociedad en determinadas coyunturas históricas. Una de esas singularidades se sitúa en el plano de la dirección de los asuntos públicos, esto es, en la esfera del gobierno, en la conducción socio-política, específicamente en el ámbito de la dirección administrativa-gubernamental. En tal sentido, dada su especial naturaleza y proyección, la enfermedad de la que hablamos adquiere visos o características de grandes, peligrosas e incalculables proporciones. Se trata, nada más y nada menos, de un elemento que afecta negativamente la marcha de la vida social, y, por consiguiente, de un factor que incide en el avance o retraso en el actuar humano en su connotación existencial comunitaria.

Cuando se diagnostica la corrupción en el campo de la dirección pública, con toda evidencia se advierte la presencia de una modalidad de sufrimiento que se inflige y ocasiona al todo social. No en balde se tiene que la Administración Pública, como expresión de la presencia institucional de un gobierno –en sentido amplio-, constituye el conjunto de entes, organismos y órganos públicos que han sido creados, concebidos e instituidos para hacer cumplir la ley, coadyuvar en la defensa y protección de los derechos fundamentales y atender las necesidades básicas de la sociedad, esencialmente mediante la prestación de los servicios públicos. Por tanto, si ese cuerpo institucional está corroído por el morbo de la corrupción, o lo que es lo mismo, si se advierte la presencia de un gobierno corrompido, por consiguiente, al poder político que está presente o inmerso en la organización, estructura y funcionamiento de ese gobierno, también se le puede adjudicar el calificativo de corrupto.

Aquí, vale la pena subrayar el alto significado de la palabra corrupto, que asimismo hace referencia a algo que, por su naturaleza, está putrefacto, infecto, descompuesto y –por consecuencia- deshonesto, máxime cuando se asocia el fenómeno de la corrupción con el desviado comportamiento ético (y aún moral) tanto de los hombres que están al frente de la conducción gubernamental, fundamentalmente los funcionarios de mayor responsabilidad en el manejo de los asuntos públicos, como de los organismos que integran el contexto de la administración.

Complementariamente, la corrupción desnaturaliza la existencia y actuación del poder político en funciones de gobierno. Tal circunstancia apareja la ilegitimidad. Un pueblo sometido a la égida de una dirección gubernamental corrompida tiene coartada su posibilidad de perfeccionar la institucionalidad democrática, presupuesto indispensable para superar los desajustes sociales, las rémoras que entraban el logro de un cabal desarrollo integral de la comunidad.

En el análisis de los signos y síntomas de esta peculiar enfermedad social, los estudiosos de los fenómenos socio-políticos hablan de gradaciones en su presentación. De este modo, hay casos en los que apenas de advierte un ligero síntoma del morbo, en tales circunstancias el pueblo tiene oportunidad para corregir –a tiempo- el mal y evitar su propagación.

Empero, el problema se complica cuando la corrupción reviste proporciones alarmantes que hacen pensar en un desenlace fatal.

¿De cual otra manera se puede calificar una sociedad en la que, por ejemplo, desde las altas esferas de la dirección gubernamental se vulnera el real sentido de la ley y se coloca el grueso de los recursos públicos no precisamente al servicio de actividades orientadas hacia el logro de la Justicia Social y el Bien Común…? ¿También se puede precisar la existencia de corrupción al advertirse la prodigalidad, dilapidación o despilfarro de los dineros del Estado? A ello se aúna los tradicionales signos de corrupción tales como el peculado, el cohecho, la malversación de fondos públicos, el tráfico de influencias. En sentido completivo, a los señalados signos de descomposición es factible asociar o incorporar la carencia de una eficaz planificación de políticas públicas tendentes a la solución de los más ingentes problemas que afectan el colectivo, cuando en su lugar campea el talante del populismo salvaje, la improvisación, la ineptitud y la demagogia sin medida. Todo ello, acicalado con consignas de tesis anacrónicas e inviables, por lo obsoletas y no acordes con las nuevas exigencias que caracterizan un contexto social de profundos avances científicos y tecnológicos, propios de una nueva era en el decurso de la humanidad.

Con patrones y estereotipos fuera de orden en la conducción política, con planteamientos ideológicos atrasados, con poses demagógicas y estridentes que no pueden ser calificadas sino como las propias de un neo nacionalsocialismo en los albores del siglo XXI, no se puede construir un país y llevarlo a la categoría de potencia mundial en lo tecno-científico y lo económico-social. En otros términos: con signos de evidente corrupción de los esenciales valores que deben caracterizar la acción política, es difícil arribar a nuevos estadios en el progreso social; precisamente porque los sectores genuinamente reaccionarios –en funciones de gobierno- impiden al pueblo no solo trabajar y desarrollarse en un clima de paz sino perfeccionar su democracia y luchar, de modo efectivo, para lograr mejores formas de existencia.

A lo expuesto, nos permitimos añadir otra reflexión: si bien la corrupción de una parte del poder político es altamente dañina para la marcha vital de la sociedad en función de su progreso integral, mucho más lo será el hecho de que el morbo de la putrefacción logre abarcar todas las esferas del poder; ¿acaso será ese el móvil que inspira el avieso afán por concentrar el poder político en una sola mano o en un solo sector? Con razón hace tiempo el famoso historiador y filósofo británico, de arraigada posición en defensa de los ideales del cristianismo en la acción política, John Emerich, barón de Acton (1834-1902), expresó de modo lapidario que: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe de forma absoluta”.

La esencia del poder, como suprema potestad rectora y coactiva del Estado, nos indica que debe ser utilizado (el poder político, y por consiguiente, el gobierno) como instrumento para el logro del Bien Común. Empero, mientras la corrupción sea el signo calificador en el ejercicio del poder político, con toda evidencia estará entrabado el ideal del hombre en pos de la edificación de un sistema social que le garantice plena y cabalmente vivir en paz y bajo la supremacía de la libertad…!
*Abogado, Politólogo y Profesor Universitario.

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