Opinión Nacional

Crónicas del desabastecimiento

Nunca antes un paquete de azúcar o un suavizante de ropa pudo ser motivo de conversación, alegría y hasta orgullo por tenerlo en la despensa. Pero tampoco jamás pensamos que nos pelearíamos entre nosotros por un kilo de harina PAN o un litro de aceite.

Nuestras anécdotas podrían formar parte de la zaga de una historia de ciencia ficción. Una de esas de tipo catastrófica donde la sobrepoblación mundial hace a la raza humana pasar penurias primitivas en un contexto de alta tecnología y donde solo los más privilegiados pueden tener acceso a una lechuga fresca, un pollo o algún corte de carne. Una de las escenas podría consistir en largas filas de ciudadanos que pasan el tiempo operando dispositivos móviles y aplicaciones de última generación, donde la voz amable del sistema operativo les indica cuántos tienen por delante, cuál es el tiempo estimado de espera y cuáles son las coordenadas geográficas del centro de abastecimiento comunal alternativo más cercano con sus datos de espera y disponibilidad. Podríamos habernos anticipado al Oscar por mejor guion, ese mismo que ganó Her.

Pero no, nuestra realidad es un poco más oscura. Aquí nos marcan los brazos, ponemos a nuestros niños o preadolescentes a que tempranamente formen parte del abastecimiento familiar. Los viejitos de la casa se convierten en una ventaja para que formen parte de la cada vez más larga fila de la tercera edad, mientras el jefe de hogar va sacando la cuenta de cuánto dinero va costando apertrecharse de lo más básico. Finalmente el valor de cada cabeza familiar puede llegar a ser igual a cuatro rollos de papel higiénico.

Tiendas de ropa íntima, lugares para la coquetería o para adquirir accesorios que impresionen “al levante”, comercios de celulares o computación, ropa y zapatos de marca, así como cualquier otro establecimiento que tradicionalmente ha sido un templo del aspiracionismo criollo, tienen conveniente y vistosos letreros que recuerdan que la venta máxima es de “dos por persona” o que el descuento solo aplica para los productos importados.

Los centros comerciales y sus vitrinas se han convertido en la constatación diaria de lo fútil y efímero a lo que quedó relegado el consumismo del sexto país exportador de petróleo. Las vitrinas son demasiado grandes y los anaqueles infinitamente largos como para exhibir los tres o cuatro artículos que quedan en existencia. Son como la imagen penosa de aquella familia rica que tuvo dinero, propiedades, banquetes y sirvientes, y hoy frente a la quiebra trata de emular su antigua pomposidad con tragicómicas escenas de harapos y miserias. “Hoy, para la cena, degustaremos margarina”.

La cosa se complica y deja de ser chistosa cuando se trata de medicinas. El calvario por conseguir el medicamento para el tratamiento de por vida, han hecho que los servicios públicos soliciten la colaboración de aquellos que tengan medicamentos para las afecciones cardiacas, diabetes o simples protectores gástricos. Menos graves, pero puede que igualmente angustiante, la búsqueda de repuestos o materiales para el funcionamiento de equipos ha supuesto pérdidas inmensas de oportunidades, así como enormes molestias por las que deben pasar aquellos que llevan meses subiendo por las escaleras, tienen indefinidamente el carro en el taller o no pueden usar la impresora o cualquier otro artefacto doméstico o de oficina porque el repuesto o consumible no se consigue.

Después de lo que fue el dakazo, todo venezolano debería ver con angustia de padre a la nevera o al televisor. No sólo su costo de reposición puede ser infinito (simplemente ya no lo hay), sino que cualquier desperfecto puede significar meses de ausencia o abstinencia. Nunca una ganga resultó ser tan cara, pero probablemente de esa experiencia populista al límite, no hayamos aprendido mucho.

El nuevo episodio de esta crónica inacabada ha sido el anuncio de la “tarjeta de abastecimiento seguro”. Lo primero que llama la atención es su nombre. El Gobierno siempre ha sido más creativo y ocurrente en las nominaciones que en los contenidos. Quizás se pelaron en eso de “la tarjeta”. El nombre es demasiado cercano a la fatídica tarjeta de racionamiento de los socialismos reales de Cuba, Corea del Norte o Vietnam. No vamos a caer nosotros en la crítica ramplona al novísimo mecanismo que, como ha sido la práctica, primero viene el anuncio, su capitalización política y después (con suerte, a los meses) entra en funcionamiento alguna prueba piloto o acto inaugural que alcanza a las primeras 500 tarjetas y correspondientes beneficiarios, pero presentado como si ya fuera una realidad universal y, lo que es peor, actuando en consecuencia, es decir, no se emite una sola tarjeta más o sólo se le ven en las propagandas oficiales.

Más bien somos de la opinión que desde hace muchísimo tiempo había que crear un mecanismo de selección de beneficiarios para que los productos subsidiados, sea comida o productos de consumo masivo en general, pudieran focalizarse en las personas y familias en estado de necesidad. Seleccionar es necesario para lograr dos cosas. Primero para que sea progresivo, es decir, que en verdad le llegue a quien necesita ese subsidio y, en segundo lugar, para que alcance y no se filtre entre personas que no les hace falta o termine en manos de mafias de revendedores. Este país va a mantener por mucho tiempo, puede que para todo el divisable en el horizonte, sistemas de subsidios por medio de los cuales canalizar una parte de la renta petrolera. Lo asisten razones socioeconómicas y culturales. Pero deberíamos esperar, como mínimo, que la distribución del subsidio distinguiera entre las distintas poblaciones con el fin de hacer realidad el principio de todo socialismo: La redistribución progresiva del ingreso.

Finalmente, lo más grave de estas crónicas, anécdotas o simples cuentos sobre nuestro desabastecimiento es que éste ya parece ser crónico. Hasta ahora el Gobierno y sus políticas no han hecho sino administrar las consecuencias de un modelo económico que nos ha vuelto una de las economías menos competitiva, productiva y exportadora de la región. Es por ello que lo peor de todo, es que estas crónicas aún se están escribiendo.

 

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