Opinión Nacional

¿Cuál dignidad?

El cinismo de la cúpula gobernante en su afán de falsear la historia llega al extremo de pretender convertir el infausto 4 de febrero de 1992 en un acontecimiento patrio equiparable al 19 de abril de 1810, tal como lo dijo el presidente de la República, una y otra vez, en distintas intervenciones públicas durante el recorrido de la mal llamada Caravana de la Dignidad que fue organizada por el régimen para conmemorar el noveno aniversario de una sublevación armada que culminó en un rotundo fiasco militar. Ese acontecimiento sirvió para que los distintos sectores de la sociedad venezolana, mayoritariamente, manifestaran su repudio al golpismo al negar apoyo a los insurrectos, así como también, respaldo a la democracia la cual, pese a sus innegables y reconocidas deficiencias, seguía siendo un sistema de gobierno capaz de proteger el régimen de garantías y libertades consagrado en el ordenamiento jurídico vigente para entonces. Valiosos testimonios a ese respecto fueron emitidos en tal oportunidad y, ahora apropiadamente, parte de los mismos los han reproducido distintos medios de comunicación en un acertado ejercicio de recuperación de la memoria histórica.

Hoy día, a nueve años del 4 de febrero, relegitimados todos los poderes públicos como consecuencia de las distintas consultas electorales que se han llevado a cabo en los últimos dos años, las perspectivas políticas y socio- económicas para el país no son nada halagüeñas, al punto que es notorio el creciente movimiento migratorio hacia otros países de venezolanos y venezolanas, de la más variada extracción social, que abandonan el territorio patrio en busca de nuevos horizontes. Por ello cabe preguntarse si, frente a esa ominosa realidad, puede manifestarse alborozo ante un supuesto Día de la Dignidad que, antes bien, habría que calificar mejor como Día de la Infamia porque de eso se trata: una fecha para recordar y no olvidar que, en tal ocasión, un sector minoritario de la institución armada insurgió contra un gobierno constitucional con el único y deliberado propósito de reemplazarlo por otro de facto, de características autoritarias, militarista y personalista que es, curiosamente, en lo que ha desembocado el régimen que actualmente ejerce el poder en Venezuela.

Por otra parte, la sociedad civil, gracias a la prédica presidencial que en esos particulares es implacable, como lo demuestra cotidianamente, cada vez más observa con justificados temores cómo se profundiza una absurda separación entre diferentes estratos sociales que puede conducir a enfrentamientos indeseados, preludio de algo tanto más grave en ese terreno como para advertir que el país se encuentra al borde de una conflagración interna de consecuencias insospechadas. No en balde las continuas alusiones críticas a las oligarquías y a los medios de comunicación, por ejemplo, han sembrado en el ánimo popular la creencia de que la difícil coyuntura por la que atraviesa Venezuela, en diferentes aspectos, podrá superarse en la medida que el gobierno de la “revolución democrática y pacífica” esté en capacidad de eliminar a los enemigos del “proceso”. No son, pues, ni paz ni tolerancia, valores esenciales de la democracia, entre otros, los que ofrece el gobierno, sino todo lo contrario. En tales circunstancias, ¿cómo se explica que pueda hablarse de dignidad?

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