Opinión Nacional

Cuando escampe

No es posible establecer comparaciones, pero en muchos sentidos las consecuencias de las lluvias de este año parecieran aún más graves y profundas que las de diciembre de 1999: aunque el número de fallecidos se mantiene en límites muchísimo más bajos, el total de personas afectadas a lo largo y ancho del país ya supera las cien mil, mientras que los daños a la infraestructura, los rebaños y las cosechas parecen incalculables. Pero lo realmente sorprendente resulta ser la baja capacidad para encarar la emergencia de un gobierno que ya suma doce años de ejercicio. El aquelarre en que se ha convertido el tema de dar refugio a los damnificados -desde la ridícula oferta de espacio en el despacho presidencial hasta la toma compulsiva de hoteles- no hace sino dejar al desnudo el remotísimo lugar que realmente ocupa el ciudadano común en la quincallería seudo revolucionaria con que día a día nos atosiga el caudillo insustituible. 

      Se ha tratado de ocultar esa incompetencia e irresponsabilidad detrás de la falsa idea de que las emergencias son imprevisibles. No es cierto: las causas que las provocan pueden llegar a ser incontrolables pero nunca totalmente inesperadas, y es esto lo que hace que las emergencias sean manejables. Nada de lo que ha ocurrido constituye sorpresa y hace mucho tiempo que habían sido advertidos quienes tienen la capacidad y los recursos para la toma de decisiones, pero es evidente que el tema no está entre las prioridades del gobierno nacional. Ha habido tiempo y recursos suficientes para tomar las previsiones del caso, no únicamente para atender la emergencia con orden y eficiencia sino también para evitar muchas de las causas que la provocaron: no es sólo, por ejemplo, que la mayoría de los deslaves ocurridos en Caracas se produjeron donde se sabía que podían ocurrir, sino que incluso se habían formulado planes que, de haberse ejecutado, los hubieran evitado. Pero terminaron en el cesto de los papeles.

      A la improvisación se suma la discriminación política, sin duda el rasgo más odioso del régimen, pero que con víctimas de por medio resulta simplemente abominable; pretender además sacar provecho político de la tragedia pone al descubierto el lado más siniestro de una sedicente revolución al servicio de un ego desbocado, alimentado por los más oscuros resentimientos.

      Dentro del este drama, que más que de la naturaleza es de la política, queda la certeza de la presencia de unos estratos sociales, hoy discriminados pero dotados de conocimientos y voluntad que, una vez que escampe y la democracia retorne en su plenitud, serán capaces de transformar el vicio en virtud y, hombro con hombro con el ciudadano común, enrumbar al país hacia la modernidad que le espera en virtud de sus riquezas y el talento de sus habitantes. Apoyándose en la naturaleza para avanzar, se dejará atrás la infame aspiración de someterla a los delirios de un insensato.

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