Opinión Nacional

Cubanos y otros muertos

La guerra asimétrica es una eventualidad que solo cabe en la cabeza de
Chávez y en la aceptación sumisa de sus incondicionales. La verdadera guerra
es una que ha comenzado en agosto y no concluirá hasta el 3 de diciembre: la
de las encuestas. El diario oficioso del gobierno, Ultimas Noticias, publica
en primera página las mediciones de una reconocida empresa nacional que
supuestamente le dan a Chávez 48 puntos y 18 del candidato de la unidad
opositora, Manuel Rosales. El presidente de la empresa aclara -en otros
medios- que esa encuesta es de agosto y no refleja aún el impacto de la
candidatura del gobernador zuliano.

El tema obliga a llover sobre mojado en algo que es como un agujero negro de
la política nacional: la popularidad del Presidente. No hay encuesta de un
tiempo para acá en que la inseguridad personal no aparezca como la más grave
falla del gobierno, gente de todos los sectores y niveles acusa ese problema
como el que más la angustia y golpea. Otros asuntos no menos importantes
como el desempleo, la falta de vivienda y las carencias en la prestación del
servicio de salud han sido relegados a puestos secundarios por la aplastante
realidad de la violencia criminal instalada en todo el territorio nacional.

El comandante en jefe que habla de lo humano y lo divino, lo terrenal y lo
extraplanetario en sus casi diarias apariciones publicas, había preferido
hasta ahora eludir el tema y mirar para otro lado como si las cosas dejaran
de existir por el solo hecho de que él las ignore. Pero un domingo se
conmovió por el asesinato de una médica cubana que prestaba servicios en la
misión Barrio Adentro y se deshizo en disculpas y pésames dirigidos al
gobierno y pueblo de Cuba, solo le faltó llorar.

Se ha escrito mucho sobre este asunto que dejó boquiabiertos a tirios y
troyanos: ¿cómo es que el presidente de un país donde mueren semanalmente
entre ochenta y cien venezolanos víctimas de la delincuencia y donde son
secuestrados, heridos o asaltados otros tantos, jamás ha dicho una palabra
sobre ese estado de cosas ni ha enviado una frase de condolencia a los
deudos y víctimas o un regaño público humillante, de esos que tanto le
gustan, a los funcionarios encargados de la seguridad ciudadana? Lo que el
caso evidencia es una absoluta prosternación del petropresidente ante Fidel
Castro que lo lleva a comportarse como el niño sorprendido en falta por un
padre riguroso. Y eso causa indignación.

Más allá de si vamos o no en camino de copiar el régimen comunista impuesto
por Castro, lo que indigna es la conversión de Venezuela que era una nación
soberana, en un apéndice de la Cuba castrista. Indigna más aún constatar que
somos gobernados por un hombre que siente profundo desprecio por sus
connacionales. Uno concluye, sin exagerar, que Chávez no solo odia a los
ricos, a los extranjeros, a los judíos y a sus opositores sino también (y
especialmente) a Venezuela. Sus resentimientos -solo desentrañables por una
junta médico siquiátrica- alcanzan al país como un todo.

No estoy en capacidad de saber cómo ha incidido en la popularidad de Chávez
esta desnacionalización de su política y de su mensaje; hasta ahora todas
las encuestas habían reflejado el disgusto de la mayoría de la población con
el gobierno seudo bolivariano por su ineficiencia, pero sin que esa rabia
alcanzara a la cabeza. Sin embargo se ha producido un hecho que obliga a
pensar en cambios importantes en esos índices y es que el subpresidente José
Vicente Rangel se ha visto obligado a encarar el tema de la delincuencia desbordada
con su habitual caradurismo: se trata de un problema mundial y no debería ser
politizado, es decir utilizado por los opositores.

No hay que ser demasiado agudo para leer entrelíneas y lo que hay es la mortificación de un gobierno que aspira perpetuarse por el resto de la eternidad, ante su máxima debilidad: el delito incontrolado. La revolución cubana puede exhibir entre sus escasos logros la casi nula existencia de delitos en la isla; las penas de muerte y de cadena perpetua y el terror que infunde el régimen son suficientemente disuasivos. En la Venezuela de Pérez Jiménez ocurría algo similar y ni que hablar en la de Juan Vicente Gómez cuando la gente -a decir de quienes vivieron en ese tiempo- “dormía con las puertas abiertas”. En general las dictaduras -si son militares mucho más- infunden temor no solo en los ciudadanos de conducta sana sino también en aquellos proclives a la criminalidad. El problema con ésta que sufrimos es que resulta difícil descubrir en sus protagonistas cuál es la línea divisoria entre legalidad y delito. Y eso lo saben los criminales.

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