Opinión Nacional

Descenso al infierno

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(%=Image(3398420 ,»L»)%) No es la primera, ni será la última vez que a un gobernante latinoamericano se le ocurra la peregrina y muy aviesa idea de enfrentarse a la Iglesia católica. Pinochet tampoco tuvo buenas relaciones con las autoridades eclesiásticas chilenas. Que se pusieron abiertamente de parte de su sufrido pueblo ante los desmanes dictatoriales del tirano. Abriendo la llamada Vicaría de la Solidaridad, acogió a los perseguidos por el despotismo pinochetista brindándoles pan, refugio y auxilio legal. Por cierto y como muy bien lo señalara el prelado hondureño, cardenal Rodríguez Madariaga, Pinochet – después de 17 años de gobierno absoluto con pretensiones vitalicias – terminó como han terminado y terminarán todos los dictadores y déspotas que pretendieran el desafío supremo de creerse iguales o superiores a Dios: abandonado por sus compañeros de armas y tirado al basurero de la historia.

No es casual. Son dos milenios de una historia compleja, contradictoria y riquísima en hechos y circunstancias. Que terminaran convirtiéndola en columna vertebral de la cultura occidental. En el trasfondo consciente o inconsciente de cada uno de nosotros, los latinoamericanos, late una ancestral sabiduría que funciona como reservorio de nuestros valores éticos y morales más trascendentes. Son los valores de la cultura judeo-cristiana convertida en militancia religiosa de una humanidad que no puede vivir ni sobrevivir sin la idea de Dios y la trascendencia de la vida humana. Una cultura que nos sirve de soporte existencial cuando nos vemos empujado a los infiernos por los déspotas y tiranos de turno.

Es la fuerza arrolladora de una Iglesia que ha sobrevivido a todas la guerras, cataclismos y conflictos humanos por más de dos mil años. Que ha sabido enfrentar sus cismas y divisiones, sus crisis y sus turbulencias, sus errores y desvíos. Que ha soportado los peores ataques, levantándose aparentemente indemne al cabo de los siglos. Para ver pasar el cadáver de los déspotas que pretendieran erradicar del corazón de los hombres la piedad, la compasión, la solidaridad y el asombro ante el indescifrable enigma de la vida y la muerte. El misterio maravilloso de la existencia de la naturaleza y en su centro el poderío deslumbrante aunque frágil y finito del hombre y su circunstancia.

Por ello, Jürgen Habermas, el pensador más importante de la Alemania contemporánea, afirmaría en un texto dedicado al gran filósofo y místico judío Gershom Scholem una verdad hasta hoy insustituible y que involucra la relación existencial entre lo humano y lo religioso: “Entre las sociedades modernas sólo aquellas que logren introducir en las esferas de lo profano los contenidos esenciales de su tradición religiosa, tradición que apunta siempre por encima de lo simplemente humano, podrán salvar también la sustancia de lo humano.”

Pues de eso se trata. No del capricho y la vanidad de dirigentes circunstanciales enfermos de megalomanía y soberbia, tocados por la arbitrariedad de la fortuna con poderes temporales, sino de esa sustancia intangible e imperecedera, ajena a la manipulación de déspotas autocráticos y al exorcismo de los aprendices de brujos embriagados con el veneno del Poder absoluto: de la esencia de lo humano.

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Andrés Bello ya alertó sobre esos y otros hechos condenables que lastran a líderes y dirigentes inconscientes de la grandeza del destino histórico del hombre y su responsabilidad en la pedagogía general de sus pueblos. Particularmente referido a la responsabilidad moral del lenguaje, su enseñanza y estudio, “indispensable a aquellas personas que por el lugar que ocupan en la sociedad, no podrían, sin degradarse, descubrir en su lenguaje resabios de vulgaridad o ignorancia; estudio, cuya omisión desluce al orador y puede hasta hacerle ridículo y concitarle el desprecio de sus oyentes…”

Los ataques del presidente de la república a la iglesia católica, su grosera y burda descalificación de las más altas dignidades eclesiásticas, puesta de manifiesto una vez más frente al prelado de más alta calificación entre los cardenales de América Latina, quien encabezara la lista de papables tras el cardenal Ratzinger y se ha destacado por ser un incansable luchador por los derechos de los más desvalidos y humillados de entre los explotados de esta tierra, son por ello y siguiendo la advertencia de nuestro primer humanista no sólo ridículos y le deslucen ante la comunidad internacional y la feligresía católica, sino un caso que acarrea casi necesariamente el desprecio que debe suscitar su comportamiento en mujeres y hombres de bien en cualquier lugar en que se respete la honra de nuestra principal y más trascendente institución espiritual. Y la consiguiente dignidad del hombre.

Dichos ataques son extremadamente graves. No sólo porque afectan a muy altas autoridades de la iglesia que cuentan con el respeto universal de sus fieles, sino porque desvelan el grado de perversión y degradación moral que afecta a la república bajo el mandato del peor de los gobernantes de su historia. Y transmiten, por ello, la inmensa gravedad de lo que constituye la peor enfermedad sufrida por la vida pública de la nación: el irrespeto a nuestras tradiciones, el desorden moral imperante en nuestra sociedad, la incitación al odio y la venganza entre sus miembros, la inmoralidad funcionaria, el abuso de autoridad, la corrupción, el estupro, la sevicia y la irresponsabilidad como normas de conducta gubernativa universalmente aceptadas. Y por sobre todo ello: la generalizada y cuartelera incultura dominante en las esferas de gobierno. Todo lo cual termina en la suspensión de las instancias éticas y la incitación directa o indirecta al irrespeto al sagrado valor de la vida y todos sus derechos. Y por ende: a la proliferación del peor de los crímenes, el asesinato.

No hay otra forma de explicar un hecho aparentemente contradictorio y sin embargo manifiesto: ¿cómo es posible que en la etapa de mayores ingresos por concepto de exportación petrolera y por lo tanto de mayor bonanza en las finanzas públicas de toda nuestra historia la cifra de homicidios se haya más que cuadruplicado, la inseguridad haya rebasado todos los límites tolerables y la vida en sociedad se haya degradado hasta convertirse en una pesadilla cotidiana?

Venezuela ha descendido a sus infiernos. Estamos viviendo un mal colectivo inmensamente más degradado y pervertido que el que denunciaran a mediados de los años 90 Jorge Olavaria y los notables, sirviendo la justificación moral al arribo al Poder de un ágrafo teniente coronel sin otro programa aparente que la venganza. Los resultados están a la vista.

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Todos estos ataques no son casuales ni arbitrarios. Obedecen a una economía política perfectamente calculada. Constituyen el preámbulo al establecimiento de un régimen totalitario: degradar la vida pública hasta hacer imperativa la acción quirúrgica de un Estado represor y policíaco. De allí la trascendencia de los ataques del régimen a la iglesia y la imperiosa necesidad de neutralizarla, de fracturar su relación con sus fieles y de anular su vigencia normativa. Tan profundamente afincada en el imaginario colectivo. Ataques de igual contenido, así sea de distinta naturaleza, y con la misma intención que los dirigidos a las universidades y a los medios de comunicación. Al sistema educativo y a los institutos de enseñanza general. En último término: a la familia misma como centro de articulación de nuestra vida social. Hoy en el ojo del huracán. El objetivo es desencajar por la fuerza y la violencia – verbal o factual – la convivencia democrática. El mal trasciende la vida política misma y afecta a la esencia de la venezolanidad, pretendiendo la destrucción de su tejido íntimo, espiritual. El objetivo del régimen, siguiendo una ideología absolutamente ajena a la nacionalidad, es la sumisión de la ciudadanía y el aplastamiento de sus valores centenarios. La conquista y subordinación de una hegemonía identitaria construida durante cinco siglos de vida en comunidad, particularmente en estos difíciles doscientos años de vida republicana y estos últimos cincuenta años de vida democrática. Se trata de un brutal asalto a nuestra razón de ser.

De allí la imperiosa necesidad de unir todos los espíritus en un gran movimiento de defensa nacional. Postergando ambiciones personales y diferencias ideológicas. Siguiendo el ejemplo de dignidad y fortaleza moral mostrados por quienes no han aceptado someterse a los abusos, atropellos y latrocinios del régimen, demostrando que luchar de pie es no sólo más honroso y digno, sino infinitamente más provechoso en la lucha contra el despotismo. Pues caudillos como el que nos desgobierna y regímenes como el que pretende imponernos no aceptan complicidades ni connivencias. Pretenden aplastar a quienes no se subordinan a sus propósitos totalitarios, sin importar el grado de obsecuencia que manifiesten. Tarde o temprano, la meta perseguida por los despotismos totalitarios es esclavizar, sin excepción de ninguna especie, a todos quienes no comparten sus delirios. Por ello, debemos enfrentarlos con toda la fuerza y el peso de nuestras convicciones morales.

Los campos de fuerza ya están delimitados. De una parte, todos los poderes del Estado en manos del Poder absoluto de un solo hombre. Que cuenta con la fuerza de las armas, el dinero y la inescrupulosidad necesaria para destruir o comprar conciencias. De la otra, la sociedad civil, depositaria de nuestras mejores tradiciones históricas. Las universidades, las academias, los medios de comunicación, la juventud universitaria, los comunicadores y en su vértice la Iglesia. Sin considerar la opinión pública mundial, cada día más consciente del atropello que se pretende instaurar en Venezuela. Sólo falta tejer un amplio y profundo movimiento social y político y unir todas esas voluntades en un sólido frente democrático y nacional.

Puede que la libertad haya tardado en imponerse. Aún así: los totalitarismos no han triunfado jamás sobre las aspiraciones del hombre a una vida cada vez más digna, más humana. Será también el caso de Venezuela. Hay que contribuir a que esa demora sea tan breve como la resistencia democrática lo permita.

Manos a la obra.

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